Jueves, 30 de julio de 2015 | Hoy
Por Ezequiel Vazquez Grosso
Más allá de su bonanza utilitaria lo curioso de obtener determinadas pertenencias es no saber nunca a ciencia cierta cuál será el momento preciso en que las perderemos. Uno se rehúsa, patalea para todos lados, lanza las inclemencias más desgarradoras hacia los apóstoles y querubines más diversos. Sin embargo, la cruda realidad nos arremete a bofetadas: toda tenencia implica irremediablemente la posibilidad probable o conjetural de su pérdida y la espera de ese acontecimiento resulta fatal. Lejos de la maldad que puede imputársele a todo reapropiador de lo ya apropiado (ladrones más, ladrones menos) lo importante del asunto no discurre tanto en la inoportunidad del instante sino, más bien, pareciera ser que es en el mismo procedimiento del tener en que se encuentra el problema. Efecto programado de un tercero, de la muerte como fatalidad impostergable o de las manos inoportunas del azar, la pérdida es un fantasma por fuera de todo metodismo o calculabilidad. Tener o no tener, más que opciones funcionales y contradictorias de paisajes diversos, no reflejan más que los lados de una misma y perdurable geografía.
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Si bien uno puede poseer un cuerpo, maniatarlo hasta el aburrimiento, torturarlo con desgano o timidez, el límite de lo tolerable no está tanto en la eliminación definitiva de su corporeidad en tanto carne, hueso o sangre sino en anular del cuerpo lo que estos componentes contienen de vida. Desde este punto, y por más que resulte insoportable, un cadáver no es sólo un desecho del bíos sino que, y por sobre todas las cosas, representa el final del juego, la ruptura de aquella ceremonia que, en todo juego, permite realimentarlo y sobrevivirlo. Del mismo modo que hay una economía del hogar, de la posibilidad del incesto, de las tarifas obligadas del vivir, el dolor como agenciamiento de placer y su posibilidad encuentra su límite en esa vida que se materializa como territorio mismo de experimento y reglamentación. En el ritmo ordinario y poco consensuado de las maneras de gozar, mantener vivo a un cuerpo a veces no supone más que eso: funcionalidad, divertimento, descontractura y, por sobre todas las cosas, placer, inmundo y sofisticado placer.
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Más que un signo de prosperidad toda violencia ejercida hacia otro es un signo opaco de debilidad, de la impotencia que entona al ejecutante como modo circunstancial de recuperar lo perdido. Hannah Arendt lo entendió muy bien: en el mismo momento que la violencia opera hay algo del poder que se encuentra desalojado, hay algo del orden testicular en proceso de castración que debe repararse. Si bien politizar las infinitas e inclasificables ocurrencias humanas resulta arriesgado, la violencia en el entramado de relaciones domésticas, por fuera y por dentro de los laureles habitacionales, resguarda cierta simpatía con esta proposición. Hay mujeres violentas y hombres violentos que abundan y se multiplican por doquier. Todo depende quien crea tener el poder y quien crea que, circunstancialmente, lo ha perdido. Todo depende de cuánta falta en nosotros evaluamos y cuán estúpidos nos sintamos en esa despertenencia. Los hombres, por supuesto, tienen un algo más propenso: tener o no tener resulta no sólo en extremo delicado sino que de eso depende, en última instancia, cierta relación posible en cierto espacio de los sexos.
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En el fondo polvoroso de una comisaría, en el carrusel agnóstico de la noche y sus estragos. En el snif snif que se manduca por la narizcopia del glamur de la tómbola con sus tacos y palafreneros. En ese continente qué cómo cuándo dónde y sus huerfanitos en oferta. En el cansado trajinar del qom que camina, se planta, vuelve a caminar. En el ay espejito, qué imaginario y triste me siento de los travestimientos barriales. En los talleres pantagruélicos que cosiendo fabrico el saquito que qué bien se luce en mojito soho. En el hey you, give me a glifosato drink and pastiketa colour baby. En las manos robustas del machito alfa. En la trata maloliente de los engañados. En los dueños encaprichados de la vida. Hay cadáveres.
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Si bien preservar cierto estatuto de la vida se ha convertido en una ardua y complicada tarea de Estado, la institucionalización, estadística y burocratización del acto de dar muerte le quita lo que este acto perturbador tiene de singular e inexplicable. En todo asesino en general, como en todo humano en particular, hay una atadura al acting out que resguarda una relación específica e irreductible. Descifrar esos ramales que la desvelan es una tarea compleja, propia de la espeleología más avanzada. Generalizar un estatus del asesinato como una materia de la política en tanto orden jurídico siempre es favorable para detener cierta persistencia de su movimiento pero difícil para explicarlo o comprender sus motivaciones. Hasta el más ordinario y enclenque de los asesinos encierra un secreto a develar. Por fuera de todo moralismo, la vida está más allá del cuerpo que la contiene. Su ataque nunca puede ser puro dato o efecto. Nunca, en verdad, puede ser develado su misterio.
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En las franquicias pernoctantes del street res con patitas fritas y gaseosas cero. En los noticiosos del día diario, con sus coffee blood with yellow sugar y sus maniquíes de pechos anchos. En las muchedumbres hambrientas, que coleccionan los telefonitos radioactivos de las muchedumbres idiotizadas. En los monumentos stevejobseanos, en su prédica tecnológica y te planto dos arbolitos cada diez orientales. En el me gusta me gusta me gusta, te cambio un gatito bola de pelo por cualquier donación de órganos o cuerpo desnutrido. En las manos imprudentes del qué grandepequeña la tengo. En los dueños rapaces de la metalurgia. En las fábricas permanentes de novedades. Hay cadáveres.
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Sobre los ayudantes Agamben anota que su función tiene algo que ver con el recuerdo. Hay ayudantes mestizos y extraños, deformes, inconclusos en su permanencia siempre errante. También apunta este tal Giorgio que hay objetos que pueden bien cumplir la función de ayudantes y ser ayudantes del recuerdo: magdalenas rellenas del mejor dulce de los fetiches, corpiños olvidados en la cima de un sofá, moretones estampados en el cuello de víctimas circunstanciales. Estos objetosayudantes no tienen más opción que operar siempre en el terreno de la parodia. Nunca logran ser los originales, siempre parecieran mantener el lugar especular de la referencia. A pesar de todo, son los únicos preparados para zanjar, en un gesto mesiánico, el camino hacia el último de los reinos. Y es que la felicidad consiste, muchas veces, en encontrar esos ayudantes que puedan redimir, de una vez y para siempre, todas aquellas cosas que se han perdido y, sin embargo, no dejan de ser inolvidables.
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Vamos a matarnos, dale. Pero sólo un ratito. Sólo como un simulacro. Supongamos que te agarro esa orejita que te crece por detrás del pelo. Supongamos que te la muerdo, apenitas. El dolor es dulce. Casi que amistoso. ¿Qué te parece?
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Por más esfuerzos que hagamos, no hay una manera eficaz de retener el objeto del deseo. Atrapado entre los cinco dedos de la mano, se hace manera de agua. Arrebujado entre los cascabeles inquietos de la mirada, se hace especie de humo. Camus dice sobre Heathcliff que éste estaría dispuesto a asesinar al planeta entero para poseer a Cathy. Diferente es la estrategia que propone Bizet para con Carmen. El primero cree, inútilmente, que eliminando a todos los competidores de la arena del mercado es que podrá realmente conservarla. El segundo, en cambio, cree que es retirando el deseo, aquél cuerpo que lo encarna, de la circulación en la que siempre peligra, el modo más eficiente de maniatarlo. Uno y otro suponen el asesinato, la eliminación, que nunca es definitiva, como modelo sempiterno. Sin embargo, lo que ni Heathcliff ni Don José saben, o por nada en el mundo quisieran saber, es que Carmen o Cathy no son más que sus propios fantasmas. Y en este tipo de circunstancias, ya se sabe: un fantasma es imposible de eliminar más allá de todo intento para con el cuerpo que lo encarna. Con los fantasmas, con sus secuaces, no queda otra cosa más que la convivencia. Y cuanto más dulce y soportable la hagamos, mejor.
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