CONTRATAPA
› Por Ezequiel Vazquez Grosso
Si el conductor hubiese hecho alguna seña, aunque sea con la mano o las cejas, si esa mirada perdida en el baturrillo de los cuerpos hubiese reaccionado con la congratulación del parpadeo, al menos se establece la relación comunicativa básica. El índice en alto, rebotando de lado a lado con nerviosismo de flipper o precisión de pedicura; el mugido de una vaca; el retorcijón de un mosquito: cualquier gesto que simule la vida hubiese bastado. Sin embargo el ratón amarillo pasó a una velocidad inconmensurable, fijando su atención sólo en cosas visibles, es decir, y a esta hora del mediodía, en aquellas que marcan tarjeta y, en esa mecánica del brazo, efectúan el pago. Dentro del prostíbulo enorme citadino las miradas seleccionan, y como a cada cual su oficio, a cada cual, cómo no, su mirada.
--Y bueno. La gente está en cualquiera --dijo Monagarti al borde de la vereda, queriendo solidarizarse con su partenaire del momento.
--El odio. La gente cultiva el odio --dijo el otro, amarrado a su canasto, en una voz bajita, casi que espectral.
El colectivo se iba perdiendo por la avenida hasta no quedar otra cosa más que la cola de humo negro y aquellos dos cuerpos del azar. Monagarti miró la hora. Estaba atrasado. El otro se recostó contra un poste de luz y se puso a recontar la mercadería. Espero que éste no sea evangelista, pensó Monagarti, esos que se filtraron cuarenta lunas por el napio y después vienen con que Cristo les aplastó cualquier enturbiada y que con media docena de alfajorcitos de maicena salvamos a medio país de los efectos del tolueno.
--Qué al pedo, dios mío --siguió Monagarti, en una suerte de guiño--. Al tipo no le cuesta nada. Si total vos te subís y a las dos cuadras te bajás. Eso es tener ganar de hinchar los huevos. Que ganas de hinchar los huevos.
--El odio --repitió el otro--. La gente cultiva el odio --volvió a repetir, lacónico.
Ya está. Es evangelista, enfatizó Monagarti. Y si es evangelista tenemos que ir a lo concreto, al estricto recaudo de averiguaciones.
--El 144, ¿pasó? --consultó Monagarti, buscando una información clara y necesaria.
--Sí, hace un rato --respondió el otro.
--Qué cagada.
--¿El rojo? --preguntó el otro haciendo un gesto extraño con el dedo, como si los colores tuvieran una gestualidad propia y enigmática.
--Lo mismo da. Cualquiera.
Total estoy hasta las bolas, hubiese proseguido, pero siempre es mejor mantener las distancias, y más aun con desconocidos. Por la esquina pasaron dos o tres ratones amarillos más y Monagarti los miró como un gato hambriento a punto del colapso estomacal. Volvió a mirar la hora y en ese tornasol del gesto ya se imaginaba la reunión que se acercaba, el hijo de puta de Bustamante esperando a todo el equipo sentado arriba del escritorio, con las mangas de la camisa arremangadas, con esa impresión de empresario piola, empezando con alguna frase pelotuda de Séneca o Coelho y después largándose con lo que todos se esperaban, que los premios había que ajustarlos, a ver si empezábamos de una vez por todas a actuar como verdaderos hobbesianos en esta vida trémula y astuta.
--¿Macoña? --preguntó el otro señalando el hilo de humo.
--No. Pucho arma.
--Careta.
--Sí, un careta --corrigió Monagarti y vio cómo se le estaban manchando los dedos por ese desperdicio intestinal que largaba la oruga de papel.
--Están como veinte mangos los puchos --dijo el otro.
--Sí.
Monagarti miró el canasto. Estaba repleto de alfajorcitos, palmeritas, retazos de membrillo. Cualquier cosa antes que tener que comprar alguno de esos alfajorcitos amasados, pensó, cualquier cosa antes de y se acordó de una película de Almodóvar, en la que las monjas se pican heroína y revientan en locura.
--Y eso --siguió inquiriendo el otro.
--Sale veinticinco.
--Y...
--Y dura un poco más. Con que dure tres veces más basta --replicó Monagarti, el matemático.
--Vos sabés que allá en Coronda traían unos pedazos así --y el otro hizo un paralelepípedo en el aire, ajustando los contornos con las palmas bien abiertas--. Como un ladrillo de macoña.
Monagarti lo miró algo incrédulo. Siempre pasa lo mismo con estos tipos, pensó, te tiran la palabra Coronda a ver cómo reaccionás, a ver cuánta alma tumbera te sobrepasa los pantalones.
--Y sí --respondió Monagarti.
--Un pedazo así --enfatizó el otro, para que de esa caja invisible se saliera otro hilo más de conversación.
--Pero ese sí que no viene empaquetado, ¿no? --dijo Monagarti, casi que en una tautología.
--No --replicó el otro--. Como un ladrillo. De macoña.
Apenas quedó esa palabra acomodada en el ambiente, un colectivo empezó a avecinárseles. El otro volvió a atinar el brazo, que en vez de desenvolverse en el clásico gesto de azafata modesta lo hacía con la mano bien en alto, como quien advierte una catástrofe y si no está dispuesto a impedirla, al menos colapsa en el mensaje. Esta vez, el lechón amarillo paró. Y el otro no hizo más que levantar el puño, acentuando su victoria y, por qué no, la de todos los vendedores de palmeritas de la ciudad. Monagarti lo siguió con los ojos, pensando que quizás lo saludara, que así como él se había solidarizado con su derrota, también podía compartirse su triunfo. Pero el otro ya estaba saludando al colectivero con cierta efusión de quien se conoce, empotrado en su próximo papel, desarraigado ya de esa esquina, de esa espera anónima y obligada.
Entonces era otro colectivo que se iba y Monagarti siguiéndole el rastro con mirada recta, otra vez ese puntito enorme de regularidades, ese amarillo que empapaba la ciudad hasta perderse en ese gris y amontonado pavimento. Y fue en ese preciso momento, imaginando otras vidas, otras aventuras, quién sabe, que sin que se supiera de dónde le entraron unas ganas incontenibles de fumarse uno, le entraron unas incontenibles ganas de llegar al trabajo, agarrarlo a Bustamante de las solapas, y decirle, bien clarito: ¿sabés dónde podés meterte a Coelho?
Y ya no es necesario seguir. Pues con sólo levantar los ojos, el título, ya lo anunciaba.
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