CONTRATAPA
› Por Jorge Isaías
Estuvimos mucho tiempo entretenidos observando el alto vuelo de los tordos que hienden el aire con su brillo de carbón lustrado. Hoy nadie perdería el tiempo con esos entretenimiento de verdadero papamoscas,n diría mi abuelo que no tenía muchas pulgas, para no decir que no tenía ninguna.
De todos modos, hoy escribo lejos del teatro de los acontecimientos, como supo escribir Sarmiento, en esa máquina de furia y de mentira con la que inventó para siempre ese híbrido, el ensayo en estas tierras. Pero hizo algo más, escribió con la excitante respiración de su apasionado modo de convencer. Hizo más: nos construyó una lengua inimitable, pero tan necesaria que sin esa su pulsión incontenible de proponernos palabras para que se supiera que él nos iba a perseguir para siempre, con su entonación única, irrepetible y que hizo que fuera el Facundo y no el Martín Fierro, como dijo Borges, el que nos construyó como Nación. O en todo caso fueron los dos y fueron, como son los grandes textos fundacionales, obras de coyuntura. Es decir cuando las condiciones políticas y sociales que los provocaron no existen más, ese texto palpitante nos recuerda a cada momento que es un ser vivo.
Pero no era de estos textos que quería escribir aquí o a los cuales quería referirme. Se me fue la mano y, coincidente con esa frase de mi amigo Alfredo Veiravé, debo expresar que la literatura es una sucesión de relaciones interminables.
Venía a dejar sentado que aquel paisaje tan bucólico aletea desde el fondo de los años, inscripto en ese tiempo estático o en el ala de una mariposa que sucumbe al fluir del recuerdo, el que nos sumerge en las sensaciones que traen un perfume o el olor de las comidas que hacían mi madre, mis tías o mis abuelas. Es decir todas aquellas mujeres que nos dieron su incondicional amor aunque lo expresaron con palabras sino con esa forma silenciosa que usaban no sé si por su condición de inmigrantes o de mujeres o por las dos cosas a la vez. Todas ellas, sí lo expresaban en la meticulosa pasión que ponían en cocinar, en estar muy atentas a aquel manjar que era nuestra debilidad o nuestra preferencia. En mi casa, lo referí varias veces, era exclusiva y excluyente la cocina italiana, y allí surgía la herencia de mis dos abuelas (abruzzesa una y marchegiana la otra). Abruzzeza también era mi madre, ya que la habían traído de muy pequeña y es obvio entonces que en la mesa de mi casa pesara ese gusto sobre otros.
A mi madre, por tradición, no le interesaba la comida criolla y no creo haber comido un locro o una mazamorra salidos de sus manos.
Y recordando los olores característicos de la infancia y de ese tiempo, estaban los que producían las tareas rurales. El olor que guardaba el galpón que hacía de garage en la chacra de tío Domingo, con su fuerte olor a cemento, a aceite, a nafta, a gasoil, a semilla que se guardaba en bolsas, elegidas para la siembra.
Y dentro de la casa un olor fuerte a vainilla que tía María usaba para sus tortas y sus pasteles y ese otro, penetrante a frituras, prueba de las destrezas heredadas o el arte
Y adquirida de mi abuela, que ella usaba como una cosa natural, sin ningún alarde, porque era su lugar en el mundo, como lo comprendía también mi madre. Por eso, cuando un plato se les festejaba mucho no lo consentían pero se sentían halagadas. Era la forma de mostrarnos su amor.
Y si yo cierro un instante los ojos, veo como si pudiera tocarlo, ese cielo tan celeste que semeja un lienzo, "un cielo de lino dado vuelta", podrían decir Manauta o Pedroni, o algunos de aquellos padres de nuestros paisaje que lo vieron antes que nosotros y si digo que al entrecerrar no dejan de pasar esas bandadas altas como un puñado brillante, negro como granos que de tan negro se azulan dejándonos esa sensación oscura de horizonte que se va ensanchando y va a la búsqueda de nuestro sueño más lejano, el que acunamos tal vez mientras nos llegaban de la cocina las voces y el olor de esas delicias de las mujeres que nos amaron tanto y que producían en nosotros tanta felicidad que luego nunca más fue recuperada en el fragor de la miseria de todos los tiempos.
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