Jueves, 17 de septiembre de 2015 | Hoy
Por Luisina Bourband
La veo irse por el pasillo con una nostalgia ancestral. Su figura me da la espalda. Con la mirada perdida busco en las humedades del ladrillo leer algún futuro. Sí, la niñera renunció. Ayer, y se fue hoy.
La idea de reencontrarme con mis hijos cara a cara todas las tardes es un alivio. Ya no necesitaremos mediación. Podremos jugar, retozar, reír. Los voy a bañar, dormir, alimentar, leer cuentos, cantar. Eso que siempre me parece que tengo que estar haciendo en lugar de todo lo demás que hago, como leer, responder correos, escribir proyectos, reuniones sobre proyectos, reuniones de cátedra, reuniones, las compras, y otros trabajos varios. Me repiquetea todavía cómo me desarmó la pregunta de la psicopedagoga a la que llevé a Benjamín: "¿a qué jugás con tu hijo?"... "¿a qué juego... yo?... no, no juego, él juega". Fin de la conversación, porque desde ahí sólo dije frases inconexas. Fuera de juego por la culpa de lo que no hago.
En una de esas reuniones a las que asisto (u organizo), comenté a mis colegas sobre el asunto de jugar con los hijos, y mi situación de falta al respecto. La psicopedagoga presente dijo: "seguro que jugás y no te das cuenta". El psicoanalista presente dijo: "lo importante es que vos hacés algo para posibilitar que ellos jueguen". Listo. Gracias. Menos mal que existen esas reuniones.
Las certezas no abundan en mi existencia, pero algo puedo afirmar después de tener mellizos (más un hermanito): se necesita mucha gente para criar un niño, una estampida de gente para criar dos, un estadio para criar tres. Y el cuidado es cada vez menos un don y más una mercancía.
Segunda visita. Sentada en el pasillo angosto de la psicopedagoga. Cada vez que pasan a abrir la puerta tengo que correr mis piernas. Una sutileza, este lugar no es para mí. Tocan el timbre con fuerza, mientras escucho cómo se ríe Benjamin a carcajadas porque le está ganando al juego de los monos. Dos siluetas. Una más alta que la otra. La puerta traslúcida y la no responsabilidad de abrirles me permite ser flâneur. "Dale, decime quién te pegó en la escuela."... La silueta más baja se acerca y se aleja de la más alta como un chicle. "No sé...". De la silueta alta sale una sombra que despega el chicle. "Dale, quédate quieto y contestá, no seas pelotudo. Sos un pelotudo. Sos igual que tus hermanos." La silueta pequeña se mueve como un resorte electrizado. Balbucea algo. Habla más bajo. "¡Salí! ¡No me toqués la teta, pelotudo! ¡Ya te dije!". Timbre por segunda vez. Es estridente, pero parece que están acostumbrados. Ruego que abran la puerta y termine el martirio. Quiero cotejar los seres reales con la imagen que me inventé para darle cuerpo a los insultos. Viene con la llave una mujer con rulos de gel y sonrisa acostumbrada. Las siluetas se vuelven cuerpos. No tienen nada especial, salvo el rostro del nene. A su corta edad, ya no cree en los Reyes. El mundo es áspero. Su madre se lo hizo saber. "Ahora dice que no quiere ir a la escuela. Te lo dejo", dice, mientras hace un gesto con los brazos de enérgica cesión, y se aleja marcha atrás.
Quedo exhausta de la escena, y trato de ubicar cuándo fue que la "red de contención" pasó de ser la comunidad más inmediata, para ser ese tejido que le ponés al balcón para que tu hijo no se tire. O para no tirarlo.
Paso la semana pensando que hago bien las cosas. Por momentos disfruto con ellos. Me siento una mamá buena, alojadora, y sobre todo lúdica. Mojan el baño y no me enojo. Cantamos las canciones de Canticuénticos y de Cantacuentos hasta que las aprenden. Muero de amor cuando lo veo bailar a Gordo Bomba y gesticular a Flaca Escopeta. Benjamín me pide torta casera y se la hago. La comen muy contentos dejando miguitas por todos lados, y paso la escoba. Paso la escoba todo el tiempo. Con lo difícil que es barrer en pantuflas. Hasta estoy menos cansada a la noche. El peso de lo infantil es más liviano que el de los "papers". Pero cuando cuidás niños mucho tiempo, rozás lo más bajo de la condición humana. Gritás más que cuando hacías pogo y te comés los cereales del piso, cuando antes les decías cerdo a tus amigos por lo mismo. La gloria y el barro.
Con el paso de los días, en la alucinación onírica que es quedar ordenada por el tiempo infantil, empiezo a sentir esta otra presencia que me susurra. La vida de los otros sigue. Ellos mandan e-mails, invitaciones, pedidos: para ellos hay que escribir, cumplir compromisos, contestar. Poco a poco las banderas de las "tardes sin-niñera" se empiezan a enredar, mi trabajo a acumular, y la idea me parece un encierro de clausura. Desespero a la gente en Whatsapp, email y Facebook pidiéndoles algún dato que me saque del pozo.
Como aislados salvavidas que aún no se habían reportado, surgen ideas, ayudas, números telefónicos, me compadecen, me comprenden. Me sacan de mi isla.
Maldición, ese día veo por la ventana que también va a ser un día hermoso. Los mellis con fiebre. Los tengo lustrosos para cuando viene la posible niñera. Son huérfanos a la deriva. Les tenemos que gustar como si fuesen a adoptarnos. La primera dice que sí, y después que no, por el tiempo (vía whatsapp). La segunda dice que sí a todo, y después que no al dinero (por mensaje). La tercera se está yendo a su pueblo pero ya va a volver. Sin embargo, del zarandeo entre el tiempo, el dinero y la distancia, una cae. Nos gustamos mutuamente, acordamos, nos hacemos promesas. Yo sigo dudando, si estábamos tan bien... El padre de las criaturas me pide disponibilidad. Lo recuerdo. Estaba allí.
Esa tarde tomamos mate, solos, en la cama, nos sentimos en Venecia, en Barrio Gótico, recordamos qué éramos antes de los hijos, y a qué juegan los adultos para luego poder jugar con los niños.
Y sí, ella llegó. Su rostro por el pasillo brillaba. Su cabellera flotaba. Gordo Bomba, al verla, se sacó el chupete. Flaca Escopeta hizo girar su torso de un lado a otro. Benjamín conversó. Una luz en la oscuridad. Les hizo tutu, dada, y su sonrisa nos tranquilizó. Más linda que la juventud, más dispuesta que una flor, más blanda que el agua... que el agua blanda.
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