Lunes, 7 de diciembre de 2015 | Hoy
Por María Laura Sabatier
Ayer me levanté un poco tarde (digamos que como de costumbre). En realidad, me había despertado cerca de las nueve, pero me quedé haciendo fiaca en la cama, que es el deporte que más me gusta. Cuando logré ponerme en pie, bañarme, vestirme y acicalarme un poco, advertí que no tenía nada para desayunar. Ni yerba de ayer secándose al sol, mi querido Enrique Santos.
No me quedó más remedio que ir a uno de mis bares preferidos, el de la esquina de Moreno y Brown. Pedí lo de siempre: un cortado doble con dos medialunas dulces. Pero la moza -una pibita simpatiquísima de esas que con una sonrisa te sacan la mufa matinal- me dijo: "Lo lamento, a esta hora sólo me queda un bizcocho". Le respondí: "Algo es algo, dijo el diablo y se llevó un cura al hombro; dame el bizcocho nomás, si es posible, con manteca y dulce".
Me disponía a zambullirme en el placer de mi desayuno y el diario, cuando me distrajo una conversación que provenía de la mesa ubicada a mis espaldas. Dos fulanos, aparentemente ejecutivos importantes -a juzgar por los trajes relucientes que vestían y el olor a perfume caro que los rodeaba como un aura- departían respecto de los aspirantes que debían entrevistar el día siguiente. Me llamó particularmente la atención cuando acordaron que un requisito ineludible a la hora de seleccionar el personal a contratar, sería que "fuera evidente su capacidad de ponerse la camiseta de la empresa".
Esta expresión tuvo su origen en el deporte, más precisamente en el fútbol. Es que -según suele decirse- en la contienda deportiva resulta imprescindible que cada jugador, además de usar la camiseta que identifica a su equipo, defienda esos colores con todos los recursos posibles. Con uñas y dientes; con el alma.
Aunque este concepto es bastante relativo, ya que, visto de otro modo, un equipo no es más que un grupo de personas que juegan juntos y son perfectamente capaces de cambiar de camiseta por un poco más de dinero. Pero eso es harina de otro costal.
Luego, la expresión se trasladó a otros ámbitos, utilizándosela para expresar que los trabajadores deben dar lo mejor de sí para defender los intereses de la empresa o institución a la que pertenecen. Se dice que quien tiene un alto compromiso afectivo con la organización que integra, se pone la camiseta.
En realidad, esta idea pretende convencer a los trabajadores de tomar su labor como si el negocio fuese suyo. Es casi obvio que, si yo tengo mi propio negocio, haré todo lo posible para progresar. Para ello no me importará trabajar más horas que las normales, dejar de lado mi familia e incluso poner en riesgo mi salud. Todo con tal de obtener los mayores beneficios.
Pero... ¿Qué pasa con los beneficios de las empresas de bienes o servicios? ¿Quién se los queda? ¿Todos los que se esfuerzan? ¿O sólo los dueños?
Evidentemente, la participación en las ganancias de las empresas que postula nuestra Constitución Nacional en el Artículo 14 bis, ha quedado como una muestra de buenas intenciones de los constituyentes del '57, ya que del dicho al hecho... nunca se recorrió el trecho.
Por lo poco que sé, los empresarios suelen acordarse de los dependientes a la hora de suspenderlos cuando descienden sus ventas. Pero ¿alguna vez reparten sus ganancias? Y estoy hablando de repartir las ganancias, no de darles algún regalito a fin de año, o de invitarlos a una fiesta para celebrar todos juntos, como una gran familia. Dejémonos de embromar.
Además, ¿se le puede pedir a la encargada de limpieza de los baños que se ponga la camiseta y friegue los inodoros entre vahos de lavandina sintiendo un compromiso afectivo con el shopping?
¿Y los bolitas (dicho con todo respeto) que pasan dieciséis horas doblegados frente a una máquina remalladora de la que salen cientos de pantaloncitos con marcas de moda, por los que cobran centavos?¿qué camiseta se ponen?¿una de las que ellos mismos cosen y jamás podrían comprar?
A modo de ejemplo nomás, puedo citar el caso de la multinacional americana Firestone, que durante más de ochenta años ha dirigido la mayor explotación de caucho en el mundo, y se aprovecha del trabajo infantil para extraer caucho de Liberia, eludiendo impuestos. Esos pibes ¿se ponen una camiseta que les llega hasta las rodillas?
En realidad, esta consigna no es más que otro modo de manipulación, ideado y sostenido por todos estos sabihondos egresados de las carreras de "marketing" y "administración de empresas".
No digo que no haya que ser responsable cada uno en su tarea, claro que sí. Aunque la respeto, no apoyo la filosofía del Squenun -ese fenómeno del cansancio social sobre el que siempre me gusta reflexionar-. Pero un trabajo es un trabajo. Si me pagan poco, o menos de lo que merezco, me busco otro. Y si no puedo conseguirlo, hago lo que me corresponde y punto.
Siendo absolutamente sinceros, sabemos que no es posible ponerse la camiseta, simplemente porque la empresa no es nuestra ni nunca lo será. También sabemos que nuestro trabajo sirve para enriquecer a los dueños. A nosotros nos pagan por nuestro trabajo, ni más ni menos.
Por eso, señores, la única camiseta que yo uso, es la mía.
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