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Domingo, 3 de enero de 2016

CONTRATAPA › FOTOGRAFIANDO LA ZONA.

Caídos del mapa

 Por Adrián Abonizio

  • Cuando el fotógrafo apretó el botón para retratar al combatiente joven, de origen africano, con sus cananas y su metralleta pensó que el pibe, desterrado de toda normalidad civilizada se encontraba perdido. Lo que ignoraba era que el implume guerrero sabía porque estaba luchando y él, era tan solo un cuervo que habría de vender las imágenes de una guerra que nunca entendería. El blanco occidental, europeo y a salvo resultaba ser el caído en este asunto de la gloria, las balas y las ideas publicitarias.
  • A los caídos se los encuentra siempre de algún modo. Puede ser en la espera de un semáforo o en un bar top: Los caídos son almas errantes en cuerpos que se resisten a morir. Los caídos pueden ser pobres o ricos. Se distingue a un caído por lo que había bajo las cejas: La mirada que ya no está, el ojo que ya no vigila, la pupila que no parece estar viva. Mirarlos fijo da frío en la espalda pero uno debe acostumbrarse a los caídos, porque se sabe, todos tenemos un espejo.
  • En un relato de Hemingway uno de los personajes sostiene una charla con un compañero de ruta acerca de otro, al que sospechan no está atravesando buenas mareas en su cabeza. Uno le interroga al otro porque piensa que el fulano anda mal. "Por como mira muy fijo las cosas. En el mar no se hace eso, uno se pone melancólico si no está en movimiento la vista". Algo así repite el tipo, suficiente para dar a entender que la mirada lo es todo ya sea en tierra, en los océanos o en la cama.
  • Cuando aún tenía sensibilidad pensó en matarse por amor. Arrojarse desde un piso octavo. Hoy, luego de treinta años en que su epidermis se fortaleció, que claudicó en las artes y se dedica al función pública donde percibe sueldos, comida y casa propia siente que no ha caído. Sin embargo, hubiese sido mejor aquella caída romántica que esta, más letal, progresiva y penosa que conlleva y no se da cuenta, ocupado en sonreir, viajar y enriquecerse a costa de su invisible desventura.
  • Tenía nombre de árbol de vara enhiesta pero se estaba descascarando. Cometía pequeños hurtos en su empresa y con lo obtenido mantenía un kiosco en su casa con la rapiña. Pero empezó a ponerse paranoico. Lo espiaban, le echaban agua por debajo y era sometido a brujerias y daños. Todos lo veían enloquecer pero nadie hacía nada. Y cuando se suicidó, aquello quedó como una muerte anunciada, como un chiste negro de oficina, tan previsible como anónimo.
  • Cuando la visitó aquel domingo y tocó el timbre en esa casita de las afueras, con el ligustrín tristón, la verja que en un tiempo fuera verde, se le estrujó el corazón: Allí vivía la melancolía. Dentro los muebles estaban tapados con plástico para que no se ensucien. Ella cebaba mates y estaba melancólica, pero lo que lo destruyó fue observar aquellos bultos envueltos en papel strasa en cada punta del guardamuebles, del hueco que ella tenía sobre su dormitorio. Cuando le preguntó el origen ella respondió mientras se desnudaba maquinalmente, "son las cosas que compré para las dos bodas que no fueron".
  • Le decían El Marinero porque había estado embarcado y había acuñado una renta. Jugaba en el club al casín y era nuestra maldición; nos retaba, chuzeaba y a veces en una fingida pelea cuerpo a cuerpo que entablaba, nos pegaba mal y duro. Era su forma encubierta de hacer daño. Lo odiábamos. Por eso, cuando cayó y su fortuna módica se fue a pique del brazo de una esposa que lo había engañado con otro, lo festejamos en silencio. Nos enteramos de su suicidio en el campito, un domingo antes de jugar. Escupimos en la tierra luego de pronunciar su nombre y luego le rezamos tres Padrenuestros por las dudas.
  • Tobas, matacos, querandíes, qom no compran objetos de moda, no usan auto, no regalan su alma ni explotan a nadie. Pero son caídos, y el tipo que está en su living vista al río, encendiendo su tabaco acaba en la mañana de apropiarse de terrenos interminables allá por el norte que les pertenecían, donde sus dueños no saben sus límites. Lo ha hecho con solo un papel rubricado que guarda su asesor en la caja de seguridad. Por eso fuma mirando el río. Se cuida de las barandas y los bordes. El infarto lo habrá de sorprender en un rato nomás, cuando contemple a la menor que ha hecho traer hasta su casa, desnudita y triste en su habitación. Entonces no habrá mapa que lo sostenga y el universo negro se lo habrá de tragar y será por vez primera un auténtico caído olvidable y repugnante en su ataúd de cedro con manijas de bronce que sus socios le adquirirán. Madera del desmonte y el obraje.
  • Mandadero, repartido de almacén, tapicero, guardiacárcel -ahí fue donde enloqueció al ver tanto maltrato- el pibe cobró el dinero de su despido y dejándolo bajo el plato de la cena, se despidió de sus hijas y se fue para siempre. Nadie supo qué le había pasado, pero yo que lo conocía lo advertí: Era el cansancio de tanta mugre, tanta fe disuelta, tanta extrañeza de dolor ante tanta incomprensión entre la gente, tanto fastidio en no ser feliz. Volvió a lo años, con unas camisas de seda, voz áspera de locutor, anillo de sello y apostura de gánster. En el fondo era el mismo niño al que habíanle roto el corazón y que ahora regresaba hecho hombre. Un caído del mapa querido de vuelta al barrio, que nada preguntó pero que tanto supuso.
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