Martes, 26 de enero de 2016 | Hoy
Por Gabriela Gervasoni
El micro apenas estaba saliendo de la terminal y yo ya estaba arrepentida de no haber tomado un avión. Lo que no se va en lágrimas se va en suspiros, decía mi abuela. Eramos demasiados en ese lugar tan incómodo. Por suerte saqué ventanilla y, a pesar de las palabras sueltas que llegaban como zumbidos, al menos podía esquivar las conversaciones con desconocidos.
Adelante de mi butaca pero en la fila contraria viajaba la pasajera más molesta de todos. Su cuerpo redondeado apenas cabía en el asiento, así que una de sus piernas y la canasta con el equipo de mate quedaban en el pasillo. Permiso, permiso, se escuchaba a cada rato. Confirmé que su tonada era correntina pero no cuántas horas hacía que viajaba en ese asiento de cuerina.
Me hubiera gustado tomar algo para dormir todo el viaje. No podía leer, la película era aburridísima y si seguía imaginando todas las posibles reacciones de Ernesto al verme en Puerto Madryn iba a explotar. Seguro le encantaría mi idea de irme a vivir con él y terminar con esa historia de los 1400 kilómetros que nos separaban. Buscaba la frase indicada para decírselo, que no sonara a imposición pero que no pareciera un ruego ni denotara desesperación. Me vengo, mi amor. ¿Me vengo?, mi amor. ¡Me vengo, mi amor!
Apenas pasamos Peyrano la pasajera de adelante, la correntina, sacó el mate y empezó a cebar para ella y el hombre que la acompañaba, su marido. El parecía un poco menos exaltado, casi no hablaba y miraba mucho por la ventanilla. ¿Qué mirará con tanto interés?, pensaba yo. Afuera sólo había hectáreas y hectáreas de soja verde y pareja. Todo igual, todo verde, todo liso. Si hay algo que detesto de Rosario es esa monotonía del paisaje, esa chatura de la pampa santafesina. Y que no tengamos mar, eso es algo que no soporto. A veces uno necesita tenerlo cerca. Eso del mar era uno de los motivos que tenía que comentarle a Ernesto.
"¿Dónde andamos, chofer?", preguntaba cada tanto la correntina. El colectivero estaba en el piso de abajo, en su cabina, era imposible que escuchara pero alguna voz respondía: Pergamino, Rojas, Junín. En Los Toldos se persignó, por Evita. De pie en el pasillo, casi sin equilibrio, se lamentó: "tan jovencita que se la llevó, la edad de Cristo tenía, pobrecita; qué picardía" Pidió que Dios la tuviera en su gloria y volvió a sentarse con los ojos cerrados, como rezando.
Yo quería concentrarme en Ernesto. Tomar decisiones con amor pero con la cabeza fría, no como hice con los otros. No soporto esta distancia pensaba decirle. Ni que nuestras charlas sean por chat. Quiero ir con vos al cine, al súper, a tomar un helado. No aguanto más no poder comprarte una remera porque no sé cuándo vas a volver y si te queda mal ya no la puedo cambiar. Quiero una relación real, Ernesto pensaba decirle. Real, de verdad, de tocarnos, de vernos, de acompañarnos. Por eso quiero venirme. Bah, por eso me vine pensaba decirle.
En vez de colaborar con un poco de silencio, la correntina ataba una palabra a la otra como si fueran eslabones. Hablaba rápido, alto y todos la escuchaban. El marido sólo le respondía y en voz muy baja. A la chica que estaba a mi altura, se le ocurrió preguntarle no sé qué pavada de Evita, así que empezaron a conversar y tomar mate. ¡Por favor, cuánta soledad tiene la gente, qué necesidad de hablar!, pensé. Me hice la dormida, aterrada de caer en esa charla que a nadie interesaba pero llenaba todo el micro. Cada tanto yo abría los ojos y miraba la ruta. Anochecía y los pueblos pasaban por debajo de las ruedas velozmente pero nosotros nunca llegábamos.
La mujer contó que eran de Esquina, Corrientes, que viajaban a Puerto Madryn y que su marido acababa de cumplir 80 años. "Este era mi hijo", murmuró. No vi qué mostró y tampoco pude comprender por qué dijo "era", si el muchacho había muerto o el verbo en pasado sólo refería a que la foto era antigua. Volví a pensar en lo importante que era, siempre, hablar con las palabras justas, las exactas. Ernesto es lineal, textual, así que con él no puedo usar metáforas ni frases elípticas. Pensé que algunas palabras podrían asustarlo, qué se yo: convivencia, pareja, familia. Tenía que encontrar sinónimos más suaves. Mis vecinas de viaje hablando de bueyes perdidos y yo sin poder ordenar una sola idea.
A las once de la noche una especie de azafata repartió sándwiches de miga y gaseosas. No pude ni siquiera probarlos. Venían en unos paquetitos que parecían comida para perros. El resto del pasaje, incluyendo a la correntina y su marido, comieron todo como si estuvieran volando en primera clase. Ella habló con la boca llena, con una alegría tan infantil, tan cargosa, que mi fastidio siguió en aumento. No me alcanzarían las horas de viaje para arrepentirme por no haber ido en avión. Ella se reía por todo y su marido la acompañaba silencioso pero entusiasta. Esperé con ansiedad a que terminara la película de tiros que habían puesto y por fin se durmiera. Los demás pasajeros no me molestaban, sin la correntina yo podría haber acomodado mejor mis ideas y leer algo del libro que había llevado. Siempre me distraigo con facilidad y con lo de Ernesto, más todavía. ¿Mal de amor, tal vez?
Aproveché la tres o cuatro horas de sueño de la correntina para escuchar música en mi MP3 y relajarme un poco. Mi amor, me vine de sorpresa pensaba decirle. O mejor: vine de sorpresa para quedarme Ernesto, ¿qué te parece? ¿Y si dice que no, que no quiere?, ¿qué hago? Pensé en llamarlo unos kilómetros antes de llegar, pero era más romántico tocarle timbre. Esa imagen de una puerta, él y yo con mi valija era absolutamente cinematográfica, hermosa. Así tenía que empezar nuestra historia en Madryn.
Con el sol entrando por las ventanas volvió la charla continua y pegajosa de la correntina. De nuevo las risas infundadas, los "¿dónde andamos, chofer?". Y el marido ahí, atento, silencioso; condescendiente. El viaje parecía eterno para mí y ella lo disfrutaba en vez de padecerlo ¿De dónde sacaba la energía esa mujer que podría haber sido mi abuela? Les convidó chipá a la vecina de atrás y a la azafata. De nuevo me hice la dormida para no darle charla. Ay, Ernesto, pensaba yo, todo lo que estoy haciendo por vos, mi amor, ojalá esta vez me salga bien.
En algún momento me dormí de verdad. Soñé algo lindo, no me acuerdo qué. Pero era de esos sueños en colores suaves, tranquilos, que hacen que me despierte muy relajada. Bastó abrir los ojos, recordar que estaba ahí, en ese micro diminuto con la correntina cargosa, para volver a sentirme fastidiada. De nuevo las dudas, las posibles reacciones de Ernesto. ¿Señora, no puede hacer un poquito de silencio? pensaba preguntarle. ¿No se da cuenta de que estoy en un momento trascendental, a punto de irme a vivir con mi novio al sur? ¿No ve que estoy por dejar todo por él? ¿No entiende que no todos somos así, como usted, tan de risita fácil, tan jocosos? ¿De qué se ríe tanto, qué es lo que le da tanta felicidad, se puede saber? Me moría de ganas de pararme enfrente de ella, ponerle la canasta en la falda y bajarle un poco esa excitación infantil que tenía. Seguí imaginando preguntas para ella mientras llegábamos a Puerto Madryn y mientras tocaba timbre en la dirección que me había dado Ernesto sin que él apareciese. Seguí preguntando a las tres de la mañana, cuando seguía sin poder comunicarme con él ni ubicar su casa. ¿De qué se ríe, señora?, ¿a esta altura de la vida y todavía no se dio cuenta de que todo es una mierda?
Recién en el viaje de vuelta, cuando despegó el avión y vi alejarse el mar azul y los dos muelles, paré con las preguntas. Me dormí recordando la puerta del colectivo, la correntina dándole la mano a su marido para bajar y ese beso torpe en el que chocaron los labios. Bajito y arrastrando las palabras le escuché decir a él: "parece que hoy, por fin, vamos a conocer el mar".
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