CONTRATAPA
› Por Bea Suárez
"He aquí un esqueleto que a la mitad del baile/ Salta en el cielo rojo con un loco resuelto,/ Llevado del impulso, brinca como un caballo/
Y sin freno, la cuerda todavía en el cuello" Arthur Rimbaud. El baile de los ahorcados.
Hice lo que no debe hacerse: espiar el resultado con el sobre entreabierto.
El monstruo estaba allí, como un comensal que hubiese tenido a mi cuerpo sobre la mesa (babero se le vio) y a punto de manducárselo cual bife de enemigo.
El médico habló de muchas variables, palabras látigo que azotaron mi resistencia de entrada nomás. Usó una muy graciosa: Centinela.
Había que sacar al centinela, a ese que, de no haber hecho bien sus tareas de guardia, podía (para entonces) haber dejado pasar furia celular y con ello que el perro formara jauría.
Dijo que con, sus manos, la química, los reactores nucleares, más muchísimo olor a Espadol iba a curarme seguro. Que estuviera contenta, que para eso estaba (¡atenti la frase!) "la detección temprana". Que esto era así, no eran lesiones "pre" y (para el caso) lo bueno venía en envase chico digamos.
"Si esto lo tomamos el año que viene la situación es otra". Insistió: ponete contenta. Ponete feliz. Tenés que estar contenta.
¡Ay! Qué feliz debía ponerme luego que me anunciaran la posibilidad de morirme en unos años, con la salvedad (por suerte) de durar lo que hubiera durado un sano, por haber detectado a tiempo esta tiniebla que diferencia tu sangre de la mía, lector.
Ese fue el comienzo de un relato diferente para mí. Circulaban palabras como gatos aullando inexplicablemente, ganglio, linfa, sangre, anestesia, dimensiones, mamotome, microcalcificación, grado uno, milímetros, centímetros, marcaciones, heridas, curaciones, bata, ayuno, arponaje, biopsia, ductal, in situ.
Una enorme parte del idioma castellano me techó. Sacó un pliego y hablé de otra manera a partir de entonces.
La gente opina de uno cuando le toca a uno, y opina de la prima de la cuñada de la abuela del hijo: "que le pasó lo mismo". Qué manera de escuchar "casos como el mío" en el amado territorio de las charlas.
El sanatorio es un sitio muy especial, tal vez el lugar que nuestra cultura designa para que las enfermedades aterricen y píen como pollos adentro de un galpón, yo sentí que llegué a parir, a tener una idea que creía no nacida.
Un día pasaron las nubes y el cielo, las cándidas personas que salen a correr por todas partes, transcurrió el tiempo inoportuno y yo ahí, permanenciéndole al gigante sin poder chistar ni huir, recordando en grande a la majestuosa vida y con la congoja de haber dejado el río por un tiempo.
¿Qué otra cosa podía?. Un sanatorio podría ser una laguna donde hacer flotar la muerte o también el velamen de un navío en demasiada calma. A su vez la gente corre mucho y los de la cama ven ese remolino constante en la esperanza de encontrarse con algo que pudiese dar alivio.
Un sanatorio me sirvió para, naturalmente, darme cuenta del valor de un encierro y del cajón de hortensias que logra dar un alta. Allí pasas de pájaro a murciélago, la noche se vive, los bordes de los lechos se comprenden y un compañero de pieza puede ser la felicidad.
La vida sigue y sigue el tratamiento de sus armados verbales.
Encontré el norte, un animal llamado Tamoxifeno. Que palabra más fea, una equis, un enigma. Calzada de malevo y adoquín se presenta la caja celeste y blanca, como bandera a respetar.
El mundo (a esa altura) se divide entre: "los que no necesitan quimio y los que sí" (caí en el primer grupo, "ponete contenta").
Pero sobreviene la "terapia radiante". Análisis previos para saber si uno es apto (a ver si todavía los rayos son más audaces que la absurda tarea de existir).
"Desvistase y vamos hacia las marcas".
Uno ahí es un peceto sobre el mostrador de la carnicería. Te toca un pibe residente, una técnica radióloga, una empleada con tinta china pinta mi piel.
La zona.
El mapa de uno mismo, mis fronteras rojas.
Temblando rezo, un padrenuestro, un ave, imagino una de la isla en ese lugar helado como una Malvina.
Pienso en gladiolos, en mi barrio Moreno, mis abuelos, en que el aparato disparará sobre mí, pero que yo también dispararé sobre él, le voy a tirar con mi juego de la botellita, el bosque de la China, Miliki, y todas las clavelinas robadas en jardines prohibidos.
Se acerca un hombre, me toca, toca mi organismo pero no mi osadía, toca un objeto, un durazno.
Planeamos fechas, horarios, me llevo la bata.
Febrero será todos los días y pueden bajar glóbulos blancos, energía y paz. Pueden bajar los números en una lotería estrafalaria.
En la sala de espera soy la 113512, aparece en pantalla y entro como al salón de la audacia, si algo le faltaba al preso era el número. Por un ratito le echan a mi cuerpo el mar de espumas tristes que, multiplicadas, dan lo que me pasa.
Todo para postergar lo inevitable.
Lo impostergable.
Tenés que estar contenta.
Encuentro a una conocida que está entre curarse y no, la recuerdo comiendo una hamburguesa y chupando una Quilmes a orillas del Paraná. Qué sé yo. Tenía hábitos de pipona.
Me inquietan las palabras, el rumor, el aleteo de algunas frases, cómo queda perplejo el entorno cuando cuento.
Siento que me ha ocurrido algo profundamente femenino y una larga fila de incertidumbres espera. Inmóvil como una escultura quedo a veces, diagnóstico y pronóstico no son lo más lindo de la creación.
Ayer en la primera sesión de rayos llevé el acordeón, iba a tocar, no me animé, entró despacio un hombre enflaquecido con bigotera y mochila. Me prohibí pensar.
Me sentí una gacela, dije: Ponete contenta.
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