Lunes, 15 de febrero de 2016 | Hoy
Por Víctor Maini
Carmiña tuvo más muñecas que amigas en su infancia sesentista. Incansable juego, dóciles juguetes, versátiles roles. Alguna vez le contaron que cuando los vecinos usaban el viejo patio colmado de plantas como improvisado cine, su padre repetía siempre la misma frase: "Mi hija vino con un televisor bajo el brazo". "¡Que linda que está la piba don García, parece una muñequita...", era el piropo que esperaba escuchar con ansiedad en cada paseo, no sólo le agradaba, también lo sentía como una justa sentencia para la cual se esmeraba, siempre vestida para la ocasión, callada, sumisa, casi un adorno. El tiempo quiso que su cuadrado hermano mellizo, portador de lámparas y botones se adueñara de la cabecera de la mesa, manejara la palabra, fabricara subjetividades, modificara hábitos. Dejaron de asistir a la iglesia los domingos, parecían vivir en un estado de misa constante entre noticieros matutinos y vespertinos. La visión del mundo exterior era simple, tajante y en dos colores. En el blanco los ricos, buenos y lindos, el negro habitado por pobres, feos y malos. El puente entre su vestido de quince y el de novia duró sólo tres años. Uruguayana fue el destino de su viaje de bodas; su regalo, un Hitachi 20 pulgadas con plaquetas PAL N y pantalla en colores. La historia volvió a repetirse. Nuevas vecinas del flamante barrio llenaban todas las tardes, emocionadas con Rosa de lejos, su coqueto living adornado con diversos tapices de su autoría, todos con el mismo motivo, naturaleza muerta. Poco a poco los televisores superaron en número a los habitantes de la casa, y los plasmas a las ventanas. Carmen dice practicar catarsis mensualmente en la misma peluquería a la que acude desde mediados de los noventa, oportunidad en la que decidió teñirse del mismo tono de rubio que el que luce la diva de los teléfonos. Cosmopolita y liberal, comenzó a deliberar de política a medida en que las discusiones propias del Congreso se mudaron a los sets televisivos. Aunque nació en la maternidad Martin, la vacunaron en el Vilela, le salvaron la vida en el Eva Perón, cursó estudios primarios y secundarios en escuelas fiscales, odia visceralmente a los empleados públicos, verdadera grasa de un Estado asfixiante. Se mueve en barrios, instituciones, rodados y clubes privados con un sólo objetivo, escalar socialmente. Sus telecomunicadores nunca le informaron que su resentimiento hacia los negros de mierda es el mismo que las clases altas sienten por ella. De no ser por una arritmia que la sigue como su propia sombra desde hace un tiempo, cualquiera podría envidiar la vida que lleva. Su gran corazón se desvive por la vida de sus hijos, la de su madre enferma y la de su silencioso compañero, viviendo sus vidas más que la propia, tal vez adaptando el juego primero. En la semana que duró su internación debida a un síncope asintomático, su médico de cabecera trató de ser claro con ella: "Tenés que decidir a quién enterramos primero, si a vos o a tu mamá, llegó el momento de que te escuches, te contestes, te encuentres...". Mientras consume en un shopping con el fin de desangustiarse, todavía maldice la medicina nativa, los fármacos genéricos y a todas las obras sociales existentes a la vez que no deja de soñar con un viaje a Miami y la colocación de un chip que le arranque para siempre la puta arritmia.
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