Miércoles, 17 de febrero de 2016 | Hoy
Por Gualberto García
a Luis De Vera
Diadema
"Los patos se sumergen en el tibio lodo del estanque. En la otra orilla salen de nuevo a la superficie, blancos y secos, como si no hubieran estado en ningún sitio". Herta Müller.
Celebración, de ida y vuelta. Mira las valijas, el resumen de la casa; las cargó con los papeles que acumuló en su vida, perfectamente doblados y ensobrados. Incluso guardó en ellas un bidón de nafta, para quemarlas al llegar (o en el camino) a la casa de calle Roca.
Carta: "Querido: tengo que hablarte, las felicidades vibran, el cordel de la campana engaña al vacío entre los metales. Supe que no iba a cantarle el opalino color de esta mañana de otoño, ¡cómo se te ocurre que alguien como yo, para poder vibrar, use las zozobras del personaje que construye cada día! Esta es mi última mueca desmedida, el gesto idiota de asentir sonriendo mi teoría del fin del desdén. Lluvia, motor de mi cara verdadera: "Tengo mucho que decirte". Fui anotando todo antes de salir. Olvidé la lluvia y, atado para que no sonara, el cordel, allí, de la campana. Apago las luces, desaparecen las cortinas celestes con mariposas".
El peso de nacer en calle Roca, la afinidad con el juego a la princesa en la torre. ¡Jugar! Jugar los juegos de guerra mientras pasa la guerra, y queda. El ejército de mariposas de las cortinas celestes espera atento, mientras se cura la fiebre junto al balcón de calle Roca. Ella podría ser la madre de la niña de la diadema de plástico. Debería practicar hasta encontrar su vieja voz, para así poder engañar al tiempo y al dolor de la vida exacerbada que transcurrió frente a sus ojos. Duele lento y recuerda tan rápido que elige olvidar. Ella, madre e hija: "Respira, respira, todo va a estar bien". Y piensa: "No, no voy a forzarme a eso que me pone tan triste".
Miro sin pestañear el cuarto con la luz apagada, agarro las valijas y en el camino hasta la puerta me pongo la meta de bajar la agitación antes de cruzarla. Me detengo en el pasillo y acomodo las sillitas de plástico del juego de té. Arreglo mi vincha de metal y salgo.
Que mi nombre no se haya roto. Que el nombre pueda hablar de mi persona. No ha de fallar su claro propósito, y que sobreviva a toda utilidad, sí. Si pudiera volver a vivir el capítulo primero elegiría el nombre Diadema, el cual combina con mi apellido y no existe sin una cabeza erguida que lo porte.
Salí con mi nombre desarmado en el alfabeto para que quepa en la valija. En buena ley busco la forma de sacarle peso al camino y andar... Contar baldosas, saltar charcos y combinar las superficies del camino con las veintisiete cuadras del alfabeto descendente.
Su huella digital. Ella, la dueña del juego. Madre de familia (nuera e hija). Dueña del fuego. Desnuda en escena. Le tiene miedo a su voz y no a su cuerpo. Repara en que ella es el camino. No sabe si no tiene huellas o de tantas huellas no distingue sus pisadas.
La tabla de escena se ha roto. Ensaya frente al mundo. Algunos no tuvimos el tiempo de pensarlo... Náuseas. Las tablas que seguían enteras las termina de romper saltando sobre ellas: es el rigor del propio peso. Las campanas suenan, pasó la fiebre; deja las muñecas y baja a actuar a ras del suelo. Ya no llueve en todas las escenas, ya no importa la lluvia sino los nuevos sueños secos.
No quiero más manifiestos, la soledad me ha hecho creer que debía explicar mis símbolos. Era la única que no usaba paraguas. La llovizna era mínima. Volvía de caminar por el río. La mayoría de la gente caminaba hacia el otro lado, hacia sus trabajos. Los trajes planchados, las cabelleras arregladas. Frío y preocupación por la incipiente lluvia, como si se tratase de un spray de ácido. Su cara disfruta del viento helado y sus manos están calentitas dentro de la campera. Las cúpulas grises, el amarillo apagado. Niebla o garúa o ambas.
Carta: "Hijo querido: te dejo esta casa donde naciste y yo me voy a la mía. Dejé café recién hecho en la máquina. Mamá".
Tengo este alfabeto, tengo mi nombre sin títulos, tengo la cabeza erguida y esta vincha de metal que me recuerda quién soy. Esto es una vuelta, es una ida. Ya recuerdo mi candil de origami y con ese recuerdo borro la memoria reciente, mientras enredo versos en mi pelo gastado para recitarlos en mi viejo escenario. Vuelvo a mi escena. Mi esencia, el juego de papel. Quemo el equipaje antes de transitar la última cuadra, ahora soy yo el resumen de mí misma. Veo el fuego. Me reconozco en el reflejo del fuego de mis ojos. Soy la persona que vuelve.
Había cambiado, hablé de la historia, versos en círculo. Creía que la vida era meta, pero la vida es reto. Y al final vuelve el truco del mago a su galera y se canjea la ilusión. Imagino que la historia sigue y vuelve a los círculos versados del alma.
Los hilos de seda o sisal trazan el arco sensible con la prisa de cantar lo indecible. Practica la historia nuevamente frente al espejo de cuerpo entero del living antes de salir. Sus palabras brillaban en la rabia del ego.
Carta. "Amigo: No te dejo solo en escena. Vuelvo a subir después de tomar el té. La fiebre pasó y mamá me deja salir. Vuelvo a los ensayos. Voy con mi abecedario y las tacitas de té. Diadema."
El reflejo, el brillo del tiempo entre las paredes y la aurora en los vitrales son un montaje de palabras absurdas que, en definitiva, son su propia vida. Su voz, siempre está su voz. Un relato sin prisa. El tono errático y cómplice, atroz zumbido. El desayuno con las cortinas abiertas, las tazas nerviosas y silentes. Facto, ficción y metáfora en las valijas con moho. El camino de vuelta a la casa de la calle Roca.
¡Hogar! Sí, eso, hogar. Afirmo la sospecha del hogar. Pongo un sí, afirmo un sí. El sonido del zumbido del sí. Puedo soñar con el retorno a casa. Pero volver a la casa de calle Roca es caminar y reconocer el empedrado debajo del asfalto. Es reconocer la casa debajo de la pintura nueva. Las nanas, los dibujos concéntricos del árbol cortado que supuran sabia. La sabia es el sueño y ese sueño no está completo si al llegar al hogar no se puede ver a la persona que fuiste saludándote por la ventana.
Ciro
Pedro escuchó la puerta. Fue el primero. ¡Primera llamada falsa!, dijo el resto. No es un pueblo fantasma. Pedro no está loco. El oído del muchacho funciona perfectamente. Pedro suele estar alerta y escuchó más de un llamado proveniente de la única puerta principal que el resto de la familia no escuchó. Pedro escucha, es atento, no es loco. Él dice que llamaron a la puerta. No se sabe si sonaron palmas, golpes, timbres. Pedro no miente. No es un pueblo fantasma. Los días pasaron, ya nadie iba a atender cuando Pedro alertaba la puerta. Ya solo él se acerca cuando escucha. Pedro escucha y escucha bien.
Pasó un mes, llegó la primera lluvia de otoño. ¡Otoño! Grito Pedro. Pedro escucha la puerta, y sale corriendo a la puerta. Le preguntan para qué se agita tanto corriendo si cuando abre la puerta no hay nada. "Siempre hay algo", dijo Pedro. Corrieron con él. Así podrían tratar de entenderlo o ya determinarían la necesidad de ayuda profesional. Le siguen la corriente y lo acompañan. Corrieron hasta la puerta, Pedro, hermano y hermana. Los tres agitados. Hermana y Hermano son irónicos con Pedrito. Hermana y Hermano se preocupan por Pedrito. Pedrito significa: Pobrecito de Pedro (siempre se lo aclaran).
Nota: Pedro tiene ocho años. Hermano dieciséis y hermana quince.
Al llegar a la puerta, se escuchaba algo que raspaba la puerta, como una llave, como una lija. Esa vez los tres escucharon. La lluvia se veía por la ventanita de la puerta. Era una cortina de agua con lentejuelas bordadas por la luz de la calle, la más pura cascada de agua que habían visto caer del cielo hasta el momento. No salían de su asombro ante tan hermoso fenómeno. Lo más asombroso era la calma y el viento leve. Hermano y Hermana, conmovidos. Pedro tranquilo, normal. El sacó los tres ganchos de la puerta y abrió. En la puerta había un gatito gris, jaspeado con verde y marrón, muy chiquito. Los brazos de Pedro se amoldaron al pequeño y una sinergia extraña hizo resonar en golpes y temblores todas las puertas y ventanas de la casa con azotes de la lluvia que de pronto se desataron. El cielo se puso anaranjado, el color verde del pasto resplandecía e iluminaba la entrada de la casa como pasando por una lupa, que en este caso era misma lluvia. Los sonidos de las uñitas de Ciro, nombre que le puso Pedro al pequeño felino. Solo Pedro lo escuchó. Solo la lluvia de dio a Ciro el coraje de pedir asilo. Sus latidos eran llamados a una puerta, el silencio era la premonición de nuevas lluvias, nuevos llamados y con las guerras de la invencible naturaleza, vinieron los trofeos a los que creen, los eternos sobrevivientes, Pedro. Pedro intuyó a Ciro. Ciro se decidió a salir por la lluvia. Pedro no miente. Pedro escucha, pero no solo con los oídos. No es un pueblo fantasma.
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