Viernes, 19 de febrero de 2016 | Hoy
Por Roberto Retamoso
1. Rastros
Un viaje a (y por) Europa, por breve y turístico que sea, no deja de representar una experiencia movilizante, en la medida en que nos sitúa en ese territorio-otro del que provenimos y al que nunca dejamos de considerar como algo que nos constituye, aunque sea como alteridad y diferencia.
Por eso, y por seguramente muchas otras razones que a veces desconocemos y otras sencillamente ignoramos, estar en territorio europeo es algo que conmueve. Pero la forma de esa conmoción no es la de la identificación enajenada, ni mucho menos la del deslumbramiento del colonizado ante el lar del colonizador, sino la forma de una experiencia contradictoria, donde se mezcla el sentimiento de gratitud con el sentimiento de distanciamiento y rechazo.
Tomemos ejemplos al respecto. Uno estaría dado por el espectáculo omnipresente del pasado en la cotidianeidad europea. Para el turista, o incluso para el nativo que tiene deseos de enfrentarse con los testimonios y vestigios de ese pasado, basta con acceder a esos lugares privilegiados de la historia arqueológica y monumental que son los museos y las catedrales, dos formas distintas pero complementarias de atesorarlo. Lo interesante, en este caso, es observar que la conservación del pasado supone un sentido no sólo memorístico sino además cultual, ya que lo conservado remite siempre a estratos jerárquicos del mundo atesorado. Las antiguas catedrales europeas, milenarias y medievales, son extraordinarios monumentos destinados a honrar la divinidad, mientras que los museos, sobre todo en las secciones destinadas a la civilización europea que emerge con el Renacimiento, son un santuario laico donde se honra a nobles y reyes de todo el continente.
Así, lo que Europa ofrece a la mirada del turista o del propio europeo son, predominantemente, las formas nobiliarias de su historia, que no están escritas meramente de modo historiográfico, sino que lo están, además, por medio de esta otra escritura donde las imágenes (plásticas) y los volúmenes (arquitectónicos) componen un relato donde brilla por su ausencia la gente del común. Esta especie de arqueología de la cultura europea medieval y moderna, hecha como toda arqueología de objetos materiales antes que de símbolos, no deja de constituir al mismo tiempo una escritura donde la Europa ancestral se representa claramente.
2. Vida
Por otra parte, en la vida de los europeos ese pasado nunca deja de estar presente. Europa sigue siendo un continente colonial y conquistador, como lo prueban desde su poderío económico hasta su poder militar, tan activo y protagónico en zonas álgidas del mundo como pueden ser Africa o Medio Oriente.
Desde luego que Europa ya no es una unidad geopolítica autosuficiente, puesto que se ha imbricado en las redes del poder capitalista a escala mundial, que tiene su principal centro de gravitación en los Estados Unidos, pero ello no significa que, situada en ese contexto, Europa no siga siendo un sustrato fundamental de las políticas del capitalismo reinante en todo el mundo.
Por ello, lo que predomina en el plano de la política, tanto a nivel macro como a nivel micro, o por decirlo de otra manera, en los diversos grados y dimensiones de la vida política institucional, son las distintas expresiones del poder económico y financiero que rige en todas partes. La política europea hegemónica -admitiendo todos los matices y particularidades que esto supone- no sólo es dominante sino que es agobiante, más allá de intentos loables como los de Podemos en España. Y el rol de los grandes medios de comunicación, como ocurre en todo el mundo -y de ello los argentinos podemos dar cátedra como auténticos expertos- no es otro que el de preservar esas políticas hegemónicas, atacando y descalificando a quienes se permiten la osadía de interpelarlas.
Amparados por los efectos aún vigentes de lo que fue el estado de bienestar en la Europa de la segunda mitad del siglo pasado, los europeos parecen, en su mayoría, sentirse si no plenamente conformes, al menos tranquilos dentro del sistema socio-económico que los contiene. En España, sus mayores vivieron la tragedia de la guerra civil, pero ellos, los europeos españoles, no muestran demasiado interés en revivir esa cuestión. El silenciamiento de esa experiencia funesta, como el silenciamiento de otras experiencias igualmente horrorosas en países cercanos como Alemania e Italia, que pasaron por el nazismo y el fascismo, hace que la historia europea se revele, en sus manifestaciones convencionales, como una historia recortada y sesgada: como una historia que evoca tanto como anula y borra.
3. Lugar
Nada de lo que se vive al estar en territorio europeo, sin embargo, deja de estar relacionado con lo que ocurre en nuestro propio lugar. Al recorrer España, por ejemplo, los contrastes surgen, nítidos, pero también las correspondencias.
Contrasta, de tal modo, lo que suele llamarse nivel de vida de una población, porque aún con lo que para ellos representa una crisis económica, que lleva ya varios años, ni la subsistencia ni la permanencia dentro del sistema resultan algo sumamente problemático. Si un español pierde un trabajo -y eso pudimos verlo de forma directa- no se alarma como lo haríamos aquí, porque cuenta con el ingreso que corresponde a la condición de "paro", y porque sabe que es factible hallar nuevas oportunidades laborales. No existe, en consecuencia, la angustia que sí existe en Argentina ante la posibilidad de quedar desocupado, angustia que hoy por hoy afecta a buena parte de la población activa del país.
Pero si allí se marca una diferencia, también es posible señalar similitudes, como la referida a proyectos políticos hegemónicos, e inscripción en el orden geo-político mundial: hasta hoy -puesto que lo que está en cuestión en España actualmente es el modelo de gobierno a adoptar, después de las últimas elecciones donde ningún sector pudo lograr la mayoría-, estamos regidos, de un lado y otro del océano, por las mismas tendencias neo-liberales que priman en gran parte del planeta.
Somos, en ese sentido, algo así como los parientes pobres de los españoles, y los vástagos degradados de la civilización europea. Y pese a ello, no podemos dejar de reconocernos como sus descendientes legítimos, por lo menos a nivel de la población local que proviene del viejo continente. Pero ese sentido filiatorio no podría representar, en manera alguna, la reproducción de una identidad que no es la nuestra. Porque lo que podemos tener de europeos lo es, esencialmente, a título de origen y procedencia, pero nunca a cuenta de nuestro presente y nuestro lugar, en todas las acepciones literales o figuradas que podamos atribuir a este vocablo.
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