Jueves, 10 de marzo de 2016 | Hoy
Por Luisina Bourband
La sirena de la ambulancia llega por la ventana. Se mezcla con la voz del padre de las criaturas que sube desde el patio. Estoy tan cansada que no tolero el tono vivaz con que trata a su interlocutor. Pienso que los niños deben acostumbrarse a dormir con ruido ambiente, sin embargo me tienta la idea de hacerle señas para que se caye. Pienso en la escena y temo que una palabra más de mi parte en el día de hoy, haga estallar su cuerpo en mil pedazos, lo que no le impediría que el griego que hay en él me acuchillara.
Hablaba con mi amiga, compartiendo nuestro estupor por el inicio escolar, el rotulado de decenas de útiles, y la procesión de los certificados médicos, cuando me dijo algo muy sabio: yo estoy tranquila, porque sé que la semana que viene va a ser peor. Nos reímos juntas de tremenda iluminación.
El fin de semana no es fácil para una familia numerosa. A veces ruego que llueva para no tener que encarar la salida al parque, y tender plegarias para que todas las almas quieran pasear al mismo tiempo. Si llueve, puedo hacerme amiga de los hidratos de carbono, y que el ring sea el living. A la tardecita, derivando de tema en tema con mi hermana al teléfono, le cuento que por momentos todos nos odiamos. "Ahhh -dice, acostumbrada- Nosotros también, y no tenemos mellizos".
La respiración entrecortada de Flaca Escopeta me saca de mi fantasía de muerte y pesimismo. Compruebo que se ha dormido. Apoyo lentamente su pierna. Cada uno con su berretín: para conciliar el sueño, ella me pide que le acaricie la planta del pie derecho. En cambio, Gordo Bomba necesita olerme la axila. No es su sola ocurrencia. Piden partes de mi cuerpo que yo les he ofrecido antes. Benjamín, un poco menos cuerpo, quiere conversar. Por eso ahora, antes de dormir, leemos cuentos, los interpreta, se "anticipa" a lo que vendrá mirando los dibujos e inventando. Todo eso es lo que iniciamos hace un corto tiempo. Antes no podíamos. Hace unos meses, quise leerles y su kinestesia se encontraba bajo un efecto ansiógeno tal que Gordo Bomba me dió con un libro en el medio de la frente. Desistí, tuve culpa, esperé agazapada, y ahora, juntos, estamos nuevamente edificando un ritual. Un ritual que algunas noches no quiero que recuerden. No tengo ganas todos los días. Para poder hacerlo, hay que aceptarlo: los niños van a cenar más o menos, irán a la cama más o menos a horario, se lavarán los dientes más o menos, y una más o menos tendrá ganas de leerles. Ellos, más o menos, van a prestar atención.
Como siempre, cuando la esperanza es superflua, frente a sendas resistencias, algo mágico sucede. Por momentos, mi voz entonada se enlaza a esa imaginación que intuyo en sus miradas absortas, y me da una certeza que había olvidado: la creencia absoluta de lo que estoy contando. Esa tiranía relacional a la cual están sometidos, les brinda una compenetración esencial, efímera en su superficie pero de un tejido perdurable. Una fidelidad fundacional a la palabra. El futuro recuerdo de un libro y un amor.
El momento posterior a la atención es de distracción. Asisto a su olvido del mundo. Su respiración conforma un cuerpo sutil que flota en el ambiente acompasado, silencioso. Acompañar el sueño de otro es de las cosas más amorosas que uno puede vivir. De las entregas más maravillosas.
Gordo Bomba me sigue acomodando el brazo exactamente donde lo quiere tener. Me hormiguea. Siento cómo vibra el teléfono. Seguro es alguna mami de la escuela preguntando por qué me fui del grupo de Whatsapp. Mi cabeza retorna a on. Cuando la máquina obsesiva me vuelve a atrapar, el niño percibe mi ronroneo interior y le cuesta un poco más dormirse.
Los tapo, pongo el Fuyí, lavo las mamaderas, miro el reloj, es un horario donde todas las películas ya empezaron. No tengo Netflix. Dilato el tiempo guardando la ropa planchada. Cuando sube León, están pasando una medio erótica, típica de los sábados a la noche, para las parejas pequeño burguesas como nosotros. Es de las que no muestran la felatio de frente, las razas se mezclan alegremente, y todos gozan a la vez. Me hace un chiste soez sobre la rubia de tetas chiquitas. Hace otra voz, la de antes, la de Barcelona, la de la diversión. Nos reímos y nuestra risa acorrala de un tirón toda la realidad que nos agobia. Siento un "mamaaaa". Entro en alerta. Falsa alarma. Era el vecinito. Son llamados tan iguales. La vecina y yo gritando también. Ella es más hippie, sus niños se acuestan tarde. Por suerte, los míos, ahora duermen, y mañana molestarán temprano a los suyos, que estarán dormidos. La ambulancia vuelve a pasar. Su sonido agudo hace vibrar la ventana. Justo cuando me estaba olvidando del dolor, zambullendo mi cabeza en el pecho del griego, que tan enojado no estaba.
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