Viernes, 1 de abril de 2016 | Hoy
Por Patricio Raffo
Uno
Mientras ella desparramaba, con cierta furia y una particular tranquilidad, toda mi ropa sobre el pavimento de esa coqueta callecita de ese coqueto barrio rosarino, yo seguía su itinerario tremendo desde unos pasos atrás. Iba juntando mis pilchas intentando, con una discreción tan inútil como inalcanzable, hacer que desista de dar continuidad a semejante acto penoso. Y mientras iba juntando mis pilchas pensaba en la fantástica belleza del amor. Pensaba en cuánto amaba a esa mujer que desparramaba mi ropa, sobre el asfalto de esa coqueta callecita de ese coqueto barrio rosarino, con un modo absolutamente impiadoso.
Dos
Pensaba en la hermosura de aquella mujer, aún viéndola llevar adelante ese penoso acto, y tenía la convicción que todo habría de pasar finalmente, como pasan tantas cosas en la vida, y que habríamos de reencontrarnos en un abrazo reparador y que charlaríamos mirándonos a los ojos, como siempre, y que compartiríamos un trago mientras alguna buena música llegaría hasta nosotros haciendo de la cercanía una calidez de difícil comprensión para el resto de los humanos.
Pensaba en esto mientras juntaba, una a una, cada prenda, intentando detener los automóviles, con ciertos gestos de cuidado y vergüenza, a los fines de evitar que se arruinase, bajo la rueda de los vehículos, aquella camisa -me viene a la memoria- que tanto me agradaba.
Tres
En esos momentos de fragor decadente uno tiene una lucidez y una capacidad de análisis insospechada: además de prestar atención a esa camisa blanca, que tanto me agradaba, también sufría por ese par de zapatos que había comprado un par de meses atrás y de los que aún adeudaba algunas cuotas. Hermosísimos, de tipo casual y con un detalle de gamuza a los costados. Los habíamos elegido y comprado juntos en uno de nuestros tantos viajes a Buenos Aires. Así estaban los dados echados: la bellísima memoria de lo compartido en el centro de la batalla callejera.
CUATRO
La escena era fabulosa. Ya sea por lo triste como por lo increíble, es de ley reconocer que la escena era fabulosa. Inclusive, podría decirse que la escena era tan fabulosa como brutal y podría decirse, además, que la escena era Dantesca y con ciertos ribetes del grotesco. Por otro lado, todo estaba ahí, como al alcance de la mano, como si se hubiese tratado de un set de filmación en el que todo estaba dispuesto de modo predeterminado. Daba la impresión de que todo estaba conjugado para que nosotros, naturales actores de una tragicomedia, junto al colorido innegable que plasmaban las prendas desparramadas sobre el negro del asfalto, pudiésemos destacarnos o de alguna manera brillar tremendamente en esas horas de la tarde.
Cinco
Daba la impresión que había más gente que la habitual caminando en las veredas y, daba la impresión, que había más autos que los habituales transitando esas calles que se cruzaban en aquella esquina y en esos momentos de la tragicomedia. Es más, la sensación era que la cantidad de gente no resultaba menos que infinita: gente que nunca asomaba la nariz a la calle, casualmente se la podía ver paseando al perro o arrojando basura a los contenedores o caminando simplemente. Gente que habitualmente no asomaba la nariz a la calle ahí estaba, justamente, en la calle y a esa hora, con todo el tiempo del mundo para husmear en nuestra privacidad no tan privada. Y teniendo un poco más de agudeza en el análisis, podría aseverar que los automóviles que pasaban reducían la velocidad, tanto por mis gestos de piedad como por el espectáculo del que eran casuales espectadores. Los hombres miraban con cierto gesto de sorpresa y solidaridad y estoy seguro que, de no ser por el nivel de tensión que había en esos momentos, hubiesen bajado de sus autos para darme una mano recogiendo las prendas que eran exhibidas impiadosamente.
Seis
Finalmente, prevaleció la piedad y, antes que todo acabase, los circunstanciales observadores fueron quitando la vista en una clara muestra de respeto ante semejante desaire infringido en plena vía púbica. Ya han pasado años desde aquella tarde. Amé a esa mujer profundamente y es probable que aún la ame. Ella me miró como jamás nadie me ha mirado. Y ella desparramó mis pilchas en aquella callecita con la perfección de la exactitud en cada uno de sus movimientos. Y ella me hizo reflexionar acerca de la grandeza del amor y esas cuestiones. Y, ahora, en el momento en el que la primavera renueva la memoria de los amores pasados, la recuerdo mientras tomo una copa con mi amigo Previgliano y nos reinos juntos de las insospechadas desavenencias a las que el amor nos somete a lo largo de la vida.
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