Sábado, 30 de abril de 2016 | Hoy
Por Javier Chiabrando
Empecé a pensar en la soledad al subir al ómnibus que me llevaría a Rafaela, donde operarían a mi viejo. Era también un viaje a mi pasado además de la siempre aleccionadora incursión al corazón de la patria sojera, donde -como recita la canción- las penas son de nosotros y los silos-bolsa son ajenos. Y las vaquitas, ni hablar. Viajar suele ser sinónimo de soledad, una breve entrevista con uno mismo, ayudado por el tiempo que no pasa, ser apartado del ruido de la vida cotidiana, de la familia, las obligaciones, el trabajo.
El ómnibus (un clásico "lechero") entró en cada pueblo de la ruta, que estaban casi iguales que hace treinta años. Costaba creer que eran pueblos de una de las regiones más ricas del país. A ellos también les cabía el sinónimo soledad. Parecían vacíos, despegados del resto del país (del resto del país que se ve por televisión, o sea Buenos Aires), de los pueblos vecinos, y quizá desentendidos del mundo, marchando en segunda mientras el mundo va en quinta todo el tiempo, aún si delante hay un pozo.
Por ahí era el resultado de tantos jóvenes que abandonan esos pueblos para irse a estudiar, para unirse a otros como ellos y dejar de sentir que luchan en soledad por proyectos y sueños. Sin olvidar la idiosincrasia campesina (piamontesa, para más datos) que lleva a no mostrar lo que se tiene, a no insinuar progreso, y mucho menos riqueza. (Así que si me ven de alpargatas y ropa de segunda, probablemente tenga una bóveda llena de patacones enterrada en el patio). Luego de la operación médica exitosa comenzó otro viaje, ahora de regreso a mi pueblo natal. Nuevos pueblos, calcados, austeros, silenciosos. Solitarios.
La diferencia con esa austeridad espartana la daban algunas casonas como castillos desperdigadas por la geografía del pueblo, y las grandes camionetas manejadas por hijos y nietos de aquellos campesinos duros hasta la tosquedad, secos de palabras, gestos y vientre. Me decía un amigo que algunos chacareros compran las camionetas siempre del mismo color para que no se note el progreso, y quizá para evadir algún impuesto al pasar. No le creí del todo; en esos pueblos inventar chistes y chismes es una manera de combatir el aburrimiento que genera la soledad.
Aunque por un momento me pareció que todas las camionetas eran blancas, de la misma marca, aunque quizá era la humedad que altera las percepciones del cerebro y el barro que genera espejismos. Porque a esa altura del viaje, la verdadera impresión de soledad era la omnipresencia del agua. No sé si la palabra correcta era inundación porque las rutas y los pueblos eran transitables. Pero los campos y los caminos de tierra eran desoladores.
Y ahora, ¿quién podrá defenderlos?, me pregunté, cual émulo gaucho del Chapulín. Por un momento me pareció ver la gorrita del ministro y rabino Bergman sacando agua con un baldecito playero, pero era un espantapájaros hecho con una escoba y ropa Grafa usada hasta la transparencia. También me pareció ver un chacarero abrazado a un silo bolsa que se iba mojando implacablemente. Solidario con él, no pude evitar angustiarme pensando que de pedir ayuda iba a recibir una invitación a un retiro espiritual o consejos de un gurú sobre cómo respirar mejor.
Curiosamente, mientras el agua empujaba (y empuja) a la soledad a miles de argentinos, en Buenos Aires la palabra deshidratado se volvía sinónimo de muerte. Media docena de pibes morían también por estar solos, demasiado cerca de la ambición de los que matan por un poco de dinero. La muerte es la soledad de las soledades. Pero la muerte joven y trágica es más que soledad; es olvido, es ninguneo, deshumanización.
Hay soledades más simbólicas, cuando estás lejos del Estado o el Estado lejos de vos. Pero la soledad no siempre es necesariamente olvido ni pérdida. También puede ser una decisión. La elige el solterón. El que se va a vivir al medio de la selva. El que no desea tener hijos. La elige también el artista, solitario por naturaleza, que odia los ruidos, los perros que desafinan cuando ladran y que los evangelistas te toquen la puerta para ofrecerte una vida eterna que no pediste ni podés pagar.
La soledad colectiva (un oxímoron real) es también una decisión. Es la esencia del liberalismo. La región donde yo me encontraba (centro de Santa Fe, bastión del voto neoliberal o de derecha) era la que había exigido ser desatendido de las políticas públicas del gobierno anterior y sumarse a la corriente que propone el nuevo gobierno, donde, justamente, arreglárselas solo es su esencia. Mis coterráneos habían elegido estar solos en las buenas y en las malas (era obvio que habían querido estar solos en las buenas y les había caído del cielo (nunca mejor dicho), una mala.
No sé si yo me perdí algo o sucedió y yo estaba distraído, pero ninguno de los damnificados clamaba a los cuatro vientos por ayuda del gobierno. Es que sabían que no iba a llegar. Hay que reconocer que se aguantaron el chubasco con hidalguía, respetando el apotegma "sarna con gusto no pica". O quizá pidieron ayuda (y yo no lo supe) y recibieron la visita de un avión que sobrevolaba los campos donde se adivinaba un hombre señalando donde sobraba agua y donde faltaba mientras decía que la solución es que dejara de llover.
Y están los temas que se esconden bajo la alfombra, como en el pasado se hacía con los recién nacidos que se anotaban como hijos de los abuelos para no deshonrar a la nena. La deforestación, por ejemplo, cómplice no menor de las inundaciones. Si bien es difícil de medir, en lo concreto antes se veían bosques desde la misma ruta y ahora no están más. Más difícil es medir la existencia y el impacto de los canales clandestinos que los chacareros hacen para que el agua joda al vecino antes que a ellos mismos. Pero no es nada que no entre en la lógica filosófica de esta época política: "que se salve el más vivo, el más fuerte".
Lo curioso -muy curioso- es que yo no sabía que medio país estuviera inundado o en vías de. Por esas cosas del reparto de noticias, a medio país se le ocultaba (y se le sigue ocultando) que el otro medio estaba bajo agua, o a punto de estarlo. Como diría Sabina, "los diarios no hablaban de ti". Pero ya se sabe que hay inundados de primera y de segunda, catástrofes cinematográficas o deprimentes.
Que medio país estuviera inundado y apenas se supiera a través de la televisión no es menor si se vive en un lugar donde la información la provee casi exclusivamente la televisión. Incluso la televisión supera a la misma experiencia. El agua puede estar llegándote a los pies pero no es tan grave si no te lo martillan desde el prime time de los noticieros. El cuento sería así: alguien ve que el agua entra por debajo de la puerta y prende la televisión para ver si es cierto.
A la apacible vida alterada por el agua sólo se podía interponer resignación, ir a la iglesia, confiar en que "siempre que llovió paró", y cosas típicas de la artillería costumbrista. Mientras tanto, yo asistía al nacimiento de otra enfermedad silenciosa cuyas consecuencias aún son difíciles de medir: la de los pequeños empresarios (pymes) de la zona que comienzan a apostar a China como lugar de producción de zapatos, máquinas, etc., cosas que hasta hoy se fabricaban en el país. Sospecho que la próxima vez que viaje el tema será la desocupación. Pero si la televisión no lo dice, quizá ni se note ni se sufra.
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