Jueves, 19 de mayo de 2016 | Hoy
Por Luisina Bourband
El Skype se entrecorta. Me permite respirar o acomodar algo de lo que se ve detrás de mí, por el recorte de la cámara. Tomar distancia de tanta perfección. Mientras hablamos miro su iluminada y colorida sala. Hogareña pero bajo una pulcritud visual difícil de lograr en mi casa, con muebles de distintas procedencias, objetos que no tienen ubicación fija y almohadones que no combinan.
Mi prima vive en Suiza. Se fue en el 2001. Las que pasamos la secundaria y la universidad en los noventa también conocemos el exilio. Tengo amigas en Utah, en París, en Catalunya, en Brasil y otros lugares. Algunas decidieron ser madres y otras no. Mi prima, a quien llamaremos C., tiene tres niños. Ella es Doctora en Estadística, pero cuando quedó embarazada, su jefe en la universidad europea donde trabajaba la invitó solapadamente, pero con clase, a dejar su trabajo. C. miró su panza prominente, evaluó las posibilidades, y decidió que iba-a-dedicarse-a-su-familia. Su marido de hemisferio norte y estrictas tradiciones familiares, a quien había conocido en un Congreso en Washington, estuvo muy satisfecho. Se había casado con una latina, pero adaptable a otras circunstancias de países centrales. Desde entonces C tuvo tres niños, uno atrás del otro, y se dedica a criarlos. Por la decisión que tomó, el estado le paga una suma importante para que se quede en casa. C. se convenció de que si lo hacía, iba a hacerlo bien, a tiempo completo. Los niños comen sólo comida orgánica. No miran televisión más de dos horas por día. Tampoco se acuestan luego de las siete y media de la tarde, sin excepciones. Ella les lee, les canta, les ayuda a hacer la tarea, los lleva de paseo. C. no usa Facebook ni Whatsapp. Hace las compras y los deportes mientras los niños están en la escuela. Yo, desbordada por mi vida con tres hijos vivaces, le pregunto a C. cómo hace, sin familiares cerca, cómo hace cuando se enloquece, qué hace cuando quiere asesinar a sus hijos. C. me contesta que eso no le pasa. La comunicación se corta. No sé si por el Wi Fi o la compu, las dos cosas andan mal. Es ahí cuando llamo a mi amiga S.
Yo había querido llamarla, pero su celular estaba sin batería, y mi teléfono fijo perdido y descargado en algún lado, debajo de algún cúmulo de cosas indescriptibles. Las dos queriéndonos contar nuestros respectivos desastres. Lo que era mi casa después de estar un día enferma. Lo que eran sus noches, con su estudio nocturno y el más chico, al que no hay forma de ponerlo a dormir temprano. Le cuento que hice un experimento: dejé tres envases vacíos de champú en el piso del baño a ver cuánto duraban sin que nadie se sintiera aludido. A las dos semanas, aún enferma como estaba, fui presa de mi propia emboscada, no soporté más que ni la chica ni los convivientes se percataran. Los junté, cambié la bolsa del tachito y repasé el baño. Nos reímos tanto que sirvió para consolarnos mutuamente sobre lo que no tiene arreglo. Nos convencimos, sí, de que no hay forma de no hacerlo mal, como decía Freud. Pero la imagen de C. ya había penetrado en mi cabeza. Todo el día me visitaron escenas de su templanza, de sus niños adaptados, a los que les gusta el soufflé de zanahoria y atienden cuando les leen, en esa Suiza que conocí alguna vez. Tan perfecta que todos hablaban en un tono moderado, y nadie lo alzaba ni para reírse. Tan ordenada que hasta el más malandra mantenía un estricto respeto por las órdenes de tránsito. Tan silenciosa que escuchabas los tacos de una mujer pasando en la vereda de enfrente, en el mismo centro de Ginebra. Tan políglota, con mi inglés de cultural inglesa, y mi inocencia. Tan opresiva que me sentía incorrecta, desalineada, fuera de lugar. Y vaya si lo estaba. Lo compruebo ahora mirando la humedad de la pared mientras escribo, la ropa tendida en el living, los chicos durmiendo en el sillón a cualquier hora del día. Mis hijos, que casi tienen acciones en Youtube.
Me pregunto: ¿puede una madre no volverse loca? ¿Puede una madre no necesitar exiliarse de sí misma? Mi madre nos decía a las diez de la noche: "comenzó el horario de protección a la madre". Era irrefutable. Todos descansábamos. El grado de tensión que alguien pueda soportar sin duda depende de numerosas y complejas cuestiones. Pero ¿qué pasa cuando todo está allanado para que no exista lugar para los conflictos? ¿Qué querrá decir que una de las guaridas fiscales más potentes del mundo pretenda controlar la atmósfera psicológica de la vida doméstica? Ojo que yo la quiero a mi prima C. Tampoco se me ocurriría denostar a las políticas que acompañan la crianza. Pero, es que hemos dudado tantas veces juntas, nos hemos perdido tantas veces juntas, que cuando me dice esas cosas, como diciendo "la realidad, para mis hijos, soy yo", me parece monstruosa. Cuando una madre no se cansa de serlo es un peligro social. Sobre todo para sí misma.
Esa noche le escribo tarde a S. para decirle que las hijas de C. seguramente odian a su madre, o la odiarán. Que esto que nos pasa no entra en ninguna grilla, no se ordena con ningún plan. Le quiero contar que más o menos le di una vuelta al tema. Es evidente que su teléfono volvió a descargarse. Me levanto muchas veces durante la noche. Corro descalza porque no alcanzo a calzarme las pantuflas mientras Gordo Bomba grita dormido su condensación preferida: "¡mi Superbatman!". Entre tanto, sueño. Voy con Benjamín por un bosque, y le digo: "Vamos a seguir algunos de los senderos sin saber adónde nos lleva". Me dice: "Dale, a vos, saber, siempre te ocupa". Ya no duermo. C. me visita. Pienso en los lugares donde pueden llevarte los exilios. Pienso en lo apabullante, lo oscuro, lo intenso. O decir, de la existencia, lo ineludible.
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