Jue 09.06.2016
rosario

CONTRATAPA

Maternidad intratable XX

› Por Luisina Bourband

Algunos dirían que es un problema del cuarto chakra, Anahata, el del corazón. No me dolía ese lugar del pecho desde que estaba embarazada de los mellizos. Otra vez sentir ese cuerpo oprimente en el que no podía respirar. Flaca escopeta se vuelve a quejar dormida, llora, se incorpora, pide. Lleva sus rulos de un lado a otro de la almohada. Las tácticas para devolverla a su cama han fallado repetidamente. Su cuerpo está tieso, no descansa de veras. Igualmente no me despierta porque no he pegado un ojo. Estoy en ebullición. Paso de hacer las cuentas de principio de mes a practicar la alocución entera de una clase que daré en septiembre. Me sale con facilidad el título de una tesis de una estudiante. Todo con una lucidez inusual y en la oscuridad de la noche, escrito en el aire. En un momento, como aquello fugaz que se vuelve repentinamente crucial, me pregunto dónde estarán mis cartas de Tarot, las de mi época esotérica. Las perdí de vista hace tiempo. Arreglos en la casa, nueva biblioteca, cajas que guardan cosas por falta de uso. Es que estoy perturbada por lo que empezó a pasar hace unos días. Flaca Escopeta pasó de ser una nena más o menos manejable, a un ejemplar renovado de la niña del exorcista. Esa película que fue el terror de mi infancia, reforzada por la Acción Católica.

Siempre fue bastante más despierta que el hermano. Se sentó antes, caminó antes, habló antes y dejó los pañales antes. He tomado como encantadora su precocidad, por ejemplo, cuando imita mi costumbre de levantarse y traer las cosas que están encima de la mesa de luz: la botellita de agua, los aros, el reloj. Pregunta por qué llora el hermano con voz de suficiencia. Quiere cocinar conmigo, barrer, ordenar, en fin, todo lo que yo hago. También se interesa por lo que llevo puesto, al punto de que cuando llego a casa me dice: "¿Y esos zapatos, son nuevos?", "¿Y esos aros, son míos?". Mientras me pregunta, agarra mi cartera, saca mis pertenencias y las despliega sobre la mesa concienzudamente, como si en eso entregara toda su alma.

Se ha vuelto mi marca personal. Como en el marketing, sí. Un ser que es mi antesala, que me presenta. Pero también como en el fútbol. No me deja un segundo. Mira todos mis movimientos. Participa de todas mis conversaciones. Los reta a los hermanos a la par mío. Se atraviesa entre su padre y yo cuando atinamos a acercarnos. Pero cuando a las tres de la mañana, se le ha pasado el pis, y me doy cuenta de que me está discutiendo sobre el color del pantalón que voy a ponerle, es que lo nuestro está en un estado tumultuoso. León ha visto mi deterioro de estos últimos días. Cuando lo alerto sobre mi desespesperación y mi realidad llena de preguntas ante una demanda imparable, me contesta con un: "Ella pide algo que vos le ofreciste antes". Ahora resulta que se volvió Jorge Drexler, y la economía engañosa que propone la canción cada uno da lo que recibe y uno recibe lo que da, le cierra. Un muchacho de izquierda no puede creer en unas fuerzas del universo que solas se equilibran, esa inocencia que le viene tan bien al capitalismo. Los dos sabemos que todo naturalismo es de derecha. Ergo, es evidente que no sabe qué decirme o quiere leer su tablet tranquilo. Una de las pocas cosas que me quedan claras de la maternidad es que nada es natural. Todos los momentos requieren un esfuerzo de comprensión, un trabajo físico extra, un encuentro con nuestro propio límite existencial. Cuando eso falla, o cuando no alcanza, aparece la religión. Entonces paseo con mi bata puesta, descuartizando cajas para encontrar mis cartas. En mi mareo siento lo abrumador de este momento. En mi pecho el recuerdo del que cuerpo que fuí. El embarazo, sentirte extranjera de tu propio envoltorio, ocupada. El amamantamiento, acalorado, derramante, como ese intervalo entre el ciclo de los nueve meses y el ciclo de veintiocho días que recomienza. Nadie tiene la menor idea de las cosas que me han pasado en el cuerpo. Yo tampoco lo alcanzo a saber del todo. Es otro mundo. Otro de los mundos intransmisibles. Y cuando más o menos me había compuesto después de unos años feroces, otra vez el tumulto, el ahogo, el hartazgo. Mi hermana llama en el momento justo, le largo todo el rollo infernal. Hablo y me miro en el espejo. Tengo canas, pero no me quedan glamorosas como a Susan Sontag. Le cuento de eso oscuro que me presenta Flaca Escopeta con su intensidad que no puede orientar para ningún lado. No sabe lo que quiere, y lo dirige hacia mí, lo cual es enloquecedor. Mi hermana me dice que se dió cuenta que le faltan huevos, que sale urgente a comprarlos, y me corta.

Por suerte se abre mi memoria en un flash. Encuentro las cartas y otros objetos perdidos que fueron imprescindibles en otra época. Entre tanto me avisan que mi hijita vomitó tres veces en el jardín. Vuelvo a filas. Suspendo los pacientes el consultorio. La busco, está abatida por los virus. Su enfermedad obtiene el primer plano. Con los cachetes afiebrados, la miro descansar. Tan pequeña. Pienso cómo puede ser que algo tan chiquito me produzca tanta locura. Todo lo que renegué estos días se vuelve lejano frente a su vulnerabilidad.

Me tapo junto a ella. Quito el pañuelo de seda que envuelve las cartas, las toco, las huelo, las barajo. Tiro los arcanos mayores. Salen la templanza. La estrella. El loco. Son un abanico que despliega la temporalidad. La última es el porvenir. El loco, la carta que tiene nombre pero no tiene número: el comienzo, la energía, la libertad, la huida, lo locura, el caos. El viaje y el echarse a andar. Mi niñita se acurruca. Pone su cabeza en mi pecho, ahí donde dicen que está el chakra del amor. El loco, el viajero de todos los caminos. El que debe descubrir hacia adónde va.

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