rosario

Martes, 23 de agosto de 2016

CONTRATAPA

Cuentos desobedientes

 Por Sonia Catela

I. Un lugar en el mundo

¿Cómo caí aquí, cómo? ¿A golpes?

Tanteo el techo. Plástico. Es una caja donde caben mi cuerpo y el de alguien más, dado el brazo que se refriega sobre el mío.

Estoy dentro del container de basura de la cuadra, junto a este morocho que duerme, duerme escondiéndose de alguna fechoría cometida. Varias veces los vecinos han sorprendido a delincuentes debajo de la cubierta: acechan a los desprevenidos que levantan la tapa para arrojar algo, y los asaltan.

Intento salir, no logro que mis piernas lleguen al borde, la cubierta apenas alzada, cae, me resbalo entre restos de guiso y semillas de tomate, alojada en el contenedor de desechos orgánicos.

Recuerdo que de repente anoche el sueño me volteó y me derrumbé vestida en la cama, pero ¿cómo llegué aquí?

El muchacho se yergue -ellos la tiraron-, dice.

--Ellos, ¿quiénes?

--Un par de chicos, la piba y el varón. Festejaban el asunto.

--¿Rubios?

--Casi.

--¿Treintañeros?

--Por ahí.

Sé quiénes son. Tan cercanos. Martina y Sergio. Se trata de una broma que me hacen los muchachos, me digo, puesto que mañana cumplo los 60.

El morocho abre la tapa, escruta los alrededores y salta a todo escape como felino enrojecido por el amanecer.

Tengo que salir. Tengo que borrar esto que nunca ocurrió. Borrarlo. Aparecer en otro sitio, burlarme, frustrar a los bufones.

Trabajosamente logro deslizarme a la calle, a los manotazos. Palpo mi bolsillo. La billetera con plata y documentos sigue en su lugar. Las llaves del departamento, no.

Toco el timbre. Nadie responde desde el portero automático.

Sé que me han intimado por supuesto abuso de quejas de mi parte, por exceso de discusiones, y debido a que en un espacio de sólo dos cuartos no caben tantos gritos. Que dejara de darles órdenes y resolviera mis propios problemas. Que más allá del estrecho parentesco, no encajábamos. Que no necesitaban una jueza las veinticuatro horas del día para reprocharles sus errores y sumariarlos por las infracciones cometidas.

Me siento en el umbral del edificio, en espera de que aparezcan. Sí que van a escucharme. Esta vez se arrastrarán pidiéndome perdón.

Pero a poco suena una alarma interna: ¡su viaje! Hoy ellos partían a Colombia para un congreso de profesionales, el que durará una quincena. Ya deben hallarse abordando el avión.

¿Y yo? ¿qué haré en la calle?

Rebusco en el tacho de basura. Aparece el bolso que contiene mis cosas.

Noto en él el papelito prendido con alfiler de gancho: "Señora: Estamos seguros de haberle encontrado su lugar en el mundo. Que le aproveche". Lleva la firma de ambos.

¿Señora?.

Me siento en el cordón de la vereda.

¿Encontraré alguien que necesite disciplina y rigor? Los descarriados abundan. Enciendo un cigarrillo. Me concentro, hago memoria. Escribo listados por orden alfabético. Repaso las nóminas. Tacho nombres. Los rehago. Tacho.

¿Qué puerta me queda para tocar y llevar el orden a las vidas de sus moradores? ¿La hallaré?

II. El ángel

Metía monedas en una ranura que se abría en el zócalo del dormitorio como boca sin dientes. Las metía para cuando fuera ángel y me encontrara en el coro que me había mostrado mamá en una estampita. "Ahí vas a estar, Juancito", mientras ella abría y cerraba el sobre con un diagnóstico y su llanto, que repetía "desahuciado mi Juancito", me empapaba derramándose sobre mí en cataratas.

Yo echaba monedas a mi "alcancía" y desde las alturas se las tiraría a los pibes pobres, porque eso hacen los ángeles según mi abuela, arrojan monedas y no billetes, nada que aliente la codicia, la gula, o que incite a comprarse drogas, y me preparaban para la ascensión atiborrándome de oraciones oficiales de la iglesia porque con ellas debería hablarles a los niños.

"Vas a ser un ángel de la guarda hermoso", llorábamos en trío y luego me entrenaban para que mi canto celestial no desafinara una nota. A continuación me mostraban el modo de revolotear y esparcir indulgencias. Y seguidamente, la manera de bendecirlos arrojando moneditas chiquitas y alegres.

Hasta encargaron e hicieron confeccionar varias túnicas y alas con plumas de cisne a un artista especializado, para darle más realismo a las prácticas en que me embarcaban. Y asimismo contamos con el asesoramiento personal del obispo en un par de sesiones. "Debemos prepararnos para desempeñarnos a la altura de nuestras obligaciones en el más allá", asperjaba él su agua sacra.

Mientras, mi padre andaba en sus negocios de la Bolsa. Por ese motivo no podía participar de ensayos y aprendizajes, pero cuando disponía de tiempo para juntarse con nosotros, los abordábamos en cuarteto.

¿Qué hacés con esas moneditas, Juan? preguntaba él.

--Las junto para tener qué echarles a los niños de los barrios.

--Ah. Las contaba al tacto visual, las hacía correr entre sus pupilas mi padre, "muy bien". Metía la mano en el bolsillo y agregaba algunos centavitos a mis reservas.

Leucemia. Tuberculosis. Pulmones vueltos un laberinto perforado. Eso sentenciaban los análisis y las radiografías sobre mi estado de salud.

El tiempo acuciaba. Aureolas de flores en mi cabeza. Aleteos simulados con convicción. Más cánticos corales y oraciones.

Pero finalmente no me morí. Me salvó la ciencia con algunos de sus nuevos descubrimientos. Y me convertí en inversor de acciones y bonos de Bolsa, como mi padre. Y como mi padre les derramo céntimos a los pibes, apoyándolos.

Enfilo el auto hacia ese grupito. Aprieto un botón y bajo la ventanilla. Arrojo un puñado de moneditas: alegran el corazón de estos niños bendecidos por la pobreza. Codicio sus harapos y pies descalzos, el laterío de sus viviendas y su hambre. Porque escrito se halla: bienaventurados los pobres ya que de ellos será el reino de los cielos.

Y toda gloria les pertenecerá.

Acelero el Mercedes. Enfilo hacia el Yatch Club.

¿Cómo no envidiarlos? ¿Cómo, cómo resignarme a no acceder a lo que ellos sí tendrán?

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