Sábado, 3 de septiembre de 2016 | Hoy
Por Miriam Cairo
I.
Que pase el viento, y la amapola, y el hombre con el sexo de la mujer atravesado en la lengua. Que entren como a un palomar debajo de la tierra y, silentes, beban de todas las botellas de la noche, o que simplemente, en puntas de pie, entren y salgan a sus anchas, con el sexo al aire, esplendoroso y loco, buscando la mitad de una plegaria en la mitad del aura volátil de las cosas.
II.
Que entre el pájaro hasta el fondo del cuerpo y permanezca con la palabra cuajada en la locura. Que en un hueco admire nuestras violentas alas y habiendo girado su reflejo, que signifique la presencia preventiva del hombre que parte en zigzag la doble moral en boga. O, en todo caso, que desde una figura de cartón pintado en una soledad casi total, fulgure como abismos, como altísimos momentos que suben siempre, pero sin olvidar que un absorbente y casi metafísico papel secante, puede volver a derrumbar majestades polvorientas.
III.
Que los hombres que cruzaron los ensueños y los millares de noches, apenas sostenidos por la timidez y la filosofía, puedan parar en seco la fragilidad del yo arrumbado en su miedo. Y que las mudanzas de amor morboso, de amor imposible, de amor con cuenta gotas, refuercen el acto de estirar los labios para gritar a viva voz lo que hasta aquí fue mordaza.
IV.
Que las mujeres crucen los ensueños y los millares de noches para que los astros en un pie, nube y estrella, permitan la sanación de la salud sepia de los más débiles. Cosa de hondura, o de amor sin techo, o de tener algo hermoso para ir diciendo, para aprender a amar como quien baila o sueña que sabe dos o tres verdades incompletas.
V.
Que la honda sensibilidad no parezca la mejor constante desventura.
Que el dolor tienda a quemarse como un fuego purificado de sí mismo.
Que las motivaciones de los astros aceleren los deseos.
Que nadie tenga que vivir entristecidamente si no le agrada eso.
Que los hombres expuestos a revoluciones cuánticas respiren los contornos exactos de las mujeres exactas.
VI.
Que se instale este latido que da la vuelta según una elipse de sueños, temblando las medidas geométricas de la verdadera gloria.
Que este ramo de rosas en la tumba de la mala fe venga del aire.
Que algo semejante a un desertor teja una luz en medio del corazón amordazado.
Que un dios atormentador y frígido no hable de amor y de sedimentos en los espacios semialados del fetiche.
Que los hálitos de un animal oceánico fulgure águilas como abismos.
VII.
Que el silencio espere de ese modo, a esa hora, bajo esa rosa para meditar sobre el origen de algunas palabras.
Que pueda evocar la colección de todos los tesoros y sin embargo llegar a esa evidencia, a ese corazón, sin conspirar contra la abstracción que empuja.
Que la última línea no sea el primer mal necesario y que la daga adversaria de la mente pueda leer su dos más dos cuatro con cierta sospecha.
VIII.
Que la palabra ser jamás sea demasiado clara a causa de un pequeño ataque a las taxonomías violáceas.
Que la palabra yo no quiera disponer de un espacio que se haya vuelto el ser mismo de la palabra.
Que un pájaro de agua separe el mundo del temor.
Que el caos de los geométricos quede en su naturaleza, como si una liviana figura pusiera en evidencia nuestra voluntad de recobrar los prismas.
IX.
Que los perros deformes ya no le den vida con suspiros medios a la soledad discreta.
Que la inocencia, la gran inocencia baile y dé vueltas de tuerca a todos los miedos.
Que la vida avance midiendo trechos cortos sobre trechos largos para que los proverbios confusos crepiten en el rescoldo de algún mal necesario.
Que todavía se pueda caer en la esperanza de que el lector no se verá en el éxodo tentacular de una noche oscura, iletrada.
X.
Pero sobre todo, que por una vez, el gallinero no esté a cargo del zorro.
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