Sábado, 24 de septiembre de 2016 | Hoy
Por Leonel Giacometto
El muchacho que dice haber sido abandonado por Marcos Zukerman declaró: "El día que Marcos Zukerman me abandonó gasté la mitad de mi sueldo en cocaína. Soy marino mercante. Como fue imposible comunicarse con Román, opté por la resolución práctica de una intención que venía ya maquinando en mi cabeza desde hacía tiempo: ir a la improvisada ventanita del improvisado rancho de bloques grises que hay a diez cuadras de mi casa, al borde de las vías del tren, en lo que se llama Villa La cerámica. Y fui. En fin. Nunca había hecho cola para comprar droga y el día que Marcos Zukerman me abandonó, al borde de las vías del tren, fui quizás el décimo o el noveno en la fila de compradores de droga en ese hueco hecho ventanita de venta donde sólo se veía una mano que escuchaba, recibía la plata y luego entregaba. En ese estricto orden fue la cuestión. Y parece que así es siempre. En fin. Ustedes sabrán. En esa fila había de todo. Desde un limado lisiado de las piernas de más de sesenta años hasta un gordo enorme parecido a Alex de la Iglesia, el director de cine español. Delante de mí había un muchacho de no más de veinte años con el torso desnudo, zapatillas con cámara de aire y esos bermudas que poco disimulan los tamaños y los paquetes. Era morocho y tenía el pelo corto adelante y largo atrás. Se daba vuelta cada dos por tres, como mirando hacia donde al parecer lo estaban esperando. Tenía un tatuaje que decía "Rezo por vos" debajo de la tetilla derecha. Esto lo vi después. Su pecho estaba apenas marcado pero se podían distinguir las formas de sus pectorales apenas iniciados en su concavidad, los cuadraros rectos de sus abdominales y esas dos líneas que terminan justo en la pija. Se le insinuaba un pijón en su bermuda azul oscuro. Somos cuerpos heridos. Le faltaba un canino y en sendos brazos había marcas filosas. Una sola vez me cruzó mirada en la espera. Me miró como de refilón, guiñó su ojo izquierdo y me dijo: "Alita, ¿eh?". Yo sonreí. Abandonado como me sentía, le sonreí al morochito. Y me lo crucé tres veces más antes de saber que su nombre era Ezequiel pero que todos lo conocían como Churi. Desde el día que Marcos Zukerman me abandonó opté por dejar a la cocaína ser parte de mi rutina diaria, al menos hasta que la seguridad se volviese otra vez carne en mí y Marcos Zukerman fuese apenas un testimonio sensible de lo ocurrido. Iba a la ventanita cada setenta y dos o cuarenta y ocho horas, casi siempre a la misma hora, más o menos a las cinco de la tarde, y cada vez con más firmeza. Churi también al parecer prefería ese horario y así me lo empecé a cruzar. Una vez, un martes creo, Ezequiel se presentó. No fue lo que se dice una presentación más o menos formal sino que fue un saludo demorado. Dos segundos de más donde el Churi se detuvo en mi mirada y vio lo que yo estaba mirando. O sea, Churi me miró mirarlo y entendió sin entender lo que se desea de otro. Un decir. Sucedió lo sensual, y en ese hueco expendedor de droga donde tuve que hacer cola por primera vez en mi vida compré, creo, la mejor cocaína que jamás había probado. Aquí es probable que se haga inferencia sobre la calidad, el abuso y el digamos estado de ánimo del consumidor pero de verdad que era buena esa cocaína. Tan buena era que el mundo en cuestión de segundos tomó desapego del abandono que Marcos Zukerman había hecho de mí y de pronto el arrojo del vigor y la bravura por saber que, ante el pánico de lo que vendría, siempre pujaba la potencia del atrevimiento de poder volver a intentarlo. Hablo del amor aquí y del ardor que debería empujar su estado, su despliegue consciente, su inmanencia, decía Marcos Zukerman, que me abandonó el día que, como dije, gasté la mitad de mi sueldo en cocaína. En fin. Marcos Zukerman era tierno y voluble. Su delicadeza la cristalizaba, real, con equívocos que clausuraban los marasmos del corazón. Cambiaba siempre porque sí digamos, y se enrolaba sentimentalmente con personas que no le gustaban pero que sí gustaban de su ternura. Eran varones como él y el gusto dicen que es el más débil de los sentidos y que su potencia vale más cuando ingresa el olfato. El que era tierno y voluble siempre olía mal o más bien jamás había adiestrado la sensibilidad del efecto de oler. Pero quiso cambiar. Fue tarde. La ternura devino hastío y se entregó a la farsa. Como muchos. Ezequiel olía a pizza de cancha, y la última vez que lo vi fue hace un mes, quizás más. Apenas nos saludamos. Yo no sabía que vivía tan cerca de mi casa. Tampoco que tenía 17 años. Tampoco sabía que era aprendiz de herrero, ni que tenía una hija, ni una mujer, ni siete hermanos, ni nada que pudiera ayudar a esclarecer el por qué de tal golpiza a Marcos Zukerman de parte de este muchacho".
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