Viernes, 10 de noviembre de 2006 | Hoy
Por Eugenio Previgliano
A mí -dice- la verdad es que me hubiera gustado ir; imaginate -sugiere- ; vos entrabas despues de esperar sól algunos minutos, en un sala enorme donde estaba la baquet esa, un enorme recipiente de roble macizo lustrado y brillante, en una sala de luces tenues, brillando en el agua la limadura de hierro con unos destellos que a traves de la pesada tapa de hierro se dejaban entrever sugiriendo a cada mirada una forma distinta y complaciente, veías también unos hierros artísiticamente doblados apuntando hacia abajo que salían de la tapa y unas cuerdas con unos prolijos nudos mientras una pianista ingrávida interpretaba a Mozart resonando entre cortinados, molduras y frescos; y además -agrega- vos venías con la idea de todo el prestigio del dr. Mesmer y cuando veías ese paisaje sólido y refulgente, una especie de tranquilidad de espíritu seguramente te atravesaba el alma. ¿Cómo no sucumbir -pregunta retóricamente- al encanto del magnetismo?
Yo la escucho hablar con suavidad, la miro y recuerdo, sin embargo, que nunca el magnetismo me pareció tan inquietante como las fuerzas electrostáticas pero en un momento me distraigo porque ella me ha hecho pensar en esas bañaderas de roble como la que usó Carlota más o menos en la misma época para contener el cadaver de Marat.
No puedo -dice- sustraerme a la idea de que cuando una se sentaba con los demás pacientes alrededor de la baquet, cuando una se tomaba de las manos con los otros, ciertamente convencida de que el magnetismo procedería en un instante a la ansiada cura de todos los males que te aquejaban, cuando el contacto con las rodillas de los demás en esta atmósfera relajada y plena de encanto te hacía sentir un poco de temor y de abandono del mundo, cuando tras la suave música de piano, cítara o arpa vos mirabas ahí la bañadera de roble con agua magnetizada, el brillo del cristal sumergido tras la tapa, el rescoldo de la limadura de hierro a traves de los agujeritos, la solidez de las barras energizadas que afloraban, no puedo dejar de pensar que me hubiera encantado ciertamente estar allí.
El magnetismo, piensa entonces el ingeniero que hay en mí, se conoce desde la más remota China de la antiguedad, fue práctico para la navegación de los mares, es la fuente principal de los dispositivos que se dedican a producir electricidad y sobreviene, recuerda mi mente científica, del movimiento de las cargas: una carga en movimiento, recuerdo, crea en su entorno un campo magnético capaz de interferir el movimiento de otra carga eléctrica y las muchas cargas minúsculas que hay en movimiento en todas las cosas sufren la interaccion magnética lo que resulta en algunos casos en una fuerza que viene del magnetismo pero parecen al ojo poco avisado venir de un prodigio sobrenatural
La verdad -me dice- es que con el esfuerzo que te costaba conseguir un turno con el doctor austríaco tampoco te ibas a permitir una decepción cuando ya estabas sentada, y yo creo -insiste- que cuando los ayudantes de Franz Mesmer entraban con sus varas magnetizadas y sugerían que aplicaras los troncos de hierro que salían de la bañadera Marat en tus partes enfermas, un atisbo de duda fácilmente curable aparecería en tu menta turbada.
Yo la escucho en silencio mientras miro sus ojos oscuros como las noches de verano en Budapest pero no puedo dejar de pensar que muchos pensaron, incluso Newton, que algo debería haber para transmitir esas fuerzas a distancia y en eso iba la propiedad de la mente para mover a voluntad el cuerpo. Dimitri Mendeleiev creía que todo estaba sumergido en éter, una sustancia inmaterial a la que hasta le encontró un lugar en su tabla periódica.
Pero sin embargo -sigue diciendo ella con sus gestos suaves y magnetizantes-, la cura por añadidura para tus breves dudas sería la aparición del mismo Mesmer: vestido en seda del color de las lilas -dice- Mesmer se paearía con su varita mirando fijo a los ojos de sus pacientes y con un chasquido, un gesto o un pase suave iría iniciando el momento decisivo que todos habían ido a busca; LÇ Enfer à Convulsions, qué nombre -dice con una mirada soñadora- No me digas -me prohibe- que no es un momento de pasión este de estar con Franz Mesmer delante de ti que con un pase mesmerístico nada menos te induce este estado maravilloso, te cura, te lleva a los confines del alma, te da un instante que te cambiará la vida, el mundo, tus percepciones.
Yo la escucho en el silencio que me ha pedido pero no puedo dejar de recordar que en la comisión que investigó la cientificidad de las teorías de Mesmer por pedido de Luis XVI quien estaba preocupado por Maria Antonieta, paciente del doctor austríaco, estaba Ben Franklin, embajador norteamericano y estudioso de la electrostática, el dr Guillotin, que pasó a la inmortalidad a pesar de sus manifestaciones contra la pena de muerte y el químico Lavoisier, que terminó siendo paciente del antes nombrado. Todos juntos dictaminaron, recuerdo, que la teoría de Mesmer no era científica, lo que dio origen a una multitud de querellas y persecuciones que junto con la revolución francesa pusieron fin a los días de París del dr Mesmer quien partió rumbo a suiza con magnetismo, varita y seda para nunca más volver.
Pensá -me dice entonces ella- si no es una cosa buena que la sugestión mesmerística, con y sin magnetismo te dé un momento de expansión, te haga disfrutar de los privilegios de pertenecer a la nobleza a pesar de tus pesares, te haga modificar tu percepción de las cosas, reorganizar los recuerdos y vivir antes con seguridad y proyectos que con desesperación y dolor las fatuas e inciertas vicisitudes de la vida: no hay un cielo cariñito -dice sonriente- sólo hay que saber cultivarlo.
Yo la miro, pero el científico que hay dentro mío no deja de pensar que la ciencia demoró cien años desde Mesmer hasta encontrar con Pauling las notables propiedades magnéticas de la hemoglobina y unos cuantas décadas más hasta encontrar aplicaciones magnéticas que interactuen con los seres vivos y sin embargo estos pensamientos se eclipsan, se diluyen, se diamagnetizan frente al campo de encanto, de atracción, de magnetismo animal que sugiere ella con su sonrisa, con su mirada tenue, con sus promesas de falsa aflicción, con esas cosas que mueven la vida.-
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