Jueves, 14 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Adrián Abonizio
Que manera exótica, espantosa y obvia de nombrarlo: Pinocho. Abreviatura eufemística de su apellido. El Hada Buena premió al muñeco de Gepetto dándole un corazón y apariencia humana, Pinochet en cambio fue un soldado de la excrecencia de la historia, de lo p×trido y paradojal: su corazón nació humano y se le tornó en lava seca, bleque, huesos de difuntos. Pinochet ha muerto: el de la semironrisa ladina, el personaje de caricatura de revista pesadillesca. Pinocho, leo que he escrito y el nombre suena casi cordial, accesible, como el de un tío erguido que nos alarga en el patio el caballito para hamacarnos o nos enseña con su largo dedo de árbol, que eso no se debe hacer, que no se juega a deshoras ni se hace ruido. Caspa en las solapas, nieve de las cumbres, guano de los cóndores justicieros, bigotito de tahúr, manos cerriles de monstruo con hocico ceniciento...¿Que cuerpos habrán tocado sus manos? ¿Que pechos se rozaron con ellas? ¿A que mujeres quiso y satisfizo? ¿Que sueños de altura tuvo cuando era apenas un soldadito? Porque esto es lo que me interesa: no el dictador, de modos suaves y lentes oscuros, el ángel ensangrentado de traste chato, ese que salía de los eventos y un grupo de urracas señoronas momias chilenas lo vivaban, deseándolo secretamente. El Pinochet niño: ¿en que momento se perdió, se extravió en el bosque tenebroso y entendió su destino fiero de asesino de la patria y supremo cobarde? ¿Cuándo comprendió que acomodaría los gentiles dineros de la gente, las arcas invisibles del oro y los privilegios empollándolos bajo su cuero de dinosaurio intocable, como el premio deleznable por haber combatido a enemigos de manos atadas o sin ellas? Fue un zorro de cuento infantil invertido que salió de cacería sin piedad: hay que comer, hay que desgarrar, hay que morder se habrá dicho. Ese fue su destino de animal rabioso y montuno que yo imagino, rodeado de fantasmas en su despacho, mandando a morir, los molares firmes, el aliento a sulfuro y el olor a colonia de cada mañana, cuando recibía el parte de los difuntos desaparecidos que como corresponde, habían sido llevados hacia el pozo de la noche.
Yo conocí muchos Pinochet en mi tierra. Eran el taxista que pedía "mano dura", la señora de batón que rogaba orden; el industrial atractivo en su escritorio de caoba que negociaba la cabeza de delegados, ciertos periodistas melifluos, celadores de escuela, porteros que custodiaban gratis las almas de la cuadra, conocidos de la infancia. Todos sumergidos en el sendero horroroso que él, el más grande, supo transitar como el ejemplo, envuelto en su espada y su caballo, el fallecido general trasandino.
Las paradojas existen y suelen ser vibrantes: Pinocho sintió el fluir de su sangre, fue humano merced a la recompensa por su valentía. Pinochet se hizo de una materia espúrea gracias a sus actos de traición y ya hedía mal aún cuando no estaba enfermo. El Hada de Gepetto que debe estar leyendo esto, paranoica y algo perdida por su edad avanzada, cree que es ella quien produjo el maleficio. Walt Disney me la mostraba encantadora entre las estrellas en una tierra mítica, puesta sobe otra real, la del territorio estadounidense donde se fabrican ambos muñecos, unos para el ensueño y otros para las pesadillas. A unos los dibujan, a otros los entrenan. Pobre del Hada Buena que debe estar, pobrecita, sentada al borde de su lago encantado y en cualquier momento se pone a vomitar.
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