Sábado, 30 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Miriam Cairo
Papel escrito provoca aurora. Es evidente que los libros y algunas páginas del diario ponen en riesgo la salud de los que leen. Desde las primeras palabras hasta el malditismo lector, hay sólo un paso. El lector maldito no es una figura normal y por ello está un poco al margen de las emociones obvias. Esto le impide caer en el abismo común donde hace su experiencia el resto de la sociedad. Está un poco enfrentado a las categorías dominantes. Su acto de lectura suele ser un alegato contra el exceso de evidencia. Admite que su sistema lógico es insuficiente y por lo mismo apenas pretende asir sólo una parte del mundo real. Desde esta conciencia, el lector maldito tiene más interés por los pulmones ardientes del sol que por las crónicas fidedignas. Le provoca más vértigo la mordedura lasciva del misterio que una minuciosa exposición radiográfica. En fin, el maldito lee para sentir el palpitar del suelo bajo sus sátiros pies de cabra.
Paranoia convertida en opción. Hace apenas una década, en medio del auge de los exitosos y los patilludos de los noventa, el lector maldito miraba a su alrededor y se sentía tremendamente solo. Escudriñaba en los estantes más oscuros de las librerías para salvarse de la historia ficcionada con miriñaque moral y osadías encorsetadas. El maldito, a veces lograba rescatar una antología de Girri, para ser espectador, al menos, de aquella lucha contra el lenguaje y contra la realidad. Algunas noches se reunía en el bar con algún camarada endemoniado y los faunos soñaban que algún otro género pudiera robarle lectores a esas tramas sin riesgo enunciador, sin espanto social, sin el hormigueo de todos los embriones congelados en los laboratorios del mundo. Cuando los sátiros no alucinaban a causa del café, del vino o alguna bebida tropical, ensayaban una vanguardia de lectura que haría salir de sus casillas a las tramas anquilosadas de las estructuras del establishment. Se confiaban estrategias tales como leer los textos patilludos línea por medio, o de abajo hacia arriba, o bien, la modalidad que ambos consideraban la más natural para luchar contra la abulia narrativa: ir desde el final, hacia el principio. Todo era válido para salvarse del tedio de una escritura fagocitada por la anécdota contrastable con los estereotipos de la realidad. A fuerza de inconformismo, el lector maldito y el camarada endemoniado se recomendaban cimas de desesperación, textos para nada, rinocerontes, felisbertos, macedonios, espadas como labios, albatros, una temporada en el infierno, Ezra Pound.
El nudo rítmico. Algo que me resulta necesario resaltar es la forma en que el ensimismamiento del lector maldito coincide con el rayo súbito de la primera belleza. En ocasiones, al lector se le da por pensar que hay géneros demasiado vulgarizados y que parte de su responsabilidad es descubrir la embriagadora melodía de los textos menos difundidos. Con sus sátiros pies de cabra y con el auxilio de alguna divinidad excéntrica o maltratada, sale a buscar lecturas fuera de molde en las librerías donde no se come, no se bebe, no se hace show. La aventura del lector maldito debe ubicarse dentro de las tentativas de fuga. Va hacia adentro de la otra literatura para acercarse un poco más a sí mismo, así como la buena prosa va hacia el lenguaje iniciático de la poesía para encontrar lo mejor de sí. Y todo tiene una explicación sencilla: el alma es un nudo rítmico, según Mallarmé.
Sabueso de posibilidades. El lector maldito, como sabueso de posibilidades, muchas veces no encuentra el paraíso de la lectura sino el purgatorio de los libros de catálogo. Preso de las ideas encasilladas y el exceso de moderación, sueña una lectura por donde se escape el chorro divino de su raza lúbrica. El maldito sabe que en las librerías no hay fronteras netas entre los libros innecesarios y la lectura imprescindible. Es obvio que unos y otra tienen exactamente la misma fuente: la escritura, pero al desarrollarse, se vuelven enemigos unos de otra. Con su olfato bestial, el maldito rastrea. Con sus sátiros pies de cabra, recorre la meseta y presta atención porque es muy difícil saber en qué momento el orden alfabético de los estantes o las novedades de mostrador lo premian con la palabra vital o lo hacen caer en el pantano del verbo insípido. Requiere un gran entrenamiento la destreza atlética de salvar el alma de la asadura verbal.
Cabalgar sobre un caballo de ébano. El maldito no anda por la vida con los ojos cerrados y las orejas tapadas cuando cabalga sobre un caballo de ébano. Para él, así como un átomo es una constelación de partículas, los libros que lee son una constelación de miradas sobre el tremolante casco del mundo. Además, el maldito baraja teorías indemostrables. Sostiene que no sólo el escritor está en la escritura sino que la escritura está en el lector. Como en un ADN paracientífico, que no necesita de fluidos excretados, cada palabra escrita tiene alucinada información genética sobre el lector y cada palabra leída la tiene sobre el escritor. Ambos son apertura y cierre de un paréntesis que se llena de afuera hacia adentro y de adentro hacia afuera chorreando por doquier una sustancia suprarreal, que hace temblar las estanterías.
La momia. Puesto que las cosas requieren mucho tiempo para el cambio, el lector maldito prescinde de las cosas y crea su propia novedad. Propicia una ruptura en el cuerpo de la interpretación y rechaza las ideas rectilíneas que se conducen hacia un único objetivo con paso militar.
En el maldito, el salto libre de la lectura tiene el sentido de una rebelión. Desde la infancia, los libros le han ayudado a olvidar los castigos que se merecía y las prohibiciones que lo educaban. Aún hoy, los libros sin promoción y los escritores no reeditados, lo siguen salvando de ser una imitación inexpresiva de la sociedad que lentamente se momifica. Y esto también tiene una explicación sencilla: los libros y algunas páginas del diario ponen en riesgo la salud de los que leen.
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