Mié 10.01.2007
rosario

CONTRATAPA

La escoba y el ciprés

› Por Hugo Alberto Ojeda

La palabra tiene tibieza animal.

Noche del último jueves de noviembre, casa suburbana, jardín. La sirena de las 12 había sonado hacía rato y la luna desbordante se alzaba brillando entre las nubes gordas que venían del río. Había una vez.

El ciprés se recortaba en el silencio del jardín. El silencio era como la palabra, ese tiempo pronunciándose, nunca terminándose de escribir.

La bruja dejaba la escoba en el ciprés.

Cerca del árbol, un fuego estaba encendido y algunos animales estaban a su alrededor. Los animales eran cinco y hombres. Dos generaciones, dos hermanos y tres primitos. Después de cenar, los chicos habían pedido permiso para hacer un fuego con la excusa de los mosquitos. Habían juntado hojas secas del eucaliptus, piñas y algunas ramitas desprendidas por la última tormenta. Hicieron una pequeña fogata cerca del ciprés. Y todos, chicos y grandes, se habían sentado en torno al fuego. Sin hablar.

El ser humano empezó a hablar un millón y medio de años después de dominar el fuego.

Los hermanos habían estado años sin hablarse. Habían quedado en encontrarse aquella noche para tomar un vino . Ya iban por la segunda botella, las palabras se hacían esperar.

Una ausencia se escanciaba en el gesto.

Había un padre (o un abuelo) que hacía mucho tiempo no estaba. El abuelo (el padre) se había ido en 1976. De muerte natural. Una partida imprevista que había interrumpido otra conversación.

Lo que aleja a los humanos del resto de los animales es la escritura, no la palabra.

Los dos hermanos miraban a hijos y sobrinos disfrutando. Los primos tenían entre seis y cuatro años, se llamaban Leonel, Ernesto y Wladimir. El aire estaba cargado de eso que está a punto de suceder. El instante era tan bello como los colores del fuego, como la luz de la leña ardiendo.

-Tío, contáte un cuento como antes, eh?- dijo Leonel.

¿La palabra es una forma de energía?

Los hermanos se miraron apretando los vasos de tinto y sonrieron. "Como antes". Como si la aventura sólo pudiera suceder en la nostalgia, en todas esas presencias de la felicidad que parecen poder conjugarse sólo en tiempo pasado. Y el hermano menor, el que tenía facilidad para el encanto del relato empezó a contar las andanzas de una bruja que vivía en un rancho en la isla y venía volando sobre el río con una escoba.

La narración se fundió con la melodía quebrada de los chisporroteos.

-¿Y porqué venía con la escoba, no tenía una canoa?- preguntó Wladimir.

-Porque las brujas vuelan﷓ dijo Ernesto.

-Pero si la tía Laura no vuela- afirmó Leonel.

El encanto era universal. Todos parecían ser la misma cosa. Los cinco hombres, el ciprés, la luna, el fuego. Silencio y palabra adentrándose en el territorio de la pura inocencia. Esa que tenemos al instante de nacer y que pronto nos corrompen los ritos de la civilización.

Era una bruja que venía a visitar una tía enferma (o un novio) que tenía en Baigorria y dejaba la escoba escondida en el ciprés.

-Porque se la podían robar, como a mí me robaron la bici- dijo Leonel.

Oportunidad en la nada, el relato terminó y todos se fueron a dormir. Un humito azul se alzaba como si fuera la sombra espesa del ciprés o la huella de las palabras dejadas en el espacio.

Y al día siguiente, cuando había que limpiar el estropicio hecho por los chicos después de almorzar, no se encontraba la escoba por ninguna parte. La buscaron un rato por toda la casa, hasta que Leonel dijo que tal vez se la había llevado la bruja. Salieron al jardín y allí estaba, la escoba escondida entre las ramas del ciprés.

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