Martes, 30 de enero de 2007 | Hoy
Por Miriam Cairo
* Donaire. Un pensamiento al lado del otro. Un dolor al lado del otro. Un crimen al lado del otro. Yo paseo a menudo por estas cosas, pero sin pisar las rayas. Acomodo el pie en el centro de cada mosaico. Es un modo de caminar que llevo conmigo desde la niñez. No puedo decir que hoy, entre esas cosas y yo haya una confianza definitiva, pero sí que puedo sentirlas con la rara de familiaridad y a su vez, de extrañeza.
* Pez pontífice. El sumergido en el fulgor lunar es como un pez pontífice en su género. Sobre todo porque ha nacido bajo un signo de aire y hace del océano su malquerencia.
Un pez, soluble en su pensamiento, se sumerge en el espíritu y siente lo mismo que aquel que está a punto de morir ahogado: en un minuto repasa los mejores momentos de su vida.
Un pez que se quiere a sí mismo se canta el aleluya. Puede zambullirse en aguas muy seductoras. Puede decirse "este mar es espléndido," para engañarse saludablemente y salir a buscar un poco de compañía en un cuerpito dulce que quiera hacerle burbujitas en el cerebro.
Los orgasmos del pez a veces son tan brillantes como las estrellas del cielo. A veces miente. A veces calla. A veces fertiliza tomates. A veces burbujea en soledad. A veces ríe de sí mismo. Ya lo he dicho: un pez soluble es un pontífice en su género.
Este pez bello y escurridizo tiene una evidente tendencia a la melancolía, pero se adapta a la vida, se sobrepone a su naturaleza y nada con fuerza a favor de la corriente.
Entre los estímulos que se impone un pez, desde el interior del cuerpo, están la esperanza y la locura. En medio de ambas hay una inclinación de afecto y un contenido de ardor. Una promueve a la otra. Por esta capacidad, los otros peces le tienen celos.
El sostiene especulaciones carnales exhaustivas con la aleta derecha y al mismo momento le hace burbujas al amor con la izquierda, sin confundirse ni sobrepasarse. No todos los peces son tan solubles ni tan suaves. Tan hábiles ni tan activos. No todos logran ser pontífices en su género.
Un verdadero pez no considera menos agua el agua de pozo y tiene gran curiosidad por las especies de río, de estanque y de vitrinas.
Un pez pontífice logra el cumplimiento órfico de los sueños: entre sus escamas, amar no causa miedo. Dentro de sus agallas, el amor no es sólo un círculo caliente de necesidades sino también una posibilidad de sosiego. El agua es para él como una línea cuya transgresión designa la esperanza.
* La casa. En una casa la soledad puede ser más veloz que el recuerdo, más hábil que la caída, más desesperada que el correr. La soledad que ennegrece, se ampara largamente del estridente color y los incendios.
A veces se está tan sola en la casa que es posible extraviarse, y una busca retornos en sí misma.
En una casa hay libros que dicen que estamos solos. Hay espejos. Aparecen seres que se presentan cargados con sus cuerpos, con sus corazones que no van a abrirse nunca.
La desesperación de una casa no abandona. Alrededor de las paredes se abraza la soledad y una se pregunta qué es ese silencio, qué está destinado a decir. En cada paso, a toda hora del día, esta soledad se convierte en un cuerpo inviolable. Su sopor se desgrana como una nube rota. Abre abismos en todos los rincones. Exige cirios encendidos y ramos de mentas.
En la soledad de una casa se adormece el viento. Se adormece el mundo. El desamparo puede recorrerla en toda su extensión. Puede ir y venir como una ráfaga y poner sus dedos en todas las cosas.
Una entra a la soledad de la casa con todo el peso del propio corazón y el cuerpo cae con su única piel.
El día de una casa se mide en una sucesión de rompimientos. Regiones desmoronadas lo conforman. Su silencio es siempre igual y siempre contradictorio. Con el silencio de una casa se pueden llenar las copas del crepúsculo.
El silencio de una casa es una búsqueda y una razón. Una no tiene otro deseo más que estar frente a él, dentro de él. Es un silencio vivo y desnudo como el silencio de un hombre. Una busca caer en su centro con la cabeza vacía y matarlo, matarlo sin dolor todas las noches.
* Horizonte. Escándalo y soledad se manifiestan claramente dentro de esta repetición de mí misma. Si quiero elegir un autor moderno, puede ser Lewis Carroll. Si quiero elegir un autor actual, puede ser Lewis Carroll. Si quiero elegir un autor genial, puede ser Lewis Carroll. Si quiero elegir un autor cualquiera, puede ser Lewis Carroll.
Quizás, si practicara mejor mis propuestas, si estuviera más atenta a lo que ocultan mis propias apariencias, podría despejar la escritura de la perplejidad.
En verdad, toda esta monotonía aparente de mí misma, está llena de variabilidad y de equivocaciones. Podría bailarlas. Hacerlo aquí mismo no sería algo tan macabro como poner de pie algo que está definitivamente derribado. Además, lo que escribo, suele tener algo terrible, algo que conduce a una ociosidad suicida. Por otra parte, todo lo que tenía que ver con mi escritura ya no existe, y yo, fundamentalmente ya no existo. No, al menos, como existí porque cada vez que abro los ojos nazco de nuevo hacia lo que no sé.
En cualquier terreno la realidad no es siempre una experiencia de intensidad absoluta. El hecho de que me atreva a considerar la literatura como un vínculo, como un instrumento, como un hecho erótico, como una razón, me acerca y me aleja de muchos sitios.
Si pienso en un autor desencadenante, puede ser Lewis Carroll. Un estado particular de mi motilidad mientras escribo, suele ser la causa de lo que no escribo. La cenestesia ayuda a la selección de pensamientos.
A mí no me vienen a encontrar todas las variantes del lenguaje. Yo salgo a buscarlas por el mundo. Esa búsqueda me mueve, me moldea, me instala en un horizonte al que de otra manera no podría llegar. Las palabras viven y no viven fuera de la poesía. Un cazador vive y no vive fuera de la selva. Un escritor vive y no vive fuera de sí. De esta sobresaliente imposibilidad deviene mi tortura. Mi escritura.
* El deseo. Sería saludable para mí no desear que los generosos lectores de estos mosaicos se lanzaran a zumbar y lamer el néctar de sus propias flores, o a burbujear en las peceras de sus emociones con el único propósito de no hacerme fracasar en mis intentos de crear realidad a fuerza de palabras.
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