Martes, 6 de febrero de 2007 | Hoy
Por Miguel Roig *
Como con mi amigo Jaime Martínez en el Café Central y surgen tres cuestiones según transcurre el almuerzo. El anillo del Capitán Beto.
La gente que duerme en las calles, tema del próximo proyecto de Jaime.
La poesía, territorio en el que Jaime piensa hurgar estos meses, asistiendo a un taller en el Hotel Kafka de Madrid.
Sé que hay quien no conoce la canción de Spinetta. Lo ideal en ese caso sería que esta página contara con algún sistema de reproducción, un mp3, por ejemplo. Este accesorio me evitaría transcribir la letra de la canción, a la cual despojaríamos de la carga lírica de su melodía y, fundamental, de la voz metálica de Spinetta o de la levedad de Fabiana Cantilo, única versión conocida hasta el momento por Jaime. Sin el conocimiento de la canción, imagino que al leer esto, a Carmen, otra amiga, quizás, le baste con las infinitas posibilidades que le ofrece a su imaginación el simple enunciado del título. Mercedes, por su lado, se detendrá en el nombre del capitán, ya que a ella le gustan los nombres argentinos y puede que sea la primera vez que escucha la palabra Beto. Luis, casi seguro, pensará que todo esto es pura invención mía, alentada por el ocio.
Siendo breve, entonces, diré que el Capitán Beto era un conductor que un día cambió su colectivo por una nave espacial. En la nave, al igual que en el colectivo, llevaba un banderín del club de fútbol de sus amores, River Plate, y una foto de Carlitos Gardel. Más de quince años, perdido, surcando el espacio y protegido por un anillo que le ahuyentaba todos los peligros del cosmos.
El Capitán Beto se pregunta dónde ha quedado todo, dónde está su ciudad, el mate, los camiones de basura, alguien que silbe un tango.
Esto no fue dicho en la conversación con Jaime, tal vez quedó tácito el comentario entre una copa de vino y otra. Por las dudas yo se lo cuento ahora. El Capitán echa en falta una ciudad que no existe más, una ciudad invisible a los ojos, como las de Calvino; una ciudad que abandonó un día para ir al cielo prometido del futuro: ¿dónde está el lugar que todos llaman cielo?, se pregunta en medio del viaje espacial.
Hace poco más de un año, en Rosario, estaba caminando por una calle y de repente sentí un leve mareo, un malestar, un brote de angustia. Creo que llamar a esa indisposición ataque de pánico, sería faltar al respeto a quienes son arrasados por vendavales verdaderos. Lo mío no llegaba a tanto, pero como soy hipocondríaco me asusté bastante. Me apoyé en un árbol y miré el paisaje: veredas rotas, jardines abandonados, verjas herrumbrosas, paredes despintadas y el sol, el sol del enero austral, abrazando el conjunto con su luz incansable. Entonces, bajo la tupida sombra de un paraíso, busqué un poco de calma y empecé a darme cuenta que hace muchos años esas paredes eran blancas, las verjas de un verde inglés brillante, los jardines estaban prolijamente cuidados y las veredas más mimadas que hoy por la municipalidad. En aquel tiempo, yo era un niño que corría por esas calles. Era ese niño, en el cuerpo del adulto que soy, quien empezó a sentir angustia por el paisaje arrebatado. La comprensión de esto hizo que recuperara poco a poco el tono.
Como el Capitán Beto, yo estaba reclamando, sin darme cuenta, un cielo ausente, ese lugar que irremediablemente perdemos al escoger un camino y que echamos en falta cuando la duda acecha. Claro, lo que perdemos es la mirada, la luz de la visión original, el ojo inocente que inaugura para sí todo lo que en un principio se le pone delante.
Pero ser adulto no es perder esa inocencia; es poder volver a ella sin perder el sentido, sin la angustia inmovilizante.
Dije que Jaime decía en la comida que está trabajando en un proyecto: gente que duerme en la calle. Dice que a todos nos parece algo normal ver a diario mendigos durmiendo en el banco de una plaza, indigentes sumidos en el sueño en un umbral, en fin, marginales dormitando a horas destinadas a la producción: en pleno día, en medio de la jornada laboral. Jaime es un artista gráfico y se plantea representar a gente integrada en el sistema en ese rol. Un empleado bancario durmiendo bajo un soportal; un ejecutivo apoyado en un escaparate; una anciana, abrigada en pieles, dormida junto a la farola de un barrio acomodado. Gente, en fin, que no duerme en su cama; gente que se ha dormido en su propia vida.
Ahora pienso y escribo lo que no dije a Jaime durante el almuerzo: esa pérdida repentina de la vigilia, ¿no es la pérdida del camino, el extravío y la negación, a la vez, de avanzar a un destino final, inevitable? ¿Se duermen los personajes de Jaime porque no pueden seguir? ¿Por qué se equivocaron de camino? ¿O por qué no escogieron ninguno, muy por el contrario: fueron escogidos por el camino?
Me acuerdo ahora de un poema de Robert Frost, The Road Not Taken (El camino no tomado o, mejor, no elegido). Cuenta el poema la disyuntiva de escoger un camino u otro cuando se viene caminando en el bosque por uno que se bifurca en dos. El poeta mira uno hasta perder su mirada en la espesura y contempla el otro, con la hierba más crecida, y por lo tanto menos pisado por otros caminantes. Escoge este y echa a andar; más adelante piensa, sobre su pasos, si debe regresar y retomar la marcha por el otro sendero descartado. Pero no, sigue "de aquí a la eternidad", apunta Frost: "dos caminos se bifurcaban en un bosque / y yo tomé el menos transitado, / y eso hizo la diferencia".
Carmen recorre su camino a través de la imaginación: es una narradora de fábulas infinitas, llenas de mundos que contienen otros. Mercedes atraviesa el camino que le señalan las palabras, a las que ausculta con pericia y fija con voz de poeta. Luis, que ahora se ha ido a vivir a otro país, seguirá pensando que todo es una invención, incluido el camino propio: ¿por qué negarle razón?
Pero todos ellos, al igual que Jaime, que busca en el taller de poesía otro camino ¿menos transitado? para encontrar a sus ciudadanos dormidos, construyen un sentido para no volver sobre sus pasos ni detenerse aunque corran el riesgo de perderse en el espacio como el Capitán Beto, a quien sólo le queda un banderín de River para aferrarse a la vida.
Pero vale la pena: hace la diferencia jugar distinto, jugar el propio juego, jugar bien, aunque al final uno se pierda en ello.
Y en esto la vida se parece al fútbol: suele perder el que juega bien y ganar el que juega a no perder. Pero eso ya no es vida.
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