Jueves, 3 de noviembre de 2005 | Hoy
Por Jorge Isaías
En el atardecer, cuando la línea del horizonte se torna difusa, cuando esa línea es incendiada por el disco rojísimo del crepúsculo -que cae incendiándolo todo hasta tornarse difusamente violeta- y los pastos brotan ruidos indescifrables y de llamitas purpurinas, holladas luego por las pezuñas de las vacas que pesadamente vuelven a la chacra, arreadas por el boyerito diligente, quien a pie, látigo en mano acompaña con gritos la orientación a los corrales.
Es la hora -escribe Borges- en que el campo parece que quiere decir algo. Y para un oído atento, que sepa escuchar dice demasiado en la quietud beatífica que intensifican las manifestaciones de animales e insectos que uno apenas puede identificar y no siempre.
La casa es un bulto informe casi hasta que uno la tiene delante de las narices y entonces toma cuerpo cuando uno llega al patio y recibe el ladrido alerta de los perros sueltos y el más amenazador de los tres que están atados a una estaca a través de una cadena y sólo se sueltan en ocasiones muy especiales, es decir cuando toda la familia sale, excepcionalmente de noche. Siempre hay algo que hacer, si no hay cosecha se ara, o se siembra o se corta pasto para los animales. El tiempo no alcanza para nadie.
Hasta los chicos ayudan y si son muy chicos, entonces quedan al cuidado de la abuela.
De todos modos ese era el tiempo que preferíamos, era el tiempo bullente, el hermoso tiempo inolvidable. El de las trilladoras que hendían ese mar amarillo cual intrépidos barcos rojos, amarillos o verdes que eran los colores clásicos con los cuales se las pintaba.
O el tiempo de las "juntadas " de maíz, cuando en tres días se mataban dos cerdos de no menos de trescientos kilos cada uno y se los faenaba en un clima de alegre camaradería entre familiares y amigos, ya que había que colaborar para embutir chorizos y salames y bondiolas y queso de chancho, preparar la carne, salarla, derretir los chicharrones.
Luego se iría devolviendo esa solidaridad chacra por chacra ya que todos estaban comprometidos en la misma producción y en la misma vida de trabajo y de familia.
Y nosotros merodeando. Nos echaban de todos lados porque estorbábamos y no cejábamos hasta conseguir esas vejigas que inflábamos para luego usar en los partidos futboleros de hacha y tiza en el mero patio pelado o en un potrero cercano.
A esto había que agregarle los paseos "en petiso" hacia el canal donde pescábamos ranas.
Por las noches los hombres jugaban a las cartas en el comedor con la ventana que miraba el camino y las mujeres tomaban mate dulce en la cocina mientras chismorreaban sobre noviazgos y casamientos, mientras nosotros oíamos aterrados los cuentos de aparecidos que nos contaba algún primo mayor en la habitación donde hacinaban a la población infantil.
Era una fiesta que se repetía todos los inviernos, aunque las heladas arrasaban con una persistencia muy particular, muy empecinada y muy renovada cada año.
El invierno traía también la épica de las "juntadas", la emoción de subirnos a esa chata tirada por cinco caballos con la cual se recogían las bolsas que los juntadores paraban en el campo.
Ahora vamos por esa zona que yo reconozco apenas, sólo el camino, sólo el canal como referencia y mi hermano que conduce el auto, que como es mucho menor que yo no vivió toda aquella experiencia y al que voy instruyendo a golpes de recuerdos, imponiendo de una anécdota, de un chiste, de cualquier esquirla con que se digna honrarme mi memoria.
Como vamos hacia el pueblo, tendremos el crepúsculo a espaldas nuestras y entonces los haces multicolores refractan en la luneta trasera del automóvil, se vuelve coruscante en los espejitos retrovisores pero enfrente sólo tenemos el camino a oscuras y que los faros del auto hienden sin piedad mientras las sombras grandes de los pinos a los costados acechan como grandes fantasmas.
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