Sábado, 7 de abril de 2007 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
hola, mi viejo amigo. le escribo en minúsculas, como usted prefiere, sin esas prepotentes y gritonas letras altas que a veces nos aturden. hace tiempo que no salgo, cansado y achacoso, inmerso en la terca molicie que me acompaña desde que tengo memoria. me visita algunas noches el hijo de un entrañable amigo que, algo torpe y muy voluntarioso, pretende ordenar esta historia que parece no tener principio ni fin (pero sí le aseguro que tiene pies y cabeza), este relato en apariencia desprolijo y sin sentido que estoy intentando contar. no se ofenda ni se preocupe, sólo usted es y será mi biógrafo: si no fuese por su generosa ayuda mis textos se hubieran perdido para siempre. nuestra estación preferida, el otoño único de esta única ciudad, ha comenzado de la peor manera, con lluvias atroces que derrumban, que castigan y matan, que arrasan con todo, pero no pierdo las esperanzas de recuperar los atardeceres amarillentos, el aire frágil, grisáceo, las rojizas lloviznas apacibles y tristonas. nos debemos, como usted bien dice, un naufragio, una módica borrachera y más de una charla. un abrazo. nicanor.
Palabras quemadas. ¿Usted sabe, me dijo don Nicanor una tarde, que alguna vez publiqué un libro de poemas que no era tan malo como podía suponerse? Un libro pequeño, tan pequeño que los jurados de un premio se negaron a tenerlo en cuenta como libro ya que tenía tan sólo 37 páginas de texto y al parecer por ese entonces la Unesco había determinado que un libro de 37 páginas no era un libro. Después lo quemaron, junto a otros libros. Eso tenía cierta lógica, ya que si no era un libro ¿para qué dejarlo como testimonio de un acto delictivo? Ignoro el motivo por el cual se quemaron los otros libros, pero puedo sospecharlo ya que lamentablemente conozco algunos testigos oficiales que sonríen complacidos cuando recuerdo ese hecho un tanto abominable, ¿no le parece? me pregunta don Nicanor con un tono un tanto borgeano. El libro se publicó hace cuarenta años, en 1967, y lo quemaron hacia fines de 1975, pero no estoy muy seguro de cuándo fue ese incendio de papel. ¿Otro fragmento metiéndose en el medio de una narración que no sé bien de qué se trata? Hércules Poirot, Philo Vance, Nero Wolfe me mandaron unas líneas censurando mi actitud (y trasladando la censura a quien transcribe parte de estas conversaciones, pero este excelente amigo no tiene culpa alguna) Me alegro, me sigue diciendo don Nicanor, que Philip Marlowe, Sam Spade, Donald Lam y hasta Isidro Parodi me enviaran su apoyo, con alguna ironía, es cierto, y acaso alguno de ellos con algo de duda. A diferencia de los otros ellos me conocen, no demasiado pero lo suficiente para saber que se trata de algo que hago de buena fe. No es fácil no es nada fácil volver la mirada a los años que van de 1989 a 1998, casi diez años, y regresar ahora con la mayor fidelidad posible a contar la historia. O lo que ahora pienso que son como tres historias paralelas dirigidas a un mismo fin, pero por diferentes motivos.
Intervalo con maní con chocolate. El ritual en el cine San Martín para los continuados de terror (tres películas nunca superadas) junto al amigo con quien casi siempre iba, Joaquín Lejarza, que se perdió años después en la soledad y la belleza de un lugar cordobés, era comer pebetes (pero de verdad, de esos que ya no hay) con mortadela cuando las cosas se ponían bravas en la pantalla. En ocasiones, pero sólo en ocasiones, podíamos disfrutar en las mesitas que el cine tenía hacia la entrada (¿o me equivoco?) con Sidney Greenstreet, Bela Lugosi y un joven Vincent Price. El inolvidable gordo había nacido en 1879; Lugosi, que ya andaba medio deprimido, en 1882; Vincent Price en 1911. Perdone mis constantes paréntesis, pero es algo que me enseñó Jorge Riestra hablando de Faulkner, y ni quiero ni puedo evitarlos. Hace poco lo vi a Vincent Price en la que creo fue su última película, Las ballenas de agosto (1987), dirigida por Lindsay Anderson, en donde Price hacía un pequeño papel (y lo hacía estupendamente bien) junto a Bette Davis y Lilian Gish. En el Belgrano el ritual cambiaba un poco. Primero porque el bar se encontraba debajo de la pantalla. Los pebetes de mortadela tenían la misma calidad, pero a Joaquín y a mí nos acompañaban otros amigos, Jorge Minetti y Fernando Aletta de Sylvas. Las conversaciones, en este caso, eran con Claude Rains, Peter Lorre y Mary Astor, de quien yo estaba perdidamente enamorado. Me decían que era frígida; resultó ser una estufa Volcán de ocho velas funcionando a todo vapor. Y siempre tenía el suficiente kerosene como para no detenerse nunca. Ya no existen esos cines, tampoco aquellos pebetes de mortadela y por algún largo tiempo me pregunté si no se trataba, todo, de un inventado film en fragmentos y que un día despertaría. ¿Y todo esto a qué viene? ¿Distracciones? ¿Formas de olvidar sin poder olvidar?
Reflexión sobre don Nicanor. Walter Motto, que alguna vez fue, creo, Nicanor Pérez, quien como diría Borges es muchos y es nadie, me dijo una tarde en la que el calor apretaba, en la esquina de Córdoba y Dorrego, que a don Nicanor debíamos perdonarle algunas de sus chifladuras. Yo creo, con todo el afecto y el cariño que le tengo, que por estos días anda más chiflado que antes, si bien su gran amigo, Alberto Muniagurria, lo mantiene con vida y no se sabe cómo. Es cierto que don Nicanor anda preocupado, se ve que ha estado hablando (y acaso manteniendo amores de esos que queman) con la Vieja y Bella Dama Indigna. Ahora está alarmado porque le han dicho o lo ha leído o lo ha escuchado por radio o televisión, que toda la población de Rosario se arrojaría al Paraná en señal de protesta. O tal vez en la unidad de varias protestas diferentes. Don Nicanor, le dije, usted no puede creer en semejante disparate. Y hay algo peor, me contestó: hay una versión que dice que en realidad los habitantes de Rosario serán arrojados al río, lo quieran o no. Esta versión, según don Nicanor, es más creíble que la otra. ¿Cuántos gobiernos de asesinos arrojaron gente al río? ¿Usted no cree que Hitler o sus discípulos más repugnantes pueden repetirse en cualquier momento?, insiste don Nicanor con inquietud que va ascendiendo hacia la bronca. Por mi parte creo que no se encuentra del todo equivocado, pero eso no me impide creer que lo rondan las chifladuras. Cree, y lo cree desde hace mucho, que el único camino de salvación del hombre se encuentra en la cultura, en dar rienda suelta a la creación. En el "Guernica" de Picasso (y es sólo un ejemplo) se encuentra el futuro de la condición humana y no en Hitler y sus abyectos discípulos. También en el amor, dice don Nicanor, siempre y cuando se den también las otras cosas. Los nazis, que experimentaron todas las posibilidades del horror, demostraron que el amor no era posible en los campos de exterminio, aún en los casos en que ponían a las parejas de enamorados en lugares en los cuales aparentemente el horror no existía. Las parejas (esta feroz experiencia la cuentan dos escritores alemanes posteriores al nazismo, si es que hay algo en el mundo que pueda ser posterior al nazismo) apenas si se tocaban. Entonces los nazis, con magnífica compasión, las mandaban a las duchas de gas. Es posible que allí tendieran al gesto de un último abrazo. Escucho a Nicanor, se que es así, pero le digo que, en relación a "1984", aquel gran hermano que ahora estamos viviendo a través de una ficción bastarda y nociva, Auden sostenía que "si los amantes hubieran podido mantener una confianza absoluta en el otro, incluso bajo la tortura, entonces sólo sus cuerpos se hubiesen roto". De repente se me cruza una visión atroz, pienso que a lo mejor en el gran hermano que se transmite por televisión como si tal cosa, se impongan de a poco ciertos castigos físicos que irían reemplazando a los actuales y llegarían a la tortura. No puedo evitar la expresión de miedo, y don Nicanor se da cuenta. No se asuste, amigo mío, me dice, tal vez usted tenga razón y yo ande mal y tenga algunas chifladuras. Como se da cuenta de lo que pienso, agrega: ¿recuerda aquellas escenas tremendas de "I, como Icaro"? Nos quedamos callados y nos emborrachamos. No es una solución. Simplemente es lo único que se nos ocurrió.
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