Miércoles, 11 de abril de 2007 | Hoy
Por Iván Fernández *
Muros y madera.
Entro, cruzo la puerta.
Las mesas están distribuidas en tres hileras (nave y dos alas), quedando dos pasillos por los que circular hasta llegar al lugar elegido. Me siento en una de las alas, contra la pared.
Hay una barra y detrás un cuarto, tal vez la cocina, está cerrado y de acceso permitido sólo a quienes merecen conocer ciertos secretos. Quienes entran y salen son siempre mujeres.
En los muros, altos, están las imágenes de un pasado con el que los ritos actuales se toman la mano. Existen antiguas fotos del bar (este u otro), fotos de la urbe en que está inmerso, dibujos, publicidades de productos ahora inexistentes y, como en otros bares, como en otros templos, el santoral (en este caso, algunas imágenes de Olmedo).
En el encuentro de dos paredes, en un rincón, hay un pequeño balcón, rojo. La baranda es baja y de barrotes torsionados. Del balcón cuelga, amarillento y escurriéndose, un helecho.
De Gardel, extendiendo el santoral, hay: una foto (típica, de sonrisa y sombrero) y dos dibujos, uno debajo del otro. En el superior, con un gesto de festejo socarrón, Gardel está rodeado por cuatro rubias (las de New York) de vestidos rojos con breteles; en el inferior, rodeado de palomas, sonríe con bondad.
Dispersos, diversos, hay también: un Quijote de tuercas y tornillos, un teléfono viejo, un sol de noche, un plano, botellas de bebidas espirituosas.
Una de las celebrantes se acerca y realiza la pregunta de iniciación, una pregunta matutina; no soy original en mi respuesta. Cuando regresa con el pedido solicita la confirmación de mi fe: "¿Azúcar o edulco?". "Azúcar" (Amén).
Afuera caminan las oficinas (una fauna de trajes ronda por las mañanas), cada tanto se esconden, o trabajan. Hombres y mujeres, vestidos, ambos, de hombre.
Y ahora los fieles:
Hay un hombre, mayor, sentado en una mesa de una de las alas, y, enfrente, pero en otra mesa, una señora. En verdad digo que la distancia que los separa es casi de intimidad teniendo en cuenta otras distancias entre los que participamos de los ritos. Están solos, no están juntos, pero cuando yerguen sus cabezas quedan con sus rostros enfrentados. Yo creo que en cualquier momento van a hablar, algo se van a decir que confirmará que, por lo menos esto, no es casual; nada se dicen, el diálogo no ocurre. Pero sí ocurre la dispersión de los aromas: café, facturas, leche (se queman como el incienso).
Hay también, distribuidos y llenando el templo, hombres de unos 50 años, vestimenta formal y celular al cinto. Es su momento, la hora de la mañana, como en las oficinas, pero en los bares se esconden, o trabajan.
Una mujer ingresa a paso raudo y va directamente y en silencio a sentarse en la mesa ya ocupada, y yo vuelvo a creer en los encuentros concertados sin palabras. La celebrante se le acerca, no quiere nada. Sólo quiere, tal vez, estar sentada frente al hombre con quien no cruzó ninguna palabra.
Una pareja mira un diario, no sobrevolando el papel con los ojos como sí lo hacen los hombres de la tribu del celular al cinto, sino con atención, desmenuzando, están particularmente atentos a lo que la palabra tiene para decirles. Y en cierto momento se levantan, pagan (es su contribución) y se van. Pocos segundos e ingresa otra pareja que toma el mismo diario, se sienta en la misma mesa, y lee con igual atención, y ahora sí estoy convencido de que los movimientos siguen ciertas directrices, ya trazadas.
El hombre mayor y la señora que están frente a frente, pero en distintas mesas, siguen en su incólume coreografía (bajar la cabeza, beber café, erguir la cabeza).
De repente, un clamor, es una alarma (de auto). Un hombre de traje comienza a mirar por la ventana, sale y vuelve a entrar. La alarma sigue sonando. Otro hombre de pantalón de vestir y chomba realiza las mismas acciones y cuando está por salir la alarma se apaga, entonces vuelve a su asiento. Estos dos también son de la tribu de los hombres del celular al cinto, que se alteró por un momento ante el riesgo de un ser querido.
Aparece un hombre con un perro en la puerta, saluda amistosamente a las mujeres que dirigen el templo y pregunta si alguien no pasó a dejar un sobre. Una de las mujeres va hasta la puerta y, efectivamente, le entrega un sobre marrón y saluda al perro que le corresponde con muestras de alegría (en ocasiones los ritos se suceden con naturalidad).
La señora que estaba sentada frente a frente con el hombre, mayor, se va, y luego de unos instantes, el hombre se levanta, lento, y se acerca a la barra y paga; se va del templo caminando despacio, se va extinguiendo, desaparece.
Y yo también me voy, no sin antes pasar enfrente del Gardel feliz, rodeado de rubias; y del Quijote, de brazos de tornillos, las manos enroscadas al escudo, a la lanza.
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