Miércoles, 25 de abril de 2007 | Hoy
Por Miriam Cairo
El hombre que debíamos llamar hombre no tenía parentesco con ningún otro que se llamara hombre. Esto era algo que mis primas y yo teníamos bien metido en la cabeza. Sin esas elementales nociones no hubiéramos podido llegar al punto incierto donde nos vaciábamos de pudor y nos llenábamos de distorsiones.
Los domingos, en aquella casa, las tardes eran muy largas. La pereza adormilaba las conversaciones y anestesiaba el control de las madres. Nosotras tomábamos al hombre de la mano y lo llevábamos al otro lado del patio donde nadie nos veía. Allí le quitábamos la camisa, lo sentábamos bajo la sombra del sauce y una a una escribíamos nuestros nombres, con el dedo, sobre su espalda. El nos leía con la carne. Reconocía nuestros nombres que le penetraban la piel, seguían el trayecto hirviente de la sangre y salían por la boca. Dócilmente el hombre se prestaba al juego de nuestra violenta pubertad.
Aquella tarde que nos llevaron al río, yo le escribí con el pie dos palabras en el pecho y él no las dijo. Volví a escribirlas, cada vez más lento, y él no las dijo. Letra por letra recorrí su pecho con la punta del pie y no las dijo. Mis primas también quisieron escribirse sobre él, pero no lo permitimos. Esas dos palabras nos tuvieron ocupados hasta el anochecer. Creo que si mis padres no me hubieran llevado a casa, todavía las seguiría escribiendo. La vida, bien hubiera podido tratarse de eso.
El no avanza ni un milímetro. Lo que me irrita es que todos los poemas fueron escritos para él, pero sin embargo no se dio por aludido, en tanto otros hombres los creyeron hechos para sí. A todos mentí. A todos confirmé que cada palabra nació pensando en ellos. Mi gran secreto es el escaso poder de lo que escribo. Ni una sola de mis palabras pudo llegar a su corazón. Quizás mis méritos den resultado con los años.
Al nombre del amante que conocí aquel agosto, lo escribía en un pedacito de papel, a falta de poder nombrarlo. Era un amante que como yo, pronto se aburría de todo. Cuando aquella noche dijo que mis manos eran hermosas, inmediatamente mis manos se hicieron hermosas. Si no me hubiera pedido que me desnudara, igualmente le hubiera obedecido porque una mujer huele el deseo de un hombre a la distancia. Me pregunto por qué siempre que puedo, invento. Por qué siempre que puedo, huelo. Por qué haré y sabré tantas cosas malvadas.
Puesto que pronto se aburría de todo, aquel amante también inventaba. Improvisaba hasta el asombro. Hasta la admiración. Y raramente eso le bastaba.
Porque no había nada especial en el aire, él me pedía que inventara y yo me convertía en todo lo que imaginaba. Cierta vez sólo me faltó un palo entre las piernas para volverme hombre.
Aunque vivíamos inmersos en nuestras digresiones, nada nos impedía reconocer los crepúsculos primordiales ni la diferencia entre el rayo límite y el rayo acabado. La obnubilación nos hizo lúcidos. La obscenidad nos hizo puros.
En aquel tiempo, construir el paraíso no costaba tanto. Éramos pobres, pero juntábamos monedas para pagarlo. Y como si todo el vértigo hubiera sido poco, aquello que hacíamos estaba mal. Aquello era meter cuernos. Por culpa del aburrimiento y las ilusiones poníamos los dedos en el aguijón del crimen. Después de haber conocido a mi amante aquel agosto, tuve dos grandes propósitos que me llenaron la vida: uno, cuidar en mi jardín las malas hierbas y otro, evitar todo sentimiento que me llevara a amarlo.
Por entonces, yo tenía la certeza de que el amor era una desgracia. Era un estuche. Era la destrucción de lo mismo que promulgaba. Por entonces, yo temía que mi amor lo odiara, por eso ni siquiera lo nombraba. Por eso escribía su nombre en el papel del baño y lo maldecía con besos antes de arrojarlo al desagüe. No quería estropear nuestra dicha con mis buenas intenciones.
Era tan triste el sexo de ese hombre que venía a mi encuentro, que mientras caminaba hacia mí, grabó en la vereda una herida profunda. Contra su voluntad, en su modo de acercarse y de esquivar la mirada, me hizo ver su pasado de compañías agobiantes.
Una corriente fría de tanto en tanto filtraba la corriente cálida que me corría por los huesos. Estábamos lejos de todo y sin embargo en su interior había ruidos ensordecedores, palabras ininterrumpidas repitiéndole algo abrumador.
Esperanzadamente navegué procurando ser alcanzada, pero su cuerpo era un ancla. Su corazón era un ancla. Su idea de mujer era un ancla.
Ambos estábamos sumergidos, pero en distintas aguas. Y no sólo por haberme dejado sorprender por un hombre aferrado al sexo triste, dije basta. Yo había conocido ese momento. Ya había perdido algunas dichas y no necesitaba una oruga a mi medida para saber que tanta tristeza era demasiada. Simplemente dije basta porque había aprendido a hacerlo.
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