Lunes, 14 de mayo de 2007 | Hoy
Por Sonia Catela
Pasás entonces frente al grupo de desharrapados, algunos de los cuales se apoyan en el paredón donde, dos metros más allá, sobresalen las armas de la caseta de seguridad del wall mart, y ¿seguro que viste lo que viste antes de doblar rápidamente la cabeza para no enterarte? vos caminando entre los habitués del supermercado, pasando entre esos rotosos, niños dos de ellos, los otros adultos ¿y hacían lo que no se puede concebir? varones, aunque, uno, confuso, podría tratarse de una mujercita, nena en realidad, y la sombra veloz desprendiéndose del racimo oscuro, adelantándose, inclinándose sobre el cuerpo ¿dormido? ¿inconsciente? para meter mano en la bragueta sucia del tipo tirado ¿despierto? ¿o en shock? meter mano en la bragueta para masturbarlo, masturbarse, meter mano, el grupito en jocosidad mientras el mundo anda lista de compras entre los dedos, tarjeta de crédito en el bolsillo; las señoras se esponjan la melena, el auto que estaciona donde todavía queda un sitio, menos mal, justo delante del mac donald, avenida Insurgentes, grises de ropa, mano que mete que te mete, serán seis, ocho, caminás como si te empujara hacia adelante un alambre recto. El cuerpo que se inclina (ataca) sobre el otro cuerpo ¿desvanecido? ¿embriagado? y refriega frac frac frac, ¿cómo echar siquiera una ojeada? mocos sueltos, mugre, un círculo gris, oscuro, sobre el cuerpo ¿ido? ¿qué consiente? ¿enfermo?, poner la espalda, huir hacia la paquetería del súper para depositar la mochila, hay que comprar camarones, o sushi, mejor. ¿Viste lo que hacían? te sacude Melina; no sé, replicás; sí, viste, insiste Melina, ¿los vi? ¿cómo eludir la lava de conocimiento?, y entonces sabés. Sacás los garabatos de lo que tenés que comprar, sorteás al tipo de vigilancia que le pone un precinto a tu cámara fotográfica y vagás por las góndolas tomando productos, embolsando paltas (o aguacates como se llaman localmente), vino nativo, el agua mineral imprescindible, aguantás la cola en la caja, calculás cuánto representa el ticket en moneda argentina, pagás, embolsás, sacás plata del cajero automático y salís adonde sucede: el paredón, el grupo de ropa desgarrada, los jóvenes sucios, la caseta de seguridad, los clientes que circulan por la vereda, el cuerpo que ataca, o que juega, mete la mano que mete que te mete. Sabés, entonces sabés que estás en México. O aquí nomás, en tu localidad pueblerina, o en Rosario; es aquí y nada puede ya ponerte a salvo.
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Una parada del ómnibus urbano, de línea, (camión como le dicen en D.F.) para que suban dos policías; los policías al frente, los hombres del pasaje que se ponen de pie. ¿Para qué? Para ser cacheados de armas con extrema meticulosidad. Se repetirá mañana. Se repetirá a diario. Pero los agentes pasan de largo frente al asiento que ocupa el turista rubio. El turista rubio posee salvoconducto por ¿rubio? ¿turista? ¿la cara correcta de la moneda criminal/inocente? El turista cosecha su anécdota cotidiana de México, el tercer mundo, los bárbaros. Nosotros.
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Porque el sol sigue apareciendo a fuerza de lo que lo mueve: sangre y corazón de inocentes, (creen los náhuatl) y regresa, cada mañana, quizá por que se le ofrece lo que necesita; sin embargo, en lo alto de la pirámide de Tehotihuacán no se ve ya a Quetzacoatl presidiendo las ceremonias de sacrificios. Se mueve allí en este momento un muchacho claro, alto, ligeramente obeso. Viste jeans. Y una polera donde se estampa la bandera americana. Según el muchacho se agacha y se levanta, la bandera flamea, como si, por un mástil invisible, se encontrara clavada en el tope de la pirámide.
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Entonces sabés donde estás, México. O aquí, más cerca, a la vuelta de tu casa.
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