Martes, 29 de mayo de 2007 | Hoy
CONTRATAPA › CRóNICAS DE BARES II
Por Iván Fernández *
Esta vez el templo es un recoveco, las dimensiones y los planos que lo conforman así lo plantean. Y es que se baja un escalón al entrar, y es que el mobiliario, las paredes y el techo se acortan y acercan. Dentro, todo es pequeño y en todas direcciones hay lugares casi ocultos, posibilidades de reservar. Afuera las calles, lo visto y evidente, y los carteles altos y gigantes.
En general el blanco predomina en la zona baja del bar, mientras que en la zona alta gana el marrón. Las mesas, de esta manera, son blancas y laminadas, los banquitos son negros, todo cercano al piso. Hay heladera de carcasa de madera, detrás de la barra, hay un exprimidor accionado todo el tiempo que bombea jugo de naranja -es lo que nutre a los habitantes de este bar. Hay cuadros de los Beatles, caja expendedora y listados de precios. Banquetas, un poco más altas, sobre la barra.
Me siento contra una pared. Las mesas tienen un estante pequeño donde dejar cosas pequeñas. Detrás, una pareja que discute sobre política y dice: compañeros, universidad, elecciones. Mi banco está pegado a uno de ellos, compartimos respaldares, y como se discute acaloradamente transmiten movimiento. Mis vecinos se agitan en su disputa por el poder y, como suele ocurrir, movilizan a otros, en este caso a mí. En un horario de oficina hay quien dice: compañeros, universidad, popular. Y son teorías y análisis sobre la realidad.
Hay cantidad enorme de mozas, de celebrantes, algunas entran y salen del recoveco, otras se mueven dentro de él con singular habilidad repartiendo platitos, vasitos, sandwichitos. Se mueven con presteza depositando, aquí y allá, raciones pequeñas.
Entran obreros y ocupan mesas del centro, entre ellos conversan acerca de construcciones de obras; la praxis. Hablan por celular y discuten medidas, y hay que conseguir esto. Su discusión es más descansada que la de los charlantes políticos, pero concreta. Esta tarde habrá paredes nuevas.
Entran también oficinistas, hombres y mujeres de traje, se sientan en los bordes del bar. Se mueven, pareciera, con mayor habilidad que el resto de los habitantes, y es que tal vez las oficinas también sean recovecos.
En la cueva que es el bar hay un rasgo particular: ventanas. Dos grandes ventanas que dan al río de gente que camina. Estamos dentro de una cabina, las ventanas dan sensación de pantalla, o mejor, parecen cámaras y es porque tienen cierta profundidad, se mira como desde un tubo. Los caminantes del exterior se ven por estos dos grandes visores, y avanzan como para introducirse en el bar (como el tren de los primeros registros fílmicos), pero no, siguen. Desde un mundo pequeño y de subsuelo se puede observar una realidad amplia, alejada.
Se va la pareja que discute política y con ella las elecciones, los compañeros, la universidad, estrategias y análisis de coyuntura. Salen de bar recoveco y se vierten sobre el torrente exterior; hay momentos en los cuales se puede ya luchar a campo abierto.
Ingresan dos hombres, padre (de traje) e hijo, y se sientan en el lugar de la pareja política. Se acerca una moza y el padre le presenta al hijo: "Este es mi hijo", la moza, como referencia, dice: "Yo soy la que está todos los días acá". Los celebrantes mantienen relación estrecha con los templos.
Otra vez el banco se mueve y es que comparto respaldares con el padre que agita sus piernas rápida y constantemente. No es el movimiento de la política: cimbronazos acalorados que toman por sorpresa, sino leves y constantes vaivenes. Hijo y padre conversan, el hijo vino de "allá". Hay en su diálogo la sofisticación que dan los viajes a lugares más importantes que los que ahora se pisan.
Los obreros habían hecho un pedido para un compañero que ahora llega y come, y los que estaban se levantan y lo dejan solo.
El hijo está indignado de la tierra en que se crió, conoció novedades, cuenta maravillas, y el padre, tal vez orgulloso, dice comprenderlo. Aquí tal cosa, allá otra, muy distinta; aquí todo es terrible, incluso estando escondido en un bar que es un recoveco.
Los vaivenes del banco de padre e hijo sofisticados me agitan como echándome, el obrero solo se marcha y los oficinistas retornan, tal vez, a sus propios recintos reducidos.
Pago y me contorsiono. Me vuelco también en los caminantes exteriores y paso a estar en la pantalla del pequeño bar.
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