Sábado, 30 de junio de 2007 | Hoy
Por Gary Vila Ortiz
"Fernando: si usted, mi desconfiado, involuntario ayudante, encuentra estos textos que le iré dejando por debajo de su puerta (y aquí me veo obligado a una de esas digresiones que tanto le complacen), esa puerta pesada pero bonita, de hierro (creo que es de hierro) trabajado y gris, con dos vidrios enormes que permiten ver el interior, bueno, mejor me detengo para que no se enoje, si encuentra, escribía más arriba, los papeles que le dejaré entre la maraña de ofertas coloridas, promociones de tarjetas de crédito, votos, puntuales impuestos y alguna carta, podrá, entonces, seguir adelante con la historia. Ya sé que se está cansando de mí; ya sé que no me cree demasiado. Si no quiere participar más de la narración de mis desventuras, sólo tiene que perder estos papeles o usarlos para envolver lo que le plazca o guardarlos en un cajón o regalárselos a su hija para que dibuje algunos garabatos. O puede relajarse un poco y aceptar que el orden de los textos me resulta indiferente y que deseo transmitir esa indiferencia al posible lector. Es cierto, admito, que los hechos tuvieron una cierta cronología, pero esa marcha en el tiempo ¿es la misma que percibe la Divinidad? ¿A quién puede importarle que la nieve llegara a la ciudad por 1973 y que la risa despectiva de esa mujer que me hirió hubiese ocurrido hace pocos días? Sin pérdida alguna para la historia, esos hechos podrían invertirse: había nevado hacía un par de días; ella, victoriosa, se había reído de mí alguna tarde de 1995. La historia cambia a su voluntad sabiendo que la verdadera historia solamente es conocida por el Otro, ése que Borges invoca en una página inolvidable dedicada a Pedro Henríquez Ureña. Todo ocurría, pero la sucesión de lo ocurrido era producto de su imaginación. El pasado es irrefutable, eso es algo que no niego, pero la cronología puede ser diferente sin alterar lo esencial. Sé que usted, Fernando, pensará que estoy chiflado, que es justamente esa cronología la que da sentido a la historia. Ya me ha dicho, lo recuerdo, que esa misma cronología está presente en lo que nos agrada o amamos y en aquello que detestamos, que Mussolini, Hitler, Franco, preceden al horror, son los artífices de lo abominable. Puede que en parte tenga razón, pero esos tres mal paridos, o acaso no paridos por mujer alguna sino engendros del demonio, ya eran el horror en sí mismos. Llevaban lo terrible en su interior. Adivino su respuesta: 'Eso de ninguna manera pone como un fin a la cronología'. Medito en silencio, mientras prendo un cigarrillo, sonrío y le contesto, mi amigo Fernando: 'Usted tiene razón; es probable que yo esté equivocado. Pero algo me dice que aún cuando la cronología nos asegura que esos tres monstruos se encuentran muertos, no me extrañaría que se reencarnaran con otras caras y se volvieran a cometer las atrocidades que ellos cometieron'."
"En todo caso, el tipo había cumplido con su trabajo. Ya le explico, Fernando, no se impaciente. Sucede que le habían ordenado que sacara del informe todo aquello que le pareciera superfluo, todos los detalles que no había por qué dar a conocer. 'Usted comprende bien lo que queremos decirle, ¿no es así?', le habían preguntado los que mandan. No era así; el tipo hasta daba la impresión de no conocer bien qué significaba con exactitud eso de superfluo, pero entendía bien qué significaba obedecer sin hacer preguntas y eliminar esos detalles que no había necesidad alguna de que se conocieran. Lo habían elegido bien: era obediente y algo bruto, pero tachaba con facilidad y encastraba un párrafo con otro pese a la borratina. Lo dejaban trabajar en su casa, es decir lo dejaron trabajar en su casa mientras achicaba el informe. Y el tipo trabajó duro. Llegó a fumar dos paquetes y medio de negros por día y agotaba taza tras taza de mate cocido que le preparaba Sofía, su gorda mujer, orgullosa de pensar que su hombre no era el torturador que le habían dicho sino un escritor. Los que le encargaron el trabajo quedaron conformes, más que conformes. El informe era breve y dejaba por sentado lo que los 'grandes jefes' querían: que el fulano que tenía que pasar por mentiroso se transformara en el mentiroso más grande del mundo. El tipo se sentía feliz: había sido mucho más sencillo eso que picanear al sujeto en cuestión y además les aseguraba a sus patrones que había actuado correctamente. El informe, una vez pasado por las manos del jíbaro, era una obra de arte: había logrado una transformación mayor que la que había logrado Stevenson. Solamente quedaba la figura de un perverso mister Hyde. Del doctor Jekyll no quedaba nada. El informe original no había sido más veraz, pero su autor había tenido cierto pudor (lo que le costó bastante caro) y había dejado detalles que al poder no le gustaban para nada. Comprendo, Fernando, y se lo confieso a usted porque ya lo intuye, que en estos momentos de mi vida la ficción, los sueños, la realidad, se confunden con una prodigiosa facilidad (pero es probable que hubiese preferido escribir una serena felicidad) y a veces me siento tentado a pedirle que a mi propio informe le corte algunas partes. Creo que en estos momentos me siento definido por palabras de Macedonio o de Borges. No es sencillo negar sin más la realidad, aunque usted piense que yo creo lo contrario. Por otra parte, hay cosas de esta realidad que me apasionan. Pero no puedo dejar de saber que los pasos que doy en esa misma realidad son los pasos que me llevan a la muerte."
"En una de sus obras más feroces, Samuel Beckett presenta a un único personaje y a una grabadora en la que ha ido registrando lo que podríamos llamar sus memorias. Sentado frente a una mesa escucha las cintas. Un único acto es más que suficiente para que se puedan hacer todas las preguntas del mundo y no obtener respuesta alguna. Es el diálogo de un anciano de 69 años con una cinta grabada treinta años atrás. KrappÇs Last Tape data de 1958, cuando el autor tenía 52. Ya había escrito (entre 1947 y 1949) Molloy, Malone Meurt, L'Innommable y, por si fuera poco, Esperando a Godot. Krapp es un viejo achacoso, apenas puede oír y es terriblemente miope. Tiene predilección por las bananas, que parecen ser su único alimento. El viejo dialoga con el joven, con esa voz juvenil que surge de la grabadora. Pero no es para reconciliarse. Todo lo contrario, el viejo Krapp considera al joven Krapp como un pobre cretino. ¿De dónde nace, se preguntará usted, amigo Fernando, la aproximación afectiva que siento por Beckett? No se trata de un escritor que admiro sino de alguien con quien me parece estar emparentado, no con el escritor, le aclaro, sino con sus personajes y en todo caso con lo que Beckett quería hacer visible. Un artista que confiesa que trabaja con la impotencia, con la ignorancia. Creo que ese material no había sido explotado o explorado antes que él. Lo veo como alguien cercano, y a pesar de su forma tan diferente de llegar hasta la dolorosa médula de la poesía cuyas raíces nacen de múltiples culpas, lo considero muy próximo a mi manera de pensar, a mis intentos por lograr una obra poética más o menos pasable. Beckett ganó el premio Nobel en 1969 y murió a los 83 años, veinte años después de haberlo obtenido. Cito a menudo una entrevista, pero escrita como una narración, de Lawrence Shainberg, porque ese tema me toca en lo hondo: 'Es una paradoja, pero con la vejez, cuanto más disminuyen las posibilidades, tanto más aumentan las chances'. Y después: '¿Cómo puede ser que un hombre completamente ciego, completamente sordo, se obligue a ver y a escuchar? Es esa paradoja imposible la que me interesa. Lo invisible, lo insoportable, lo inexpresable...'. Cuando Beckett hablaba de tal manera, andaba cercano a los ochenta años. Yo también, querido Fernando, he pretendido asomarme a esos abismos, pero no he logrado otra cosa que provocar un desastre en los otros, incluso en aquellos que amo. Si hubiera grabado algunas cintas en mis cuarenta años, es decir treinta años atrás, me daría cuenta de que ya en ese entonces el centro de todo lo que hacía arrastraba una sombría culpa por tantas cosas que el resultado era como una culpa generalizada. Incluso me siento culpable, puedo agregar, de haber amado y de seguir amando con desmesura, lo que se paga muy caro. Las culpas, pienso, son una de las curiosas formas que puede tomar la libertad cuando se pretende practicarla sin límites. Créame, Fernando, vale la pena vivir esa libertad sin límites, pero la culpa se va agrandando y es dolorosa. La libertad debe vivirse con plenitud y con algo parecido a lo que llamamos sensibilidad. Como el amor. La culpa se experimenta también si uno es sensible al dolor de los otros, hasta el extremo de hacerse responsable de aquello de lo cual uno no tiene responsabilidad alguna. Krapp (es decir, Beckett) llevó hasta el extremo este tipo de experiencia, estas sensaciones. Por eso, Fernando, termino diciendo con algo de nostalgia y no poca tristeza, me siento cerca de quien tan admirablemente expresó mis propias falencias, mi desesperada búsqueda del amor, mi intento de encontrar, en partes de este viaje que poco a poco (pero a gran velocidad) va llegando al final inexorable, encontrar, escribía, durante un tiempo la felicidad, ésa que suele estar escondida en un bar al atardecer, en la mirada a los estantes de la biblioteca cuyos libros no terminaré de leer y, en mi caso, en la sonrisa de quince nietos, que es lo que me hace sentir que algo bueno he sido y que eso vale para justificar mi propia vida."
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