Domingo, 13 de noviembre de 2005 | Hoy
Por Luis Novaresio
Comparaciones: No tiene sentido la comparación. Como casi nunca. Las comparaciones no son más que un rebusque sofisticado para justificar el juicio de valor ya tomado. Una excusa. Hasta una falta menor de valentía. Comparemos cómo se porta tu amiguito Julio y explicame el porqué vos sos así. De las infantiles. De la misma época de la maestra que entraba al aula y decía que el turno mañana era mejor que nosotros, turno tarde aburrido, desordenado e irrespetuoso. Esa maestra, y esa madre, ya pensaban lo que pensaban de nosotros sin necesidad de Julio, del turno mañana o del Espíritu Santo. Desde pibes, todos, usamos las comparaciones para compartir la consecuencia de lo que se dice con otro ajeno, inexistente o lejano.
Y comparo. A pesar de mí, comparo. Porque soy contradictorio. Pero no uso a nadie para disculparme demostrando que todos somos contradictorios. Lo creo. No necesito poner dos ejemplos y sacar conclusiones. Comparo. ¿Nadie se da cuenta de que un cura sentado leyendo el evangelio, que el silencio mismo, duele más que una norma en el boletín oficial?.
El cura: Está en la Parroquia Santa Catalina de Capitán Bermúdez. Supo decir, y lo cito textualmente, que la Iglesia está muy centralizada en Roma y no sale a los países más desposeídos. Si no se abre, sigo diciendo sus palabras exactas, quedará como las monarquías que están perimidas y en el recuerdo. Alienta: nunca faltarán hombres y mujeres que sean fieles al evangelio de Jesucristo. Pide, con desesperada convicción: la Iglesia necesita cambios fundamentales, la horizontalidad, la participación, el concepto democrático. Y todo lo dijo el último viernes santo.
Las normas: ¿Para qué sirven?. ¿Cómo para qué sirven?. Las normas sirven, te veo tartamudear, para ordenarte, para que se respete al otro, para proteger las cosas. Silencio. Al menos, hubieras buscado alguna comparación. Sabés que las detesto pero te da tiempo a pensar otra cosa, algún argumento como la gente, mientras te la discuto. Nada. O sea, sigo yo, que las normas sirven para ordenarte, para el otro, para las cosas. ¿Las normas no me sirven en nada para mí?. No seas idiota. A.C., ya sos vos. No seas idiota. Hoy vos sos vos y mañana vos sos el otro. Es de ida y vuelta. Es como cuando yo, ya te veo venir con las comparaciones, y entonces, inteligente, te detenés.
¿Las normas no deberían ser apenas la especie de la prohibición que restrinja el género de la acción libre?. Y siempre que no jorobe al prójimo, acción privada de los hombres que no perjudiquen al tercero, para usar la terminología constitucional. ¿No?. Pregunto yo si no. ¿No?.
Las normas tienen que conseguir que un país sea mejor. Lo soltaste y pusiste pies en polvorosa. ¿Mejor porque cada uno sea respetado, porque se hace solamente lo que quiere la mayoría de la democracia, mejor porque además se respeta lo que pretender la minoría democrática?. ¿Mejor porque me gusta, porque te gusta, porque es lindo, porque no es tan feo, porque luce, porque da brillo, porque aparece en las estadísticas, porque por qué no, porque porqué sí?. ¿Mejor?.
El derecho, las normas, son apenas una técnica de regulación social que dictan conductas que nacen de la voluntad del que tiene poder. Dejate de embromar con lo de mejor.
Evangelio: Lo escuchás hablar del sermón de la montaña o del ayuno contando el que Hombre quería demostrar que se era más que la justicia de los fariseos. Lo hace con la libertad de estar a la intemperie de cualquier condicionamiento distinto a sus convicciones. El primero de diciembre de hace un año, ya casi un año, el cura de la Iglesia que debe abrirse, hacerse horizontal, sintió que no alcanzaba con predicar su evangelio. Diecisiete pibes, apenas los peores, no crecían, eran petisos, flacos de ojos abiertos, de poca atención, por haber nacido en esta tierra. En la cuna de la cuenca lechera y sojera que su Dios parió con abundancia, los pibes son desnutridos. Y el cura firmó por sobre el "será justicia" un pedido ante el juez que para se haga lo que no hay: justicia. Una jueza, hace casi un año, ordenó a la invencible provincia de Santa Fe que pague una dieta básica de leche, verduras y carnes para detener los ojos abiertos y dar derecho a crecer desde los pies hasta la cabeza. Y con la cabeza. Silencio. Hace una semana, el cura creyó que un año era suficiente paciencia cristiana, era más, mucho más, que poner la otra mejilla, y se sentó en su estación de trenes de Capitán Bermúdez para pedir, ayunando, un acto de justicia.
Fue un día, y dos, y tres. Hasta que al cuarto, alguien hizo. Un servidor público, un representante de nosotros, no un político o gobernante, palabras que saben a que son los dueños y no los inquilinos del poder, mandó de comer. El cura dejó su ayuno. Y encima citó a Mateo: Cuando ayunéis no aparezcáis tristes.
Boletín oficial: Hay sanciones de multa. Graves. Hay clausuras, escraches, denuestos y qué se yo. Lo raro no es que los haya. Es que aparezcan para esto y con esta virulencia. Para esto. Y no me vengas con las comparaciones respecto de la salud, de las consecuencias, las complicaciones sociales para un tercero que es invadido.
Fumar, en esta provincia, es el infierno. De todo. Ya sé que no es bueno, que perjudica la salud, que molesta al prójimo. Lo sé porque no he fumado nunca. ¿Pero Dios norma no encuentra mejor demonio contrincante en esta tierra?. Hoguera a todos los del fumo, incluso a los que quieran en bar privado asumir que allí se fuma. No se puede. No me gusta. No quiero. No es lindo. Un país mejor.
Comparación: El cura peleando contra el hambre y un gobierno contra el cigarrillo. El sacerdote en silencio y los otros a los gritos de multas, sanciones, dolores. Un cura que mira que sus hijos no crecen por futuro de hambre y otro preocupado por la fornicación (en el 2005, alguien habla de fornicación) que, por ósmosis, transmite el lubricante de un preservativo. El silencio de un cura, el mismo de una madre que supo que su hijo se calcinó en Cromagnón y el grito destemplado de un funcionario que se atornilla a su silla para defender su minúsculo horizonte. O el silencio sibilino de los que ofrecen plata, honores o vaya a saberse qué para saltimbanquis de la política disfrazados de médicos mediáticos. O el silencio del evangelio y el silencioso autoritarismo de los que dicen que son lo nuevo.
Odio las comparaciones. Porque algunos son y otros no lo son sin necesidad de contraponerlos. Basta verlos a la cara.
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