Sábado, 21 de noviembre de 2009 | Hoy
En la clase de yoga, la profesora pone el cassete de la hoguera. Debemos arrojar al fuego todo lo que nos perturba -rencores, odios, resentimientos, frustraciones, tristezas-. Pongo la mente y el cuerpo al servicio de la relajación. Veo la hoguera. Es la terraza de la casita, en San José, Sierras de Córdoba.
Como pide la narradora, asciendo suavemente. Diviso la pequeña casa, la sierra que nos rodea. Esto trae a mi memoria la imagen de mi abuela, tan flaquita, que a veces yo pensaba que debajo de la ropa había sólo huesos.
Seguramente porque fue allí, en la pequeña villa cordobesa donde tuve oportunidad de tratarla y observarla más detenidamente o prestarle un poco más de atención. Eran las vacaciones y entonces abandonábamos el trajín loco del trabajo, la casa, los hijos, las escuelas, los horarios. Había un tiempo para la contemplación y para pensar.
Era mi abuela paterna. La que se embarcó en el puerto de Vigo, en el año 1912, al que llegó a lomo de mula desde Valero de la sierra, un pequeño pueblo de Salamanca, junto a su anciana madre, un hijo con anormalidad mental y sus otros dos hijos de 5 y 11 años.
La delgadita abuela tuvo que tomar tan trascendental decisión al quedar viuda, sola y sin un cobre. Además, en este país desconocido la esperaba su hermano. Sin embargo, el destino tan cruel decidió que el día en que partían, el hermano muriera, aquí, en Rosario.
En aquellos años de juventud, sin embargo, no me detenía a pensar en profundidad lo desdichada que había sido la vida de la abuela.
Llegar a un mundo desconocido, sin amparo alguno. trabajar de sirvienta, mandar a sus hijo de 11 años como boyero al campo, enfrentar y sufrir la internación de un hijo en el loquero y su muerte después.
Todas esas cosas no despertaban en mí sentimientos verdaderos.
Fue con el correr de los años, cuando me fui acercando a mi vejez, que recapacité sobre la vida de la abuela y vi la magnitud de sus penas y su entereza para enfrentarlas. También llegó el tiempo del arrepentimiento de no haberla visto y considerado como seguramente se mereció.
No recuerdo haber oído que se quejara de sus desgracias. Quizá se dio cuenta de que a nadie le interesaba lo que había sufrido y decidió callar.
Gustaba recordar su pasado en Velero de la Sierra. Contaba cosas de su juventud, de su marido que murió tan joven, del río que cruzaba el pueblo.
Seguramente, se sintió muchas veces no reconocida, desvalorizada, sola. Tuvieron que pasar muchos años para que me pusiera a pensar en la abuela, en sus sufrimientos, en su soledad.
Etna Sánchez
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