OPINIóN
› Por Norma López*
Juré mil veces no caer en abrazos. Evitarlos fue mi consigna durante años. Sostenía que el contacto derribaría toda distancia prudencial con aquellos que merecen un lugar en la historia contemporánea por haber desenmascarado al terrorismo de estado. Pero la sentencia hizo trastabillar mi estrategia. Estas líneas, más que reflexiones, son palabras en estado de emoción. Reflejo el orden cronológico de encuentros de aquel 26 de Marzo en bulevar Oroño, frente a Tribunales Federales. Me maldigo por no haberme atrevido antes al calor afectivo. Los maldigo por el coraje que me es ajeno.
Vaya en estos nombres abrazados, mi respeto a cada uno de los sobrevivientes, testigos, querellantes, abogadas y abogados. Y a nuestras Madres; todas están entre nosotros, más allá de la vida.
Uno. La universidad nos permitió conocernos. Yo trabajaba medio día y era una de las más chicas del turno noche. Pronto, me convertiría en casi "sindicalista" de un par de compañeros que empezaban a hacer pie en libertad. Había que mejorar cátedras y horarios para los trabajadores ("la universidad es de los trabajadores y al que no le guste, se jode"), tiempo para la biblioteca y la búsqueda del material de estudio y voluntad para estudiar en grupos con horarios no habituales. Primero, conocí sus silencios envueltos en el aceitunado aroma de los Particulares 45. Luego, sus miradas y más tarde, aprendí a discutir con uno de los tipos más tozudos que conocí. Poco después, descubrí su lealtad. Evitando los abrazos dolorosos, el día de su declaración "acepté" una entrevista en un canal.Porque nuestra profesión, la comunicación, me había permitido conocer a la mayoría de los protagonistas de este relato fragmentado. Mi corazón es un pueblito, como Rosario... Charlas y cafés noctámbulos me permitieron jugar a la rayuela y hablar pisando el cielo. Pero llegué para el abrazo -breve, casi etéreo-, la cena y la certeza de que la sentencia sería el momento de poner a la memoria en el lugar más elevado de lo intelectual.
Ese día, el de la sentencia, las miradas esquivas delataron la desconfianza hacia algunos criminales que habían logrado escapar de condenas más duras por la aplicación de conceptos generales a todos los juicios. "Vendrán las segundas partes", me reconforté. Y dijo: "Perpetua para Díaz Bessone y Lofiego".
Y evité el abrazo. Maldito Eduardo (Seminara).
Dos. Ambas éramos trabajadoras de los medios; así di con ella. Entonces, ya le había otorgado un voto de confianza cuando la vi desenvolverse en conflictos gremiales y escuchéla valoración de sus compañeros laborales. Y la de compañeras que habían compartido la tragedia del cautiverio.
El reconfortante "vendrán las segundas partes" tenía identidades asociadas. Ellos. Ellas. Ella. Especialmente. Más respetuosa como jamás lo hizo de su propia historia. Más respetada como jamás lo fue en su compromiso más cercano con esta parte de la historia. Ojos cándidos, pelo hiposo, con la emoción que otorga ser la voz --femeninamente cascada- de un reclamo conjunto, de esos que duelen decirlos. Duelen porque al hacerlos palabras, se hacen libres, se hacen públicos. Y lo público es el estado. Es decir, somos todos. Y aquel día, la sociedad entendió que los delitos sexuales como tortura sistemática debían incorporarse a los de lesa humanidad. Frente a la puerta de tribunales, en el cordón del cantero central de Oroño, le dije que los jueces habían sido cobardes por no haber juzgado al cura marcote(sin mayúsculas, por favor), por esos delitos. Y me abrazó. Y me dijo al oído que teníamos a represores con perpetua y que los próximos juicios debíamos apoyarlos. Sentí vergüenza. Y también orgullo por haberla elegido como dirigente.
Maldita Stella (Hernández).
Tres. Vuelvo al periodismo: finales de los 80, principios de los 90. Un grupo de jóvenes investigan su identidad. Hurgan en el fango de la vida de los asesinos de sus padres, de los apropiadores, de los desaparecedores. Pelean con sus fantasmas. Buscan sus vidas.
Ella, supera con holgura mis altísimos tacos. Sus brazos rodearon mi cintura, sus bucles aceptaron enredarse con mis dedos por un tiempo que me retrotrajo al cuidado de mis hijos. Infinito. Unico. Irrepetible. Ella lo estaba siendo por un instante. Mi hombro absorbió la humedad de su memoria, de su trabajo, de su tesón. Y también de todas sus ausencias.
No aceptó la gentileza de embeber sus lágrimas en el pañuelito que tan dulcemente le insistí que aceptara. (Ni siquiera se le ocurrió pensar qué tan coqueto era el saquito que yo llevaba elegantemente)
Escuché -con el tono de voz más sereno que jamás le había pertenecido-, frasecitas hilvanadas con la ternura que adquiere la dureza a través del tiempo. ¡Tanto tiempo! Ese mismo que coincidiera con la primera nota que le hiciera para Hora de Noticias del viejo Canal 6.
Entonces, cejas enjutas, sonrisa espléndida, rulos y desparpajo. Convicciones. Y una transparencia que hacía imposible no tener fe en ella.
Juré mil veces que no lloraría con abrazos en los que yo, tenía que sostener al otro. Una oración asesina como una saeta, me dejó tambaleante por el resto del día. "Le pude dar una mano a mi Mamá". Era lo inexorablemente tangible, la justicia. Y también, lo afectivamente innombrable. Cómo dejar de abrazarte.
Maldita Josefina (Tosetto González).
Cuatro. Ya ni recuerdo cuándo la conocí. Siempre estuvo. Esa voz susurrante, abriéndose camino tras la sonrisa y la mirada frescas. El pelo en movimiento llegaba apenas unos segundos después. El periodismo --otra vez, como nexo de y entre cada una de estas pinceladas- nos acercaría. Estudiaba derecho con una meta: ser la abogada de sobrevivientes, víctimas y familiares. Siempre pensando en común, con otros, desde lo colectivo. El 26 de marzo, el "día", se paró sobre el escenario junto a tantos, frente a los compañeros que necesitaban de sus palabras y dijo que había que celebrar el fallo. Poco antes -en medio de tantas lágrimas, gritos y abrazos- me habló sobre la fuerza de la militancia, la persecución de la justicia y el valor de cada uno de los compañeros y compañeras que decidieron ser testigos y querellantes. Nos abrazamos. Vi gente llorando que le agradecía el esfuerzo, el trabajo, la convicción y la recolección de cada una de las pruebas.
Pero nunca le dije lo mucho que la admiro.
Maldita Gabriela (Durruty).
*Concejala del Frente para la Victoria. Periodista.
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