LECTURAS
› Por Luciano Martín Trangoni
Azotaba el calor sin piedad y no podíamos hacer nada, salvo pelearnos por un lugar frente al ventilador, odiándonos detrás de un silencio íntimo de hervor salado. Por esa misma razón nunca estuvo en nuestros planes tener un hijo, ya que habríamos sido tres en la disputa. Desde que hubo comenzado el calor habíamos decidido, sin necesidad de utilizar el diálogo, dejar de dormir juntos. No nos hablábamos siquiera, porque pasábamos el tiempo resoplando y murmurando cada tanto algo en contra del verano, y aunque parezca mentira, ni siquiera nos eran suficientes las dos manos con sus dedos, para quitarnos las molestias del sudor. Tampoco mirábamos la hora porque no servía para nada semejante esfuerzo de girar la cabeza (con el calor que hacía) y levantar los párpados que pesaban cada vez más con el agua caliente que resbalaba por la frente y se acumulaba haciendo panza en el toldo de nuestras miradas. Además el tiempo no era un problema, porque no llegabas a saber nunca si todavía transcurría el día de ayer o ya era mañana, porque estabas dormido en un sopor o acababas de despertar de otro.
A veces encendíamos la radio para sabernos acompañados en el padecer, por otros que igual que nosotros se pasaban el día viendo girar las paletas dentro de una jaula con pie de hierro. ¿Comer? No. era costumbre en desuso porque transpirabas más aún. Además, ¿quién iba a cocinar? Yo no pensaba abandonar por nada del mundo mi lugar, duramente ganado, frente al ventilador. Arriesgarlo todo a cambio de un pedazo de carne con papas hubiera sido una locura, y estoy completamente seguro que Laura seguía el mismo razonamiento, porque en ningún momento se había ofrecido para preparar una mísera ensalada de tomates. Por lo tanto el horno no se usaba más que para hacer alguna broma de vez en cuando, pero ya casi no nos reíamos porque entonces transpirábamos más, y eso no era gracioso. En cambio, bebíamos grandes cantidades de agua (también nos peleábamos por el agua) y nos turnábamos para ir hasta la heladera y buscar una botella.
También sin necesidad de un acuerdo verbal, decidimos un día no atender más el teléfono, la última vez tuve que ir a atenderlo yo. El teléfono había comenzado a sonar y los dos nos miramos con los brazos cruzados sobre el pecho, como guardavidas sin experiencia frente a una tragedia.
-¡Apúrate! -me había dicho, casi empujándome al medio de un océano donde era mi deber salvar una vida arriesgando la mía. Tuve que ir hasta el teléfono y antes de atender miré hacia atrás como despidiéndome, no de ella sino del ventilador, mientras la veía ocupar lentamente mi espacio, exponiendo la totalidad de su rostro al viento circular que yo perdía.
Era Sandra, su mejor amiga.
- No estoy para nadie dijo sin mirarme.
- Pero es Sandra...
- ¡Decile que no estoy!
Entonces comprendí con claridad que ella había aprendido, a través de mi experiencia, que uno no debía abandonar su lugar por nada del mundo, ni siquiera por Sandra, y mucho menos con este calor, sabiendo que al regresar exhausto a tu silla, tu rival podría aprovecharse de tu momentánea debilidad, y negarse a devolverte el pedazo de aire que te correspondía. A partir de entonces ninguno volvió a moverse de su lugar. Así pasamos mucho tiempo. No sé cuántas horas, cuántos años, porque ya expliqué que el tiempo era silencio, protestando en soledad contra la sensación térmica, luchando contra ella, entregando la vida en esa causa nos habíamos acostumbrado a no pensar en nada, olvidando antiguos deseos, aprendiendo a diluirnos lentamente sentados en una vieja silla sin amor.
De repente, (creo que fue una mañana) la velocidad del ventilador comenzó a descender progresiva pero lentamente. Entonces giré mi cabeza hacia Laura y la miré un largo rato tratando de reconocer en su rostro alguna señal de lo que alguna vez había sido para mí, sin que ella quitara su mirada del movimiento circular (cada vez más imperceptiblemente lento) de las paletas del ventilador. Sus canas, prolijamente despeinadas por el viento de la costumbre, me despertaron. Sentí que un dolor de cintura se había instalado en mi cuerpo para siempre, y con las manos torpes del tiempo sin trabajo acaricié el largo espesor de la barba sobre mi rostro, y volví con asombro a ver el de Laura, blanco como el insomnio que se había aferrado a ella con dulces y febriles ojeras.
El ventilador, ya casi sin fuerzas, buscaba un sitio donde morir, hasta que Laura, como despertándose de un sueño, me miró arrugando su expresión como nunca lo había hecho, presintiendo la caída a lo largo de un precipicio insospechado.
- ¿Qué está pasando? me dijo.
- Se terminó... -alcancé a decirle, y noté mi propia voz distinta, extraña por el desuso, desconocida. Laura no debe haberme comprendido, porque ni siquiera me contestó. Ahí estaba buscando alguna explicación, como si la fuera a encontrar con la boca abierta.
Me levanté de la silla y descubrí con asombro que la ropa me quedaba grande. Al ver mi delgadez, Laura no pudo cerrar la boca, pero en cambio se llevó una mano huesuda a los labios en señal de asombro. Por un momento ambos fuimos el espejo del otro, y adivinamos nuestra vejez estudiando la perdida belleza en el rostro ajeno.
- Cortaron la luz... -dije.
- No puede ser... -agregó tristemente Laura, con la mirada dormida en el ventilador muerto. Quise acariciarla pero no supe cómo hacerlo y sentí vergüenza de mi propio silencio.
El silencio continuó dentro nuestro por un tiempo y Laura dejó resbalar algunas lágrimas, que fueron toda su comunicación con el mundo exterior. El primer día no habíamos podido reaccionar frente a la espantosa situación. Extrañábamos el zumbido del ventilador y extrañábamos las caricias del aire en todo el cuerpo, pero mucho más extrañábamos esa dulce sensación de no tener que pensar en nada.
Ahora, después de tanto tiempo, había que pensar en algo, y nosotros no sabíamos cómo hacerlo.
La noche había oscurecido el ambiente dos veces y nosotros seguíamos sentados ante el ventilador que ya no funcionaba.
- ¿Qué vamos a hacer ahora? -me preguntó angustiada y sorprendida, como si recién acabara de ocurrimos la desgracia. Miré el polvo a nuestro alrededor buscando una respuesta. La primera impresión del lugar fue la de una gran ausencia, como si faltara algo. Estaba casi seguro que en ese rincón del comedor había una heladera. Entonces caminé con dolor en las rodillas hasta llegar a otro ambiente, también vacío, donde creí recordar un juego de sillones que había heredado de mis abuelos y un televisor. Desde la ventana que daba al patio no se veía una sola flor.
- No tenemos nada... - murmuré con asombro. -¡Acá no hay nada, Laura! - le grité a través del eco que se producía en la habitación. Ella seguía en su silla por la que había peleado toda su vida, pero pareció escucharme, porque giró hacia el otro costado y dijo que hubiera jurado que en ese rincón de la casa alguna vez hubo una cocina.
Nota:
Estas dos historias fueron publicadas en el volumen "Cuentistas Rosarinos" editado por UNR Editora, a propósito del V Concurso de Cuentos. Año 2005.
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