Domingo, 15 de febrero de 2009 | Hoy
Por Arturo Cancela
El inspector de monumentos
D. José María de InclánZavaleta se ha trasladado a Rosario. Como los protagonistas de varias comedias de Labiche (Le voyage de M. Perrichon, entre otras), el ex inspector de pesas y medidas abriga, desde hace muchos años, el propósito de ese viaje, que cerealistas y aficionados a las carreras hacen en redondo, una vez a la semana por lo menos. Pero InclánZavaleta no se ha decidido a esa excursión movido por un afán concupiscente, no. El inspector de monumentos resolvióse a ella para fiscalizar el estado de los trabajos del monumento a la Bandera, construcción ciclópea en que los rosarinos han empleado muchos años e ingentes bloques de piedra. Apenas llegado a Rosario, D. José María trató de dar con el emplazamiento de la formidable construcción, pero siendo de noche y hallándose en una ciudad para él desconocida optó por irse a dormir...
La estatua brújula
Al día siguiente, de mañana, una mañana radiosa con un cielo azul heráldico y un sol tan esplendoroso como el de la enseña patria, el inspector de monumentos se dio a la búsqueda del que le preocupaba. D. José María tiene respecto a este deporte algunas ideas propias. La primera es que los vecinos de una localidad ignoran la existencia de los monumentos porque a partir del día de su inauuguración no vuelven a mirarlos. La segunda consiste en sostener que es más fácil dar con un monumento que con un delincuente, porque aquéllos no se mueven ni cambian de sitio sino con la commplicidad del intendente.
Así, pues, en virtud de esos dos aforismos, nuestro amigo y coolaborador diose a buscar en Rosario el monumento que le obsesionaba, sin recurrir al auxilio de los vigilantes, choferes o transeúntes.
Pero para orientarse D. José María no poseía más punto de referenncia que la estación en que había descendido. Como venía del Sur, se le ocurrió lógicamente que se hallaba hacia ese punto cardinal. Mas he aquí que todos los que llegan a Rosario cualquiera que sea el lugar de donde provengan, entran por el Norte. Esta complicación perturbó totalmente a nuestro héroe. Después de mucho andar y desandar, recurrió a su brújula: la estatua de San Martín.
En efecto, en todos los pueblos de la República la estatua del gran general señala con su índice de bronce la región del sol poniente. D. José María recurrió a ella; pero le aguardaba otra decepción; en Rosario la estatua de San Martín mira hacia el Este ...
Exhausto y aturdido, D. José María se desplomó en un banco de la plaza. D. José María había perdido la brújula.
De espaldas a la justicia
En Rosario, la estatua de San Martín mira hacia el Naciente y muestra la grupa a la casa de justicia. ¿Habrá alguna razón de esta actitud desdeñosa del Gran Capitán? San Martín tuvo numerosos motivos para no creer en la justicia de sus contemporáneos y no le faltaba derecho para esperar que el sol de la gloria iluminase violentamente todo lo que iba dejando a su espalda. Está, pues, bien así, como lo han puesto en Rosario, contemplando cada día el nacimiento del sol, hacia el lado del río que vio su primer triunfo y volviendo la espalda a las pequeñas pasiones cotidianas: al rencor, la envidia, la codicia, la calumnia, a todo lo que supo despreciar y que jamás quiso combatir. Y está bien así, en propia actitud de héroe, cara a la luz, como ansiando recibir el primer rayo del sol de la madrugada.
Cuadriga simbólica
A la izquierda del General se alza la amplia mole del palacio de la Jefatura Política. Sobre su frontispicio una cuadriga arrastra hacia la plaza el simbólico carro del Estado. Los cuatro caballos están a punto de despeñarse por la fachada, pero su inmovilidad estatuaria dilata indefinidamente el instante crítico de la catástrofe. (He aquí patentizada una de las ventajas de la paralización administrativa.)
D. José María advierte que los cuatro caballos no tiran parejo.
Hay, evidentemente, entre ellos disidencias profundas y rencores inallanables.
Cada uno de los caballos de la cuadriga tira para su lado, y más que inteligentes propulsores del carro del Estado, recuerdan a los cuatro redomones que descuartizaron al pobre Tupac Amarú.
D. José María piensa entonces, con cierta patriótica tristeza, en los partidos políticos santafesinos, que apenas enganchados al carro alegórico del gobierno se dividen en cuatro y parecen arrastrar a la provincia a un precipicio. Pero por suerte para ella, las disidencias políticas tienen tan poca relación con la felicidad de sus habitantes como la inmóvil carrera de la cuadriga estatuaria con la seguridad de los pacíficos transeúntes de la calle Santa Fe. En Santa Fe la calle y la provincia, nadie teme a los caballos de la cuadriga.
Por Rafael Ielpi
Cuando se despertó, la arena estaba empezando a calentarse con el sol del verano. Enfrente, alas y vuelos de patos crestones y las islas como una presencia verde sobre el río marrón. La playa tenía todavía frescas las huellas del sábado: papeles, envases de cartón, botellas de gaseosas, paquetes de cigarrillos, restos de un ocio irrepetible y efímero.
Se removió contra las mantas amontonadas en el suelo y trató de desperezarse. Le crujieron los huesos con el esfuerzo: gateando, hizo los primeros metros hasta que pudo ponerse de pie y caminar hacia la orilla. Se mojó la cara con el agua que todavía estaba fresca y llenó el tarrito para hacer mate cocido.
Estuvo en esos menesteres un largo rato. De vez en cuando, mientras se rascaba la impenetrable pelambre, miraba la extensión del balneario desierto. Dos o tres hombres, con largas ramas secas de palmera, comenzaban la limpieza de la arena, esperando a los primeros visitantes del domingo. Una que otra gaviota extraviada daba vueltas sobre el río, lanzando sus gritos ásperos y volvía a partir después, hasta convertirse en un puntito en el horizonte y después en nada.
Cuando el calor empezó a molestarlo tomó sus pertrechos (una bolsa con ropa, unos tachos atados entre sí con alambre, el rollo con las mantas y unos diarios viejos) y buscó refugio contra el largo muro de los vestuarios, donde se juntaban dos o tres arbolitos mezquinos. ¿Quién habrá sido el maricón que inventó el verano?, pensó.
Por Alfonsina Storni
Un gran río te ciñe de rojizas barrancas, por donde grandes buques hallan tus puertas francas.
Pero si aquél es sobrio, grave, fiero, orgulloso, otro pequeño y fino te sirve de reposo.
Y, como si quisiera que añoren tu frescura, se encapricha y se seca, si le da la locura.
Así, pequeño y todo, se da el lujo de darte bosquecillos de sauces; esto para alegrarte.
En festivas mañanas, bellos adolescentes vuelan sobre canoas livianas, imprudentes, y sus camisas blancas contrastan con el verde césped de las orillas que en el agua se pierde.
Bajo el golpe del remo, corta el agua la quilla y tiemblan las canoas suspensas en la orilla.
Empleados, estudiantes de pesada semana remando alegremente se pasan la mañana.
Pintoresco, repleto, va llegando el tranvía donde vienen familias a pasar el día.
Bajo los verdes sauces tienden blancos manteles y sacan de sus cestas botellas y papeles.
Toman mate, se acuestan para dormir la siesta, que duermen si el vecino picnic no los molesta.
¡Algazara de obreros, empleados, costureras juveniles, alegres, bulliciosas parleras!
Cuando la noche llega los tranvías no alcanzan para tantos, y a saltos, a su encuentro se lanzan.
Llenan las plataformas, y por las ventanillas, asoman los sentados sofocadas mejillas.
Tímidas, las mujeres, se quedan rezagadas y esperando su turno conversan agrupadas.
Requiebros maliciosos les suelta el muchachote que va en la plataforma, y ellas le ponen mote.
Lloran los chiquilines, somnolientos, cansados, y los padres los cargan, contentos, resignados.
Y la masa flotante, planchada, dominguera, no se acuerda que el lunes de trabajo la espera.
Estos textos fueron publicados por Editorial Municipal Rosario en s libro "Rosario Ilustrada".
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