Domingo, 24 de enero de 2010 | Hoy
Por Luciano Trangoni
Fue en la época en que yo no salía nunca de mi casa. Acababa de perder mi último trabajo importante y nada tenía que hacer por ahí. Una pena. No era gran cosa, pero pagaba el alquiler.
Una madrugada se cortó la luz en todo el barrio, lo recuerdo perfectamente, el ventilador siguió girando cada vez con mayor torpeza y silencio a los pies de mi cama, y fue entonces que comencé a oír el llanto. Al principio supuse que se trataba de un niño, pero luego recordé que mis vecinos no tenían hijos, y no tardé en darme cuanta de que el llanto provenía del interior de mi propia casa. En fin. No tuve más remedio que levantarme, encender una vela y ver qué estaba pasando.
Al acercarme a la biblioteca comencé a oír nuevamente el llanto. Mi primera reacción fue una parálisis general en la que agudicé al máximo mis oídos, y puedo jurar que aquello que oía no era otra cosa que un llanto. Luego dí un paso, sólo uno, con mis esperanzas puestas en una rata que saltase de pronto en la oscuridad y se moviera por el piso, pero no había ninguna rata en la biblioteca, sólo aquel llanto tristísimo. Dejé entonces la vela sobre el escritorio y contemplé de brazos cruzados el lomo oscuro de mis libros. La luz no era muy buena, es cierto, pero yo sé los libros que tengo, y me acerqué a ellos y apoyé mi mejor oído sobre el polvo de sus lomos.
Los libros me han llevado a la perdición, me dije entonces. Los libros han logrado meterme en un infierno de locura y desesperación. Ya no sé quién soy, o qué cosa soy, pero sé que estoy deambulando, eso sí que lo sé. Deambulando como un recién resucitado, recorriendo una y otra vez estas habitaciones oyendo llantos, porque llantos hay en todas partes, y de pronto, no sé cómo ni por qué, me pregunté ¿qué pasaría si de una vez por todas el bueno de César Vallejo se largara a llorar sin consuelo cuanta lágrima le quedara por llorar, y también pensé que me estaba volviendo loco, que todo era un mal sueño, y que, en todo caso, era Vallejo, y no yo, quien se estaba volviendo loco en realidad.
Aquella madrugada no pude volver a dormirme. Preparé café, a pesar del calor, y bebí dos tazones tratando de comprender lo que acababa de suceder en la biblioteca. Algunos libros lloran, reflexioné entonces. No todos los libros, claro, pero algunos sí que lloran. Y no dejan dormir. Pero ¿por qué llorará Vallejo? me preguntaba una y otra vez. Después me encerré en el baño y no salí de allí hasta haber terminado de leer Poemas humanos. En fin, el llanto había cesado y todo parecía querer volver a la normalidad.
Ya había amanecido cuando regresé a la cama, y ni bien hube cerrado los ojos volví a oír el llanto. Esta vez sufrí un arrebato de tristeza y desesperación. Comprendí súbitamente que, si no era Vallejo quien lloraba en la biblioteca, de algún otro serían las lágrimas. Pero ¿quién lloraba entonces, eh? ¿Poe? ¿El viejo Poe al que tanto le han pegado? Más café. Otros dos tazones.
Fui hasta el teléfono y lo llamé a Sergio. Estaba dando una clase y me hizo notar que le molestaba mi interrupción.
-¿Por dónde sangra la herida de Poe? -le pregunté, y en lugar de responder me preguntó si había estado bebiendo. Le dije que no, que llevaba días sin una gota de alcohol.
-No es Poe el que está llorando, imbécil -dijo después-. Poe dejó de llorar cuando supo que volvería a morir eternamente.
-¿Y quién llora entonces?
-Y yo qué sé -dijo, y eso fue todo. Después llamé a mi madre, pero ella no estaba o no quería atender. ¿Y Rulfo?, pensé. ¿No será Rulfo el que anda llorando por la sed de su gente?
Volví a la biblioteca y allí me encontré con un llanto más fuerte aún, un llanto colectivo. Los libros se me están poniendo tristes, grité. Y como si se atrevieran a desafiarme, comenzaron a llorar todas las mujeres violadas y asesinadas por los narcos en Ciudad Juárez, los anarquistas ajusticiados en la Patagonia, los torturadores y los torturados, La Maga, los fantasmas de Comala, los caminantes del desierto demencial del Llano, las viudas de Macondo, los desafortunados héroes de Santa María y los negros de Yoknapatawpha, el que agonizó picado por una víbora en la soledad de la selva y los poetas internados en clínicas psiquiátricas, los apostadores, los criminales, la propia Antígona, el mismísimo Judas. Todos llorando y llorando a un tiempo. Y si no era el llanto de uno, era el del otro. Así que me puse en marcha. Quité primero las sábanas de todas las camas de la casa y las acomodé en el suelo, en el centro de la biblioteca. Sobre las sábanas acomodé, uno sobre otro, cada uno de los libros (de cada uno me despedí a mi modo) y luego puse encima todo el papel que encontré en la casa: documentos, cartas, fotos, el telegrama que me enviaron cuando me echaron del trabajo, algunos cuantos diarios. En fin, todo lo que puede arder con facilidad. Entonces sí, encendí un fósforo y comencé a quemarlo todo, dando forma a la hoguera más maravillosa y triste que pude imaginar alguna vez.
Luego salí a la calle, y una vez fuera caminé como si corriera o flotara, mirando hacia atrás cada cuatro o cinco pasos, sintiendo algo parecido a la felicidad o al vértigo. Eran las seis de la tarde y yo andaba con las manos en los bolsillos tratando de no pensar en nada preciso, tratando de no pensar en el llanto de los libros. El sol mareaba y la sombra escaseaba. Una cuadra, dos cuadras, diez. Por la misma vereda, pero caminando en dirección contraria a mí, venía acercándose una señora mayor. Esta señora parecía temblar cada vez más a medida que íbamos acercándonos. Este temblor se hacía visible en el movimiento desesperado que hacían sus manos al aferrarse a la cartera que le colgaba del hombro derecho. La señora apretaba la cartera contra su cuerpo como si pudiera esconderla bajo su piel. Pero era inútil, porque yo había visto su cartera de cuero, y ella no me miraba o fingía no mirarme. Tiene miedo, pensaba yo. La señora tiene mucho miedo. La señora tiene miedo de mí. Tiene miedo de que le arrebate la cartera. Tiene miedo de que le parta la crisma de un golpe. Tiene miedo de caer al suelo después. Tiene miedo de que nadie la socorra. Tiene miedo de que le falle la voz en un momento como aquél. Tiene miedo de mí, que camino con las manos en los bolsillos y soy incapaz de hacerle mal a nadie.
La señora se acercaba cada vez más, y yo intentaba olvidar el llanto, y ella miraba a su alrededor y en toda la cuadra no había nadie salvo nosotros. Y yo me preguntaba por qué ocurría lo que ocurría, y no sacaba las manos de los bolsillos por miedo a asustar a la señora. No sacaba las manos de mis bolsillos aunque ella pudiera sospechar que yo guardara un arma. Y la señora temblaba y yo la veía. Temblaba frente a mí y fingía no mirarme, y yo sentía vergüenza, una vergüenza estúpida quizás, al provocar terror en su conciencia. Pobrecita, esa señora, pensaba yo y sentía culpa, mucha culpa y quería que todo aquello desapareciera de mi mente. Quería que nada de aquello fuera tal cual era. Quería por un instante dejar de oír la sirena de los bomberos, quería dejar de oír el llanto de los libros, y quería que la señora no sufriera, hasta que estuvimos frente a frente y la señora agarró la cartera con las dos manos y buscó algo dentro, un spray, supongo. Nos separaba un metro de distancia y ya no pude evitarlo: le dí un golpe en la cabeza y le quité la cartera sin dificultad.
17 pesos, nada más. 17 pesos y monedas.
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