Domingo, 18 de enero de 2015 | Hoy
Por Natalia Massei*
Bety. Recordarlo me llevó un tiempo. Cuando terminé de escribir este relato en lugar de su nombre había líneas de puntos. Su nombre, en realidad, no lo conozco. Me doy cuenta recién ahora que quiero hablar sobre ella, sobre nosotros; las noches y los días en Madrid, esa época. Beatriz, Betiana, Betina: todas ellas podrían ser Bety. O ninguna. Empiezo por aquí, por ella: nombrarla era lo que le faltaba a esta historia para estar completa.
Los fines de semana, yo trabajaba como moza en un bar de pijos. El negocio pertenecía a dos rosarinos que habían emigrado a España para dedicarse al modelaje pero fracasaron. Uno era rubio y usaba una melena tipo He Man. El otro era morocho y por las mañanas se desempeñaba como guardavidas en una pileta. Se había casado con una madrileña y tenían una hija española. El rubio forzaba el acento y le salía un castizo caribeño andaluz, una mezcla de todas las tonadas que habría escuchado en las películas dobladas, ¿sáaabes? Decía así, arrastrando la "a" y la lengua como una babosa. Tenía la cara toda estirada. Parecía un Ken derretido y vuelto a alisar. Para la época en que comencé a trabajar ahí, el negocio estaba establecido y ellos no hacían más que abrir, cerrar y acodarse a la barra durante toda la noche. El fin de semana se dividían: el morocho cubría los sábados y el otro los domingos. No sé en qué momento Bety comenzó a venir al bar junto con Moisés, otro de los empleados. El y yo llegábamos temprano, preparábamos el local antes de la apertura. Bety no se hacía notar. Bajaba directamente al sótano y no se la veía en toda la noche. Yo trabajaba en el salón, abajo iba sólo para ponerme el uniforme y, excepcionalmente, para buscar algún producto en la despensa. Me preguntaba qué haría tantas horas en ese sótano. A veces la sorprendía sentada sobre uno de los freezers ojeando una revista. Cuando me veía, se ponía nerviosa y la cerraba de golpe. Era menuda, se sentaba siempre arriba de las heladeras con las piernas cruzadas suspendidas en el aire y las manos sobre las rodillas. Yo me imaginaba que ella y Moisés debían aprovechar esos ratos de intimidad en el subsuelo para toquetearse entre las conservas y las máquinas de cortar fiambre.
El trabajaba doce horas todos los días salvo los fines de semana que hacía medio turno. Día libre no tenía. Sus tareas eran limpiar, acomodar, reponer mercaderías y ayudar en la cocina. Pelar, cortar y freír papas, hornear empanadas, rellenar arrollados de dulce de leche, preparar ensaladas. Todas sus funciones, salvo la limpieza antes de abrir, las realizaba en el sótano. Los dueños le habían indicado no subir mientras el bar estaba abierto. De Bety no había hablado nunca hasta que un día apareció con ella y la presentó como su señora. La mujer contó que hacía poco había llegado a Madrid y que Moisés la había traído desde Ecuador con los ahorros de tres años. Tenían una hija de once que había quedado a cargo de los abuelos. Sofía se llamaba la nena. Eso lo recuerdo bien. Durante las primeras semanas, cada vez que la nombraba se le ponían los ojos vidriosos. Eran unos ojos escondidos al fondo de unos hoyos profundos y angostos. Las lágrimas quedaban contenidas allí. Un estanque en los ojos tenía.
Al principio venía solamente los domingos. Le hacía compañía a Moisés y, de vez en cuando, lo ayudaba con el trabajo. Era el día en que él salía temprano y podían irse juntos. Por otra parte, Bety decía que no tenía otro sitio adonde ir. Al poco tiempo frecuentaba el bar también los sábados. Para ella era más complicado porque servíamos copas y a veces terminábamos de madrugada. Moisés le insistía en que volviese a casa sola, antes de que pasara el último metro, pero ella prefería esperarlo. Tenía una obsesión con el metro. Decía que no lo entendía. Que era como un ovillo enredado, una maraña. ¿Cómo desentrañar el itinerario desde un punto hacia otro? Desplegaba sobre la barra un plano tamaño bolsillo y trazaba trayectos con los dedos siguiendo las líneas de colores. Me indicaba cruces y caminos incomprensibles. Conocía poco la ciudad. La proyectaba en la red del metro, imaginaba recorridos.
- Si tuviera que venir desde Sol hasta aquí, tendría que tomar la línea dos, la roja; hacer conexión con la nueve en Príncipe de Vergara y seguir hasta Colombia.
- ¿Qué dirección? - le preguntaba yo, poniéndola a prueba.
Me miraba desconcertada y volvía a mirar el mapa.
- ¿Para qué lado irías? Todas las líneas tienen dos direcciones, van y vienen.
Buscaba, dibujaba el recorrido sobre la línea con la yema del dedo índice.
- Línea dos, dirección Ventas; línea cuatro, dirección Herrera Oria.
- No te olvides. Si no, te vas a ir para el otro lado.
Decía que practicaba. Cuando hablaba por teléfono con Sofía le explicaba diferentes posibilidades para ir desde el aeropuerto hasta la casa donde paraban. Pronto te traeremos mi niña, ya verás cómo es aquí. Anotaba los trayectos en servilletas de papel y se las metía en el bolsillo del jean que usaba súper ajustado.
Viajar en búho
Moisés y Bety se iban un rato antes del cierre. Yo me quedaba hasta el final con el rubio o el morocho. Cada noche Marcos venía a buscarme. Llegaba temprano y se sentaba en un rincón entre la barra y la pared. Aparecía con bufanda, guantes, gorro de lana, todo lo que pudiera ponerse encima. Quedaban al descubierto sólo los ojos y la nariz. No estábamos acostumbrados al frío seco de Madrid. Se nos metía como agujas a través de la piel. Yo le servía empanadas, pinchos calientes y, de postre, arrollado de dulce de leche y café. A veces, en lugar de café le cargaba el pocillo de Baileys. No nos permitían consumir los licores, pero el color era igual al de un cortado, nadie podía notarlo salvo oliéndolo. Le pasaba la comida espaciadamente cuando el dueño de turno estaba en otra cosa. Ellos se daban cuenta y miraban fijo, haciéndose ver, de manera que nos diera pudor y parásemos. Pero a nosotros pudor no nos daba. Nos cuidábamos en los detalles pero sin demasiada intriga. Marcos apoyaba su taza y un libro sobre la barra y leía hasta que mi turno terminase.
Alquilábamos un departamento en Lavapiés, un barrio de viejos y de inmigrantes. Era un piso de tamaño medio dividido en dos partes: al frente, la peluquería de la propietaria y detrás, una habitación amplia, una cocina minúscula, una pequeña sala de estar y un baño. Del balcón de nuestra habitación colgaba un cartel al que le faltaban algunas letras: Paloma. Peluquería de señoras. Durante la semana compartíamos el espacio con ella. Mientras el salón de peinados estaba abierto nos movíamos en la habitación. Pasábamos a la cocina y al baño lo mínimo indispensable. Después de las siete de la tarde y de domingos a lunes, también podíamos usar la sala de estar. Allí había un televisor viejo colocado en un gran modular lleno de vírgenes, estampitas, fotos de Paloma con dos muchachos y fotos de uno de los muchachos rodeadas de velas y rosarios. Además había dos sillones de caña y una mesa ratona con revistas de chismes que yo leía los domingos. Con Paloma nos cruzábamos poco. Prácticamente no la conocíamos aunque habitábamos en la trastienda de su vida.
En una ocasión visitamos su casa. En realidad, no fue una visita sino una pasada a raíz de un contratiempo. Un viernes, al cerrar la peluquería, había trabado la puerta principal con un cerrojo del cual no teníamos llave. Tuvimos que llamarla desde una cabina. Se disculpó por la distracción y nos pidió que pasásemos a buscar la llave que nos faltaba. La casa de Paloma no tenía nada que ver con su peluquería de Lavapiés. Era un departamento moderno, estilo ochentoso, con varias paredes espejadas, adornos puntudos y brillosos, muebles rectilíneos tapizados con paños chillones y, por todas partes, más fotos de ella y los muchachos. Había otro santuario, ubicado en una mesa redonda. Un gran portarretratos con la foto del joven, rodeado de santos, flores y una vela encendida. A Paloma se la notaba nerviosa, no incómoda, sino excitada, exultante. Daba la impresión de que no acostumbraba recibir gente allí. No pudimos disimular la mirada sobre la mesita. Ella se dio cuenta y nos contó que se trataba de su hijo mayor que había muerto en un accidente de moto. Nos dijo que rezaba por su alma cada día y que él estaba siempre con ella. Del otro chico que aparecía en las fotos no habló.
Después volvimos a la dinámica habitual: la veíamos poco y casi no conversábamos. Seguimos viviendo como antes, entre las imágenes del hijo muerto y las velas consumidas que quedaban al final de cada jornada.
Un día antes de dejar Madrid, mientras hacíamos las valijas para volver a Argentina, le contó a Marcos sobre el otro hijo. No se hablaban desde hacía varios años. Paloma lloraba y pedía consejos. Estábamos los tres de pie en el metro y medio de la cocina. Pero ella le hablaba a él, llorando y mirándolo a los ojos. Yo me quedé en silencio. No quise irrumpir en esa intimidad. Mientras la escuchaba pensaba que las distancias no se hacen de espacio sino de tiempo. Pensé en nosotros siendo felices en la pieza detrás del cartel mientras ella peinaba a las señoras y no se le escapaba una pizca de dolor. En ese momento no me daba cuenta, pero ahora creo que fue lo más parecido que me pasó a vivir en una película de Almodóvar. No por la historia, sino por los tonos. Las historias están todas contadas, la diferencia reside en los colores, las texturas, la luz y la sombra, los puntos y las comas, la cadencia, el maquillaje.
Maraña
Un domingo Moisés apareció sin Bety, tres horas después de nuestro horario de entrada. El rubio debe haberlo llamado por lo menos diez veces a su móvil pero atendía directamente el contestador. También llamó al morocho y lo puso al tanto. Estaba como loco. Seguro que en ese rato tenía una minita y usaba el bar como coartada. Me dejó sola y me pidió que le avisara en cuanto Moisés llegase. Me dio bronca que me dejara con todo el trabajo pero enseguida me relajé y aproveché. Descorché un Rioja de los buenos y puse música al palo. Me serví pinchos de jamón serrano y de salmón y agarré el teléfono. El tiempo lo tenía bien calculado, sabía cuándo tenía que empezar para resolver lo básico. Por lo demás, el rubio llegaba siempre tarde. Con Moisés desaparecido existía la posibilidad de que se dignara a venir para abrir pero a esa altura me daba igual. Llamé a mis viejos y a mis amigas en Argentina. También lo llamé a Marcos. Le dije que viniera a tomarse un vinito. Cuando llegó ya estaban mis dos jefes y Moisés. Habían bajado los tres al sótano para conversar en privado. Desde la escalera se escuchaba todo. Le hablaban de responsabilidad y de la cantidad de gente que necesitaba el trabajo. Él se excusó diciendo que estaba descompuesto. El día anterior había festejado su cumpleaños y algo debía haberle caído mal. Además les recordó que hacía más de un mes venía pidiendo un día libre. Yo creo que se animó porque estaba borrachísimo. Le respondieron que lo tenían presente y que todavía no se había dado la oportunidad. Moisés apenas podía sostenerse en pie. Se les iba con todo el cuerpo encima. Parecía que en cualquier momento le ponía una trompada a alguno de los dos.
Marcos bajó un par de peldaños. Estaba preparado por si había que igualar el número en la pelea.
- El vinito lo dejamos para otro día.
- Obvio. Me colgué en el Seven, por eso me demoré. Mirá lo que conseguí.
Sacó del bolsillo un libro: Las partículas elementales de Michel Houellebecq.
- Para vos me dijo.
Yo lo metí en el bolsillo del delantal entre las propinas y el destapador. En ese momento no podía bajar y guardarlo en la mochila.
A Moisés lo mandaron de vuelta a su casa. No estaba en condiciones de trabajar. Lo apretaron un poco para mantenerlo a raya pero de ahí la cosa no pasó. Manejaban el límite. En el fondo, se cuidaban de ser denunciados por contratar empleados en negro. Moisés se daba cuenta y de a poco se hacía valer. Sin embargo, él también se cuidaba de pisar el borde: ningún inmigrante sin papeles gana denunciando su situación.
Cuando llegó los bolivianos ya dormían. La pieza estaba a oscuras. Se tiró en la cama sin desvestirse y durmió hasta el otro día. Recién advirtió la ausencia de Bety al despertar. Trató de rememorar la última vez que la había visto. Se le aparecía de espaldas. el la tomaba de la cintura y dejaba caer su peso sobre ella. Le hundía el mentón en el cuello. No veía nada más que su pelo oscuro. En ese punto la imagen tornaba completamente a negro. Era la noche de su cumpleaños.
Bety había intentado despertarlo incluso mojándole las mejillas con agua fría pero el tipo estaba inconsciente. No se asustó porque ya lo había visto así otras veces y sabía que con sueño se le pasaba. Le preocupaban los patrones, los problemas que pudiera traerle faltar al trabajo sin aviso. Moisés había perdido el móvil y no habían anotado el número en ninguna otra parte. Decidió que, en su lugar, iría ella. Explicaría que Moisés estaba enfermo y que no habían tenido cómo comunicarse.
Ahora cree que fue un error. Salir sola, internarse en el metro, cada paso que dio. Tenía todo apuntado: caminar 2 a la derecha, 1 a la izquierda. Metro tetuán: línea 1. Dirección plaza de castilla, conexión línea 9. Tres estaciones. Bajar.
Sentada en un banco sobre el andén revisa las notas y repasa las líneas en el plano de Metro Madrid. No comprende en qué se equivocó. Empieza a planear todo de nuevo, otro recorrido desde donde se encuentra. Siente que le falta el aire. Se le ocurre subir y seguir a pie. El frío de la calle le produce una sensación de alivio pasajero, un shock térmico que la seda durante algunos minutos. No sabe dónde está. Ni siquiera cuenta con un plano de Madrid. Pedir ayuda le da miedo. Piensa que mostrarse sola y perdida la convierte en presa fácil para los aprovechadores. Aprovechadores es una categoría que usa con frecuencia, un mote genérico que engloba a ladrones, violadores, asesinos, arribistas, estafadores, viciosos. En esta ciudad no confía en nadie.
No está dispuesta a caminar sin rumbo, de noche y con ese frío. Baja de nuevo a los túneles del metro. Cuando quiere sacar otro boleto se da cuenta que no tiene más dinero. El que maneja la plata es Moisés. Por seguridad, ella nunca anda con dinero encima. Se sienta nuevamente y se dedica observar el movimiento de la estación, el andar de los pasajeros, las caras de domingo. Adivina a dónde van, de dónde vienen, si pasean o van de visita, si están de curro. Deja de contar el tiempo y tramar recorridos. En cierto momento la estación queda desierta. Puede que sea sólo por un instante. Tiene que actuar rápido: le tiembla el cuerpo, cree que no va a poder, que se va a caer y se le van a enredar las piernas en el grillete, que van a empezar a llegar los pasajeros y se la van a quedar mirando hasta que un policía la saque y le pida los documentos. Nada de esto ocurre. Se apoya con firmeza sobre los laterales y salta flexionando las rodillas por encima del grillete. Aterriza torpemente del otro lado y corre. Al atravesar el pasaje al andén dos policías vienen caminando en sentido opuesto. Frena de golpe y trata de disimular mirando el cartel indicador de horarios. Está agitada, durante la corrida dejó entrar el aire frío de golpe en los pulmones. Le duele cuando respira.
Sube al vagón sin tener muy claro hacia dónde va. Está tan nerviosa que mira el plano sin verlo. El horario de entrada de Moisés pasó hace rato y ella sigue dando vueltas bajo tierra. Baja en una estación cualquiera para poder concentrarse en el mapa. Lo estudió decenas de veces. Puede hacerlo. Puede corregir el rumbo. Se sienta en una de las escaleras de salida. Nota que ya es de noche. Sobre una de las paredes del túnel, un gentío hace cola a ambos lados de una puerta de chapa. La puerta es del mismo color que los muros y tiene varios graffitis. Si no fuera por la gente apostada a su alrededor, pasaría inadvertida. Parecen personas de la calle. Todos andan cargados con paquetes, bolsos y cacharros. Ella escuchó que en Madrid hay varios dormideros públicos para los sin techo, sobre todo en invierno. Piensa que detrás de esa puerta quizás haya un refugio. Pasa los dedos por el plano, dibuja compulsivamente algún camino que la lleve a casa. Al quedarse quieta siente la ropa húmeda debajo del abrigo. Se abraza las piernas flexionadas haciéndose bolita, sopla hacia el centro del cuerpo para darse calor. Los músculos se distienden de a poco, siente una ligera placidez, un sueño leve que llega. (...)
*La versión completa de este relato integra el libro de cuentos Maraña, Natalia Massei (Baltasara Editora, 2014)
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