Viernes, 30 de octubre de 2009 | Hoy
La posible identificación de los restos de Federico García Lorca, víctima de la Guerra Civil Española, y la aparición de un nuevo libro firmado por Ian Gibson que centra su atención en la peripecia homosexual de su biografía, invitan a volver a leer a uno de los más grandes poetas de todos los tiempos.
Por Daniel Link
En estos días, la humanidad espera en vilo que los equipos de antropología forense que trabajan en las inmediaciones de Granada por orden del juez Baltasar Garzón descubran e identifiquen los restos de Federico García Lorca, que podrían estar (o no) en una fosa común entre Víznar y Alfacar, donde hay tres mil personas enterradas.
La circunstancia obliga a reexaminar las razones del asesinato del poeta, y también algunos aspectos de su vida.
En sus años escolares le decían Federica, y la prensa de derecha se refería a él, cada vez que querían desacreditar a La Barraca, la compañía teatral que fue una pieza central de la política cultural de la República Española, como Federico García Loca.
Hijo de Vicenta Lorca y Federico García Rodríguez, el que estaría llamado a convertirse en “el poeta español más leído de todos los tiempos” nació el 27 de agosto de 1897 como Federico del Sagrado Corazón de Jesús. Ya adulto, Lorca, cuya pasión por la mentira corría pareja con su pasión por la poesía, la música y el folklore, echó a correr la especie de que no había caminado hasta los cuatro años como consecuencia de una grave enfermedad.
Lo cierto fue que el niño tenía grandes pies planos y la pierna izquierda ligeramente más corta que la derecha, defectos que “con el tiempo prestarían a su manera de andar un característico balanceo o cimbreo corporal” (como nos informa Ian Gibson en su monumental biografía, Federico García Lorca).
Desde el comienzo, Lorca, que ha nacido apenas treinta años después de que por primera vez en la historia de Occidente se imprimiera la palabra “Homosexualität” en un folleto militante, marcha con su andar de pie quebrado hacia lo queer.
Toda la historia de la poesía de Lorca puede leerse como un combate contra los monstruos infernales, y hay un compuesto indiscernible entre autoctonía, sexualidad, naturaleza y cultura que es lo que podríamos reconocer como propiamente lorquiano.
Lábdaco (padre de Layo) quiere decir “rengo”, Layo (padre de Edipo) quiere decir “pie torcido”. Edipo quiere decir “pie hinchado”. Es con esa serie de nombres prestigiosos, en los que la persistencia de la autoctonía humana se inscribe directamente en el cuerpo y el andar (la imposibilidad de salirse totalmente de la tierra), con los que Lorca establece una relación de linaje.
Lo ctónico se opone a lo olímpico como el inframundo se opone a lo celestial.
Es posible glosar el mito de Edipo de muchas formas, pero la lectura que más conviene retener y relacionar con la obra de Lorca es la que lo reconoce como una suerte de instrumento lógico que permite articular una respuesta a la pregunta inicial: “¿Se nace de uno solo, o bien de dos?”. Y a la pregunta derivada: “¿Lo mismo nace de lo mismo o de lo otro?”.
Lo que se llama queer no es sino una etiqueta (la última) para una pregunta radical sostenida en el murmullo de los pájaros: ¿lo Real es Uno o Múltiple? ¿Somos verdaderamente libres o el efecto de un sistema de clasificación sistemática que nos precede?
En un retrato retrospectivo, Lorca ha presentado su infancia en los siguientes términos:
Siendo niño, viví en pleno ambiente de naturaleza (...). En el patio de mi casa había unos chopos. Una tarde se me ocurrió que los chopos cantaban. El viento, al pasar por entre sus ramas, producía un ruido variado en tonos, que a mí se me antojó musical. Y yo solía pasarme las horas acompañando con mi voz la canción de los chopos. Otro día me detuve asombrado. Alguien pronunciaba mi nombre, separando las sílabas como si deletreara: “Fe... de... ri... co”. Miré a todos lados y no vi a nadie. Sin embargo, en mis oídos seguía chicharreando mi nombre. Después de escuchar largo rato, encontré la razón. Eran las ramas de un chopo viejo que, al rozarse entre ellas, producían un ruido monótono, quejumbroso, que a mí me pareció mi nombre.
Cómo el niño-poeta ha podido alucinar en el ruido monótono y quejumbroso de unas ramas viejas su propio nombre sería asunto de la psicología experimental o de la psiquiatría, pero lo cierto es que el relato dice una verdad: el llamado de la tierra como constitutivo de la poética lorquiana, es decir, la imaginación (poética) procede de la naturaleza, es su continuación, y el ser es autóctono (lo vegetal es su modelo). De allí el proyecto nunca abandonado de devenir uno con lo verde (“verdes vientos, verdes ramas”), la dificultad de ese devenir y la consecuente melancolía. El niño ya sabe que el arte no es privilegio del hombre y que constituye un geomorfismo y no un antromorfismo.
El primer libro publicado por Lorca, en 1918, se llama Impresiones y paisajes, y en él ya se deja leer la creciente fricción entre el celestial Sagrado Corazón de Jesús con el que ha sido marcado y su infernal cojera. Libro de poemas, de 1921, se cierra con “El macho cabrío”, fechado en 1919:
¡Cuántos encantos
tiene tu barba,
tu frente ancha,
rudo Don Juan!
¡Qué gran acento el de tu mirada
mefistofélica
y pasional!
(...)
Tu sed de sexo
nunca se apaga;
¡bien aprendiste
del padre Pan!
Todavía no muy lorquiano, el poema muestra la evidente inclinación uranista del joven granadino. Más importante es notar la aparición del aker de los aquelarres. Salido del infierno, mefistofélico, el aker de Lorca abre la puerta de la fragua por donde entrará la omnipresente luz lunar (“la luna vino a la fragua / con su polisón de nardos”). Lorca sacará a la luna de la tradición tardo-romántica y la reintegrará a la tradición celtíbera: el plenilunio de la Turdetania, las comunidades imposibles, las sociedades secretas y los rituales anticristianos de regeneración del mundo son los puntos irisados que organizan la constelación de autoctonía y sexualidad, lo queer de Lorca. La luz lunar, cuyo predicado es el neutro, aparecerá reflejada en los pozos donde duermen su sueño los niños insepultos (sacrificios en altar y sacrificios en pozo se oponen como lo olímpico y lo infernal).
El último poema “estadounidense” de la extraordinaria conferencia “Un poeta en Nueva York” (el libro fue publicado después del asesinato de Lorca) es precisamente “Niña ahogada en un pozo”, que opone infancia y género, es decir: el yo sexuado y el yo de la infancia. La niña de la infancia, Federica, vuelve como la Samara de The Ring a cobrar el precio del sacrificio ctónico. Lo que además regresa en ese poema último de un ciclo es el estribillo, el ritornello del agua que no desemboca. Al agua fija en un punto (el pozo) se opone el agua corriente, como lo Uno de Parménides se opone a lo Múltiple de Heráclito. La niñez estancada contra la niñez que fluye hacia lo múltiple (vegetal o animal): el llamado de la naturaleza y la fuerza de la autoctonía. Así sostiene Lorca un imaginario (homo)sexual, luego de haber atravesado todas las etapas de su pensamiento y ensayado todos los estilos de escritura.
En 1922, Lorca pronuncia una conferencia en el Centro Artístico de Granada: “El Cante Jondo. Primitivo canto andaluz”. Es, una vez más, el encuentro con la fatalidad de lo autóctono, pero elevado ahora a programa estético. La pena, dice Lorca, no es del sujeto que canta sino del género y, por esa vía, se instaura una cosmogonía cuyo contenido (y cuya expresión, porque son indiscernibles) es la “nostalgia de lo autóctono”. Mucho más adelante, en 1931, Lorca dirá: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío... del morisco, que todos llevamos dentro”.
Se trata, ya, de sostener un proceso de desidentificación que implica abrazar una causa, la causa de “los perseguidos” que son, con más precisión, los raros o fuera de clasificación. Lo que canta, lo que habla en Poema del Cante Jondo no es un individuo sino un colectivo indefinido: “el alma andaluza” de naturaleza trágica. Autoctonía y tragedia son el fondo común que encuentra Lorca en las coplas del Cante Jondo: “El Amor y la Muerte... pero un Amor y una Muerte vistos a través de la Sibila, ese personaje tan oriental, verdadera esfinge de Andalucía”. Es el regreso de la esfinge, el monstruo ctónico de Edipo, que vuelve para plantear el enigma de lo Múltiple en lo Uno: no la culpa del desvío sino una ética del abandono y la disidencia; no una política de la reproducción familiar sino la pandemia del contagio.
Más allá de los episodios biográficos (ver recuadro) que desencadenaron el decisivo viaje a Nueva York de Lorca en 1929, lo que se lee en ese momento de vacilación (existencial y estética) es la pregunta sobre cómo conjugar el tradicionalismo autóctono con la destrucción generalizada preconizada por el programa superrealista. Poeta en Nueva York, El público y Así que pasen cinco años, obras póstumas, son el umbral de una transformación profunda. Desde 1925, Lorca ha venido discutiendo con el sinuoso Salvador Dalí y el infame Luis Buñuel temas de estética y, también, de política sexual.
En la “Oda a Salvador Dalí”, publicada en 1926, Lorca anota lo que constituirá una de sus obsesiones en los años siguientes:
¡Oh Salvador Dalí de voz aceitunada!
Digo lo que me dicen tu persona y tus
cuadros.
No alabo tu imperfecto pincel adolescente,
pero canto la firme dirección de tus flechas.
Además de algunos dibujos y cartas dirigidos a Lorca (“¿No habías pensado en lo sin herir del culo de San Sebastián?”), Dalí le dedica en 1927 el extraordinario texto Sant Sebastià, que hace de la figura del mártir una máquina célibe y a partir de la cual desarrolla un elogio de la objetividad y la apatía estéticas, en una dirección que parece contraria a la que Lorca había apuntado en su “Oda”, al colocar al pintor en el lugar del arquero y a sí mismo en posición de víctima sagitaria (en los recuerdos de Dalí, era Lorca quien pretendía sodomizarlo).
En la conferencia “Un poeta en Nueva York”, Lorca escribirá, por única vez, el nombre de la figura que, en su perspectiva, sella la nueva alianza entre lo ctónico y lo poiético: “Convengamos en que una de las actitudes más hermosas del hombre es la actitud de San Sebastián”, escribe sin más aclaración y totalmente fuera de contexto.
Esa inesperada aparición de aquel cuyas glorias cantaron no sólo los grandes pintores europeos del Renacimiento al Barroco (quiero decir: todos ellos) sino, también, Marcel Duchamp y T. S. Eliot, es la clave de la articulación en la que está pensando Lorca, el fundamento de lo queer, la voz que le viene, ahora, a la vez de la tierra y del cielo. Un llamamiento simultáneo al martirologio y a la desclasificación.
El primer poema que Lorca escribió en Nueva York fue “Oda al rey de Harlem”, donde reaparece la noción de “raza maldita”, la amplificación del tema gitano y, a partir de ese impulso de universalización de motivos autóctonos, un postulado de identificación con esas comunidades imposibles en las cuales no se puede reconocer al semejante porque no hay identificaciones sino sencillamente multiplicidades.
Lorca desarrolla en el más impresionante poema (“Oda a Walt Whitman”), del que será su último libro de poemas planeado como tal, una teoría de la (homo)sexualidad natural (“un desnudo que fuera como un río”) en oposición a una (homo)sexualidad producida socialmente (“pantano oscurísimo donde sumergen a los niños”), donde el agua estancada y el agua que fluye adquieren nuevas connotaciones sin desprenderse de las que ya formaban una constelación omnipresente en su obra.
En Cuba, donde se detiene luego de su período neoyorquino, escribe El público, donde se lee la sorprendente sentencia: “El ano es el fracaso del hombre, es su vergüenza y su muerte”, que, si bien es expresión de un ataque de pánico homosexual que parece continuar el diálogo con Salvador Dalí, también puede interpretarse ya como una teoría del descentramiento y la desclasificación queer en la línea en que lo planteará Severo Sarduy en sus escritos.
Es en Cuba donde finaliza también la “Oda a Walt Whitman”, poema didáctico-doctrinario que vuelve a superponer lo natural y lo construido, lo autóctono y lo celeste, el Sagrado Corazón y el macho cabrío, para excluir del festín de la vida (la “bacanal” de la que participan “los confundidos, los puros, / los clásicos, los señalados, los suplicantes”) únicamente a los “maricas de las ciudades”, “esclavos de la mujer”, “perras de sus tocadores”.
Yo quisiera rescatar a Lorca de estas últimas y penosas palabras que parecen más bien pronunciadas para agradar a sus enemigos (Buñuel y la Falange) que para sostener un proyecto de vida y de arte, un arte de vivir, y de vivir juntos.
Quisiera poder decir que cuando Lorca escribió “¡No haya cuartel!” y “¡Alerta!” no quiso sino alertarnos contra el poder de la normalización, contra el poder de los sistemas clasificatorios que, a través de la injuria, construyen modelos de comportamiento aberrantes que sólo pueden comprenderse como espejos de agua podrida.
Sé que la delicadísima estructura de su obra, su agónica marcha hacia la felicidad (como cosa colectiva), su confianza ciega en el llamado de la naturaleza y en la poesía como respuesta a esas voces que decían su nombre, su compasión por las niñas enterradas en los pozos y los plenilunios precristianos (prehumanistas) que él rescató de la barbarie, así lo autorizan.
La Sagrada Familia celestial, lo comprendió Lorca con una intuición que no alcanzó a desarrollar antes de que lo asesinaran (y lo asesinaron, entre otras cosas, para que no alcanzara a desarrollar esa intuición), no es nada sin San Sebastián, ese abandonado en la Cloaca Máxima: carece de sentido.
Pero prefiero no poner a Lorca en el lugar de su posteridad. Lo leo en el instante en que él sabe que va a morir, como lo sabe del niño músico y poeta que fue, cuya imagen de pie quebrado entrevé en un pozo de agua que no desemboca, víctima de una política de exterminio.
Lo leo en el instante en que elige el desorden y se ofrece como víctima de los sistemas de clasificación, en el instante en que lo queer no tiene todavía un nombre y, por eso mismo, tampoco programa, ni destino.
“Nueva York (oficina y denuncia)”, en Poeta en Nueva York:
¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes?
¿Ordenar los amores que luego son fotografías,
que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?
No, no; yo denuncio.
Yo denuncio la conjura de estas desiertas oficinas
que no radian las agonías,
que borran los programas de la selva,
y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas
cuando sus gritos llenan el valle
donde el Hudson se emborracha con aceite.
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