Viernes, 6 de noviembre de 2009 | Hoy
IGUALDAD DE DERECHOS
“Igualdad de derechos” es uno de los reclamos que convocan a marchar mañana. El matrimonio sin condicionamientos de sexo o identidad de género es uno de esos derechos todavía negados, aunque por primera vez en la historia la modificación del Código Civil en este sentido empieza a tener un camino cierto dentro del ámbito parlamentario, después de su tratamiento en comisiones. Sin embargo, otra vez empiezan a escucharse voces espantadas como la de la Iglesia Católica, acostumbradas a ejercer, con éxito, presión sobre el Estado. Evocan algún sentido último y sagrado del matrimonio heterosexual como si su doctrina fuera universal y debiera regir sobre las vidas de todxs. Olvidan, sin inocencia, que ni siquiera para su propia lógica el matrimonio ha tenido siempre ese carácter. Y que en Argentina, además, la figura del matrimonio es un contrato en el que ni Dios ni la Iglesia tienen por qué meter la cola.
Por Pablo Ben
La Iglesia Católica considera el matrimonio como un sacramento entre un varón y una mujer. Supuestamente, Dios quiso que el varón y la mujer se unan para poder reproducirse y dejar descendencia, y ése sería el objeto mismo del matrimonio. Por ese motivo, dos personas del mismo sexo, que no pueden tener hijos, que resulten de una relación sexual de la pareja, no deberían poder casarse. Dios no lo quiso así y por eso hizo al hombre y a la mujer diferentes y complementarios, para que de su relación sexual surjan los hijos que pueblan el mundo. A pesar de que cada vez es más la gente que cuestiona esta idea religiosa del matrimonio, todavía sigue siendo muy influyente. Por eso es necesario poner algunas cosas en claro.
En primer lugar es necesario decir que en las sociedades modernas el matrimonio no es un vínculo sagrado sino un contrato entre personas, mal que le pese a la Iglesia. De hecho es un contrato que se puede disolver mediante el divorcio. Si fuera un sacramento sería de carácter absoluto y sólo se podría disolver con la muerte, como ocurría antes de 1985 cuando no había divorcio. Pero incluso antes de que existiera el divorcio el matrimonio tampoco era un sacramento.
Era indisoluble, pero ni a las leyes ni al Estado les interesaba si las personas que se casaban consideraban su vínculo como algo que involucraba a Dios. Desde 1887, cuando el Congreso argentino aprobó la ley de matrimonio civil, el Estado dejó de reconocer el carácter religioso del matrimonio, y la unión a través del casamiento pasó a ser un contrato. El fin del reconocimiento estatal del matrimonio religioso en 1888 tuvo por objeto separar a la Iglesia y al Estado, y permitir que todas las parejas pudieran casarse sin tener por eso que seguir el rito católico.
Desde entonces, el Estado reconoce que dos personas están casadas porque han firmado un documento en el registro civil; si consideran o no que esa unión sea un sacramento es algo que al Estado no le concierne. El matrimonio civil da una serie de derechos y obligaciones, al igual que cualquier otro contrato.
En esos derechos y obligaciones hay decisiones humanas establecidas por leyes que no tienen relación con ninguna creencia religiosa, y que pueden ser modificadas por el Congreso. Que a la Iglesia esto no le guste es otra cosa. Si alguien pretende considerar a su matrimonio como sagrado es su decisión privada a la que tiene derecho, pero eso no significa que le puede imponer a otros lo mismo. Si el Estado considerara el matrimonio como un sacramento, la Iglesia Católica tendría entonces el derecho a imponer que todo el mundo se case ante el altar. Eso es lo que ocurría antes de 1887: quien no estuviera casado por iglesia, no era considerado
casado por el Estado. A partir de ese año, con la ley de matrimonio civil, el casamiento por iglesia no tiene ningún efecto legal; se trata de un asunto privado.
La Iglesia Católica quiere decidir quién puede casarse y quién no, de acuerdo con lo que esta institución considera “sagrado”. Al pretender tomar esta decisión, la Iglesia está exigiendo que el matrimonio sea un sacramento, es decir, que se tire por la borda la ley de matrimonio civil que está vigente desde 1888. Esa ley no permite casarse a personas del mismo sexo, pero tampoco dice que el matrimonio es una institución religiosa sino todo lo contrario. Dado que es un contrato entre personas, el Estado, a través de los mecanismos de la democracia, puede decidir ampliar o restringir el grupo de personas que pueden asumir este contrato. Por ejemplo, puede subir o bajar la edad mínima para el casamiento sin pedir autorización a la Iglesia. Del mismo modo, el Congreso puede autorizar que se casen las personas del mismo sexo. Si la Iglesia argumenta que esto viola el modo en que ella entiende el matrimonio como un vínculo de carácter religioso, lo que está diciendo es que su poder está por encima de las leyes y del Estado. También está diciendo que sus ideas morales y religiosas son las que debieran hacerse carne en la
ley, algo que va contra la separación entre Estado e Iglesia establecida por la Constitución. Por otro lado, la Iglesia —y todas las personas que se oponen al matrimonio gay/lésbico— también está planteando que, al contrario de lo que dice la Constitución, los varones y las mujeres no son iguales ante la ley. Si fueran iguales entonces no hay diferencia entre el casamiento entre personas del mismo o de diferente sexo.
Sin embargo, lo más sorprendente no es que la Iglesia quiera estar por encima de la ley, se trata de una institución que siempre siguió este camino. El problema es que la Iglesia Católica nos quiere hacer creer que siempre pensó el matrimonio como un sacramento, cuando en realidad se trata de algo que sólo comenzó en el Concilio de Trento, allá por mediados del 1500.
Antes de ese momento, el catolicismo no consideraba el matrimonio como un sacramento. Es decir, durante quince siglos hubo personas católicas que no entendían el vínculo matrimonial como sagrado e indisoluble. El cielo no se cayó y Dios no parece haberlos castigado. Si la Iglesia declaró sacramento al matrimonio después fue para acumular poder, teniendo control de ese vínculo, ni más ni menos. De hecho es interesante examinar qué hizo la Iglesia cuando algunos Estados católicos establecieron el carácter del sacramento matrimonial en sus leyes.
En España y en su imperio colonial de América, el matrimonio era por ley un sacramento. Es así que nadie podía divorciarse y volverse a casar. Dado que el primer vínculo nunca quedaba disuelto, la Iglesia y el Estado colonial español consideraban que quien contrajera segundas nupcias incurría en “bigamia”.
Durante el período colonial mucha gente migraba de España a Indias. También circulaba gente de una región a otra del imperio colonial. Estxs migrantes solían quedar muy distanciados de sus tierras de origen porque el viaje de un punto a otro era largo y no había medios de comunicación. Es así que muchas personas armaban sus vidas nuevamente. No era raro que la pareja del primer casamiento quedara atrás y que la persona se volviera a casar. En muchos casos sólo se juntaban, pero había mucha presión social para casarse, porque lxs hijxs nacidxs fuera del matrimonio eran “ilegítimxs” y no tenían los mismos derechos. La Iglesia fomentaba el prejuicio contra las parejas no casadas por iglesia, y se aseguraba de que no tuvieran los mismos derechos. Pero cuando alguien volvía a casarse por iglesia por segunda vez, tratando de ocultar su primer casamiento, era condenadx por bigamia si su “crimen” se descubría. La Inquisición, institución de la Iglesia Católica de la cual proviene el actual Papa, podía condenar a muerte a quien incurriera en bigamia. O sea, cuando la Iglesia pudo imponer su idea del matrimonio como “sacramento”, la usó de la manera más represiva para destruir física y emocionalmente a quienes no hicieran lo que ella consideraba correcto.
La Iglesia todavía pretende seguir decidiendo sobre nuestras vidas hoy. Una de sus últimas campañas en este sentido es su oposición al matrimonio entre personas del mismo sexo. Una sociedad democrática debiera dejarle en claro a esta institución profundamente autoritaria que las decisiones sobre quién puede y quién no puede casarse deben partir del respeto a la igualdad legal establecida por la Constitución. El matrimonio para gays y lesbianas implica una profundización de la igualdad legal entre varones y mujeres, implica llevar la idea de igualdad de nuestra Constitución hasta sus últimas consecuencias. Todos y todas debemos tener los mismos derechos, y es por eso que el matrimonio para todo el mundo sin importar el sexo constituye una tarea democrática que no sólo nos permitirá a gays y lesbianas acceder a la igualdad legal sino que, además, permitirá que se consolide la separación entre Iglesia y Estado, consolidando así una democracia que en la Argentina ha tendido a ser más que frágil.
Una democracia que, con mucha frecuencia, viola sus propias leyes y permite que las cosas se hagan no de acuerdo con la igualdad sino con los caprichos y prejuicios de quienes tienen más poder.
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