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A horas del final del año, dos hombres se convirtieron en marido y marido. Sólo que tuvieron que mudar su domicilio conyugal a miles de kilómetros de su propia cama. La noticia, de todos modos, moviliza a las fuerzas políticas que se desarman en promesas de una ley nacional para 2010, esperando evitar el exilio austral.
› Por Daniel Link
Harto de dilaciones, decidí tomar el toro por las astas y llamé por teléfono a José María, a ver qué noticias podía darme sobre sus frustradas bodas. Como él, a su vez, está enredado en complejísimos trámites de adopción, me vi obligado a escuchar sus propias cuitas. Al final lo corté: "No, Mary, no. Decime qué pasa con el matrimonio. ¿Lo aprueban?". "Ay, no sé, de eso no sé nada. El que se encarga es Alex. Nosotros acabamos de volver de Ushuaia, ¿por qué no se van para allá?". "Para eso me voy a México, tarada, que me gusta más, pero la idea es casarme donde vivo". "Entonces, mejor llamala a Lubertino". Le dije que iba a hacerlo después de censurarle el papelón de los moños rojos. "Parecían dos hombres-sandwiches, promocionando ojotas en los años setenta. Ubicate, Mary".
Me costó encontrar a la funcionaria, que andaba promoviendo almanaques en favor de la diversidad. "¿Y, Marijó? Así no era la cosa. Me prometiste la Ley de Matrimonio en Buenos Aires. Narda se ofreció a regalarme el catering. Tengo todo en el freezer, pero se me van a pudrir todas las viandas a este ritmo". La presidente me explicó que el gobierno había preferido evitar el trámite parlamentario y sacar el casamiento por vía judicial, porque de esa manera iba a resultar "menos costoso políticamente". "Eso ya me lo dijiste el año pasado", la interrumpí, "y todavía estamos esperando". "Y bueno, vos viste cómo es la lisiada de fundamentalista", se excusó.
"Qué lisiada ni fundamentalismos", le grité, impaciente. Fijate que en México la ley salió con vaselina. Y mirá que ahí hay tullidos que visitan la Guadalupe...". "¿Por qué no te vas a Ushuaia?", me dijo. "Tengo que cortar. Llamalo a Norberto". No me dio tiempo a mandarla mucho más allá de la Tierra del Fuego.
A esa hora Norberto seguro estaba en el sauna, donde no atiende el celular, así que me tomé un taxi y me fui volando para allá. Lo descubrí por los grititos en el reservado número cinco. Tuve la delicadeza de no golpearle la puerta y lo esperé en el bar. "Norberto, ¿qué onda?", lo increpé. Él negaba con la cabeza. "¿Con quién hay que hablar?". Me dijo que había estado con Cristina. Que ella estaba totalmente dispuesta, pero que tenía las manos atadas: "Vos sabés bien cómo es la derecha peronista", le había susurrado. "Pero ahora te podés ir al Fin del Mundo", me dijo. Ignoré su recomendación y le pregunté: "¿Entonces hablo con Chiche? Tengo toda la ropa preparada, ¡no me pueden hacer esto!".
"Hablá con Chiche", coincidió Norberto, mientras relojeaba a un empleado nuevo.
Yo no tenía ni idea de dónde podía encontrarla a Chiche, pero averigüé en La Plata y me dieron la dirección de la quinta donde estaba, dictando un taller para manzaneras. Le pedí prestado el auto a mi mamá y me fui para allá.
Cuando llegué ya caía la tarde y los guardaespaldas de Chiche no me querían dejar entrar. Por suerte ella justo salía a despedir a Silvia, una manzanera amiga de los dos y les dijo a los monos que me hicieran pasar. "Te hacía en la Patagonia", me dijo. Le pregunté: "Chiche, ¿me estás cargando? España, México, los fueguinos del orto... ¿también en esto vamos a ser los últimos? Con el divorcio hicieron lo mismo y dejaron pasar mil años. Ahora es una oportunidad histórica. Convencelo al cabezón...".
Se ve que alguien ya le había dicho algo parecido porque me dijo que me quedara tranquilo, que en 2010 salía la Ley nacional. "Te lo juro por Paquito, a quien Evita quiso tanto". "¡Pero den quórum, por favor!", le supliqué. "En eso", me dijo, "no puedo ayudarte... Hablá con Pinky".
Pinky no iba a ser problema porque guardábamos fotos de ella sin photoshop. Si no cooperaba, se las mandábamos a Naty Menstrual. No hizo falta que la amenazáramos. Compenetrada como estaba con su papel presidencial ("Tiene la palabra", me decía todo el tiempo), aspiraba a pasar al mismo lugar en la historia parlamentaria que en la historia televisiva. "Ésta va a ser la Ley Pinky", aseguró sonriente.
"¿Pero, y la derecha peronista? Y el macrismo?". "Son lo mismo, son lo mismo...", aseguró con un bello trémolo en la voz. "Si querés certeza, hablá con el Hermano Eduardo". "¿El Hermano Eduardo?", pregunté. Pinky me susurró en el oído: "¿No viste que la lleva puesta? Aunque esté medio retirado, guarda fotos comprometedoras de muchos compañeros".
Lo llamé a S. mientras trataba de comunicarme con la secretaria del Hermano Eduardo. "Al final, le dije, ya vas a ver que la ciudadanía europea me la vas a dar sí o sí". "Es lo único que te importa", me reprochó. "Shhhh", susurré. "Ni lo digas, que a lo mejor todas estas locas de armario nos tienen los celulares intervenidos". Me aseguró que Lilita ya estaba en la bolsa: "Le acabo de mandar de regalo el catecismo holandés de 1967. Eso sí, le saqué las enmiendas de Roma. Tiene que pasar", me confió. Antes de cortar (estaba manejando), le pregunté melancólicamente: "Y si nos casamos en Ushuaia, ¿qué tristeza, no?". "Y además, carísimo", agregó con su sentido común gallego.
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