Viernes, 5 de febrero de 2010 | Hoy
A LA VISTA
A propósito del día internacional de cero tolerancia contra la mutilación genital femenina, una reflexión sobre la patologización de la diversidad corporal y los procedimientos biomédicos para lograr una supuesta “normalización”.
Por Mauro Cabral
Cada año, en esta semana del año, escribo un texto más o menos corto (y más o menos diferente al texto que escribí la misma semana el año anterior). La ocasión es siempre la misma: el 6 de febrero es el día internacional de cero tolerancia con la mutilación genital femenina y es, por lo tanto, un día marcado en la lucha contra todas las formas de mutilación genital, incluyendo esa forma de mutilación genital contra la que yo escribo.
Miles y miles y miles y miles y miles de personas que nacieron con un cuerpo sexuado que variaba respecto de los promedios femeninos y masculinos han sido sometidas a procedimientos biomédicos de “normalización” corporal (por lo general, cirugías). Yo soy una de esas personas, y como tantas y tantas de entre esos miles y miles y miles, defino y denuncio esos procedimientos como formas culturalmente aceptadas, promovidas y celebradas de mutilación genital.
La práctica compulsiva de intervenir quirúrgicamente los genitales intersex con el fin de “normalizarlos” está sostenida por un dispositivo médico, bioético y jurídico que es preciso analizar, comprender y desmantelar (sin olvidarnos, nunca, de que ese dispositivo forma parte integral del entramado cultural en el que existimos, el mismo en el que la diversidad corporal se concibe, casi invariablemente, en los términos de la repulsión). Los activistas intersex nos dedicamos a la difícil tarea de hacerles espacio a los-cuerpos-que-varían, a aquellos que nacerán en un mundo que ha de ser otro. Somos, esperamos, el pasado irrepetible de su futuro.
Algo está cambiando. La intersexualidad ha dejado de ser uno de los secretos mejor guardados de Occidente para convertirse en una de sus mayores vergüenzas. Aquí y allá, la biomedicina comienza a mirarse, aunque sea de reojo, en el espejo de sus supuestos, prácticas y violencias. Los argumentos científicos que avalaban ciegamente la “normalización” genital encuentran, por fin, otra ciencia que los contradice. Los grupos de apoyo se multiplican, pacientes y ex pacientes se organizan, protestan, testimonian, exigen. Hay fotografías, libros, documentales, películas; talleres, seminarios, conferencias; deseos que pronuncian todas las equis, manos y lenguas que recorren palmo a palmo la extensión intersexuada de todos sus miembros.
Este tiempo parece ser el del final de las certezas. De todas las certezas: hasta la convicción que animaba la lucha contra la medicalización de la intersexualidad está siendo revisada en estos días. Gran parte del antiguo movimiento intersex defiende hoy el vocabulario de los “trastornos del desarrollo sexual”, buscando construir un terreno común desde el cual luchar contra la violencia biomédica. Otros, mientras tanto, y animados por el mismo objetivo, insistimos en la necesidad imperativa de despatologizar la diversidad corporal. Esa encrucijada es, sin lugar a dudas, el presente abierto de nuestro presente.
Un día de estos, la intersexualidad dejará de existir. Tal vez desaparezca la humanidad, víctima del fuego y del agua, de la peste, de la estupidez, de un cometa o de un sol moribundo. Quizá se extinga la oportunidad de venir al mundo sin diseño ni manipulación genética, la posibilidad de encarnar un cuerpo “diverso” (lo que es decir, “desventajado”). A lo mejor un cataclismo natural o tecnológico nos devuelva a la antigüedad y comencemos a morir de nuevo y sin pausa, sacrificados en un altar apenas nacidos, o arrojados sin más dilación a cualquier desierto. Tal vez volvamos a ser criaturas marinas, dioses, ángeles, criaturas maléficas, historias; nada.
A lo mejor ganamos. A lo mejor logramos que nadie más, en ningún lugar, sea sometido a la práctica salvaje de inscribir compulsivamente la masculinidad o la feminidad en el cuerpo en nombre de un género transformado en diagnóstico. Y más aún: a lo mejor logramos abrir la historia del mundo al registro de nuestras historias, y que algo de justicia se proyecte sobre la memoria sin cicatrizar de estos años sangrientos. Quién dice, a lo mejor ése es –y así lo espero– el futuro triunfante de nuestro pasado.
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