Viernes, 19 de febrero de 2010 | Hoy
Norteamericano de nacimiento, hispanista por ejercicio intelectual y seductor por práctica cotidiana, Bradley Epps —profesor de Harvard y director de un programa de estudios sobre “Mujer, género y sexualidad”— habla de la necesidad de sacudir el término queer, quitarle un tanto su pátina anglosajona y devolverle su carga revulsiva y disidente en tanto proceso en curso y no resultado final. Lo queer como torcido, como desvío, línea de fuga o, más gráficamente, como un espiral que con sus altibajos habla de la larga convalecencia de las “verdades fundamentales” como Dios o la naturaleza.
Por María Moreno
Rubísimo —mezcla de Cowboy de medianoche y Ennis del Mar—, un norteamericano a no ser por sus zigzagueantes eses españolas —el acento brasileño lo perdió mediante el esfuerzo personal luego de que a los dieciséis años obtuviera una beca para estudiar en Victoria, Brasil, estado del Espíritu Santo— y el abuso melodramático del adverbio “terriblemente “, seductor compulsivo —parafraseando a Isadora, quien decía “yo podría bailar ese sillón”, él podría decir “yo podría seducir a ese sillón”—, Bradley Epps es técnicamente profesor de lenguas y literatura románicas en el departamento de español y portugués de Harvard y director del programa de estudios de “Mujer, género y sexualidad”, dos renglones de títulos que se podrían resumir en una palabra: “queer”. Un analista y un practicante de los goces queer, eso es lo que sería, aunque el término sea ahora un campo de batalla académico producto de una asonada de profesores y activistas en donde la escolástica a menudo parece lavarlo de su pasado de injuria, de cortada y barro. Se resignifica, sí, pero siempre queda la costra.
—Para mí, el discurso queer está entrando en crisis precisamente por la incapacidad de bregar con la globalización, el neoliberalismo y el consumismo. Las estrellas son todas de habla inglesa. Casi única y exclusivamente. Si saben otra lengua es probable que sea el francés, pero un francés pasado por la criba teórica. Sé que lo que digo se puede entender como la típica crítica contra el imperialismo cultural, ¿por qué no?
Libertad, identidad, queer, siempre se pasan por un tamiz anglosajón. Podría ser afroamericano, asiático-americano, pero siempre es americano en el sentido de estadounidense.
Nómade de claustros —Atlanta, Providence, Boston—, primero estudiante pobre —confiesa que en Madrid ligaba por un baño caliente (“éste me gusta, pero, ¿me dejará duchar?”)—, callejero entre los baños de Chueca y Malasaña, con sólida formación filosófica, pero también en antros, Epps no logró imponer el programa de estudios de “Mujer...” inmediatamente:
—El decano nos dijo que no. Concretamente me salí en medio de la reunión porque dijo: “Esos temas están tratados allá” —y con la mano señaló en dirección a la clínica—, en donde tienen todo tipo de tratamiento médico y psicológico. Y hasta sus grupos sociales.
Hoy, por el programa han pasado visitantes como Adrienne Rich, Leo Bersani, Pedro Lemebel y otros objetores de la heterosexualidad obligatoria.
Pero vamos más atrás y más lejos: Catawba.
—Es un pueblo muy pequeño de los Apalaches de Carolina del Norte. Allí nací. Aquello era el sur de Faulkner, de quien me habían dicho que sus obras eran terriblemente difíciles, pero cuando las leía —a excepción de El sonido y la furia, que me costó— me entraban porque... ¡nosotros hablábamos así! Mi padre llevaba una pequeña imprenta comercial que había heredado de su padre; y mi madre, que primero no trabajaba, fue maestra de escuela. Joe y Betty (José e Isabel) se parecían mucho a Doris Day y James Gardner.
¿Eran religiosos?
—Pero no estrictos. Recuerdo que cambiamos de iglesia, incluso de secta. Habíamos empezado como metodistas y luego pasamos a ser presbiterianos porque yo había tenido problemas con lo que allá se llamaba La Escuela de la Biblia, que se enseñaba durante las vacaciones de verano. Estaba muy afectado por las láminas de color de aquellas biblias infantiles. Había dos que me chocaron terriblemente. Una era la del Diluvio con todos esos los animales ahogándose: jirafas, leones, tigres, osos... Recuerdo vagamente —debe ser un recuerdo de un recuerdo de un recuerdo— que le pregunté a la profesora: “¿Por qué se mueren los animales?”. Y ella me dijo: “Por el pecado de los hombres”. Y yo le contesté: “Pero si los animales no son los hombres, ¿por qué tienen que pagar el precio de los pecados de los hombres?”. La otra lámina era la de Abraham e Isaac: Abraham con la navaja en alto a punto de degollar a su hijo porque Dios se lo había pedido. Protesté. Yo tendría cinco años y me echaron de la escuela. Llegué a mi casa en medio de la mañana y recuerdo que mi mamá se asustó: “¿Qué haces aquí a esta hora?”. “Pues me han echado por replicón.” Un poco más tarde, yo ya tendría seis, siete años, estaba con mi familia escuchando al pastor que hablaba de las llamas del infierno y del castigo eterno y de cómo se retorcerían los cuerpos, y mi hermano y yo nos pusimos a llorar. Entonces mi padre se levantó indignado y dijo: “Basta ya, nosotros nos vamos de aquí, esto no es para los niños”. Entonces cambiamos de secta, que luego me di cuenta de que es como si hubiéramos cambiado de club social. Mi padre solía cantar en la Iglesia Negra: llegó a cantar en la boda de Denzel Washington con Paulette Pearson, que se casaron en el pueblo.
¿Hasta ese momento eras un niño “derecho”?
—Recuerdo una recepción de orientación, previa a un viaje de becarios, en las afueras de Nueva York, donde a los chicos nos apartaron de las chicas para anunciarnos que tal vez nos llevaran a un prostíbulo. Yo estaba cagado de miedo porque supongo que habría intuido que me costaría. Luego no pasó, pero mi hermano, que me llevaría un año y medio y era bastante atractivo, una noche se puso a masturbarse. Es uno de los primeros recuerdos que tengo yo de una experiencia medianamente sexual. Hoy, mi hermano es profesor de educación física en una escuela secundaria de Carolina del Norte. Está casado con una cristiana casi fundamentalista (o integrista) y con dos hijos (que me libran del peso de no tener que “perpetuar” el apellido de la familia, “gracias a Dios”, al menos de manera carnal: los escritos, para ellos, no importan; allí lo de scripta manent sólo vale para la Biblia... mi carne será, pues, verba volant).
La mayoría de los libros y artículos de Brad Epps están en inglés, pero en español los que tiene son suficientes para ver en qué anda: Desde aceras opuestas: literatura-cultura gay y lesbiana en Latinoamérica, Estados de deseo: homosexualidad y nacionalidad (Juan Goytisolo y Reinaldo Arenas a vuelapluma) y Retos y riesgos, pautas y promesas de la teoría queer.
En Harvard creían que habían importado a un posmoderno, a lo sumo a un afrancesado, pero no a un “rarito” que teoriza sobre la raridad. Sus profesores más de una vez le habían dicho: “¡Ay, yo recuerdo cuando recién llegado aquí hacías aquellos trabajos tan bonitos sobre el neoplatonismo en Lope de Vega o sobre las influencias petrarquistas en La Celestina!”.
—Yo siempre había erotizado la teoría. Descubrí a todos los maîtres a pensar (Derrida, Foucault, Lacan, Irigaray) al mismo tiempo que el sexo tanto heterosexual como homosexual, entonces mi relación con la teoría es no tanto intelectual como carnal.
Será por eso que para Brad Epps, como para muchos activistas, el relato autobiográfico no es la impasse demagógica en una clase magistral, ni el ejemplo del maestro, sino la teoría en la materialidad de un cuerpo a través de sus ficciones cronológicas: no hay jinetas entre tesis filosófica y chisme, escritorio y barra, claustro y dark room. El tono de Brad Epps es el mismo entre las paredes forradas de una sala de conferencias que en la mesa de pub que comparte con sus estudiantes para el martini de las siete, esa bebida que en los suburbios de las novelas de Cheever y en otro tren entonan a gays tapados y casados, a adúlteros a quienes la culpa congela entre la barbacoa y el paseo de la mascota.
—Cuando llegué a Providence me hice amigo de un chico guapísimo con el que acabamos compartiendo un pisito. Yo estaba saliendo con una chica francesa. Una noche ella estaba de viaje y había tomado un poco, volví al pisito, mi compañero estaba en la cama y empezó a hablarme de sus experiencias amorosas; de pronto me confesó que había estado con un chico y yo le dije: “¿Con un chico?”, sorprendido, pero muy excitado también. “Sí, supongo que seré bisexual”, dijo (no era nada bisexual, era completamente gay). Después agregó algo así como que “bueno, me gustaría acostarme contigo”, pero yo entendí “me gustaría acostarme”, y le dije: “¡Ay sí, cómo no!”. Recuerdo que se puso como muy animado y yo pensé: “Bueno, ¡realmente tendrá sueño!”. Y me levanté para irme a mi cuarto. Entonces él me dijo: “¿Cómo? ¿Te vas? ¿No me acabas de decir que querías acostarte conmigo?”. Pero, ¿de qué estábamos hablando? El corazón me latía con mucha intensidad. “¡Ah, ¿es eso?” Bueno, y pasó. Pero me costó bastante asumirlo. Tardé tres semanas en correrme, en acabar y él me decía: “Pero tú tienes una potencia que...”. Era como si yo me dijera “con tal de que no te corras no serás gay”, y me lo pasaba pipa. Hasta que me dejé llevar y dije: “Pero esto realmente no está nada mal”. El tipo se enamoró, pero a mí me costaba asumirlo y seguía saliendo con mujeres. Una noche llamó “puta” a la francesa... ¿Estás grabando? ¡Madre mía cuando sepa! (Aunque es imposible que se entere porque no lee castellano). Yo le dije a ella: “Vete a tu casa que quiero hablar con él”. Ella se fue. Entré en su cuarto y le dije: “Bob, tenemos que hablar”, y antes de que me diera cuenta se me había echado encima, me había dado un golpe en la cara y empezamos a rodar. De pronto me di cuenta de que estaba sangrando. Llegamos hasta la cocina, entonces él agarró un cuchillo, un cuchillo enorme, yo lo tomé fuerte del brazo y me puse a llorar: “Bob, ¿qué haces?”. Entonces se desplomó. Ahí me di cuenta de que era un gran momento dramático para mí y por eso quería agotarlo al máximo, así que me fui corriendo con la camisa abierta, la cara llena de sangre y el pelo revuelto a tocarle la puerta a mi amante francesa: “¡Oh, mon chérie, que est qui il t’a fait?”. ¡Al día siguiente era noticia de media universidad!
La irrupción del sida fue para Brad Epps la coartada para adentrarse en el compromiso teórico con la sexualidad y la lengua, con el activismo y la agitación cultural en un marco académico en donde se le reprochaba que ensuciara sus preocupaciones estéticas con la política.
—Era el espectro de la muerte —te estoy siendo totalmente honesto— el que me dio el valor, me gusta la palabra, para superar todo condicionamiento profesional. Tardé años en hacerme el test. Cuando fui al médico y le hablé de mi situación, me dijo: “Seguro que eres seropositivo, pero asintomático, así que más vale que no te hagas el test”. Le dije: “No lo entiendo... ¡me está diciendo que casi seguro que soy seropositivo y que no me haga el test!”. “No —me dijo—, porque una cosa es saberlo a ciencia cierta y otra cosa es dudar, porque una vez que recibas el diagnóstico no lo podrás ocultar y te puede afectar la carrera.” El proceso por un lugar vitalicio en Harvard ya estaba en curso —era el año ’90—, pero él sabía que en la situación laboral no había ninguna garantía.
Existen leyes que limitan la discriminación en ese sentido.
—Pero hay mecanismos más sutiles. Me habían contado que un hispanista de renombre se estaba muriendo de sida, luego me enteré de que no era cierto. Era un rumor que estaba circulando y, debido a ese rumor, en una universidad de categoría lo habían tachado de la lista de candidatos porque uno de los mandamases, un tipo superconocido, había dicho: “No vale la pena porque dentro de tres años no estará, entonces habrá que volver a las andadas y hacer otra búsqueda. ¡No es eficiente!”. A eso yo lo tenía muy metido en la cabeza. Tenía una fantasía bastante maligna de escribir un artículo que llevaría por título “Me gané la cátedra, pero también el sida en Harvard”. Sorprendentemente, dadas mis prácticas que en aquel entonces no eran nada seguras, soy seronegativo. Me hice el test cuando tenía 39 años. El médico me llamó por teléfono a casa: “No te lo vas a creer... ¡eres seronegativo!”. Me quedé de piedra porque sigo enamorado de David, mi compañero de casi veinte años, que sí es seropositivo. “¿Pero por qué no te alegras?”, me dijo el médico. Y yo: “Es que me estás anunciando alguna manera de separación. Me había hecho a la idea de que era algo (ya sé que es imposible) que compartiríamos con mi pareja”. Fue una noticia paradójica para mí. Luego, cuando me di cuenta de que David había experimentado no sólo una gran alegría sino un gran alivio, a través de su reacción yo pude sentir lo mismo: alivio y alegría. Toda mi primera carrera pasó bajo el espectro de eso que no se reconocía en la esfera académica oficial, sólo en algunos reductos. Yo tengo nostalgia del espíritu de cuerpo y las reivindicaciones entre colegas que luego se murieron, otros que estaban muy mal y que gracias a ellos fui ganando mi libertad profesional.
Sylvia Molloy, pionera en la organización de un congreso sobre hispanismo y homosexualidad en donde Brad Epps participó con la ponencia “Los maricas rojos en Juan Goytisolo”, propone como traducción local para “queer”, “degenerado”, palabra que desde los médicos positivistas a mamá Cora es un vasto instrumento de discriminación, pero que carece de la carga injuriosa, callejera, del “puto” o “tortillera”. Habrá que esperar que, más allá de la voluntad o la corrección política, alguna otra traducción dada vuelta por la acción política quede en la lengua al igual que gay.
—Lo queer, que se ha propuesto como la superación de la identidad, se ha convertido no sólo en espacios institucionales sino en otra identidad más. A mí me interesa que se retome una diversidad internacional, que se vaya desangloamericanizando, sobre todo en EE.UU. y Gran Bretaña. Claro que reconozco que una vez que un discurso pasa por los ámbitos institucionales, es susceptible la transformación y tal vez incluso la tergiversación. Pero quisiera pensar, más allá de una condena sencilla, aquella tergiversación, ya que la palabra misma se conecta con los vericuetos torcidos de lo queer.
¿Tergiversar es queer?
—La figura que se me ocurre es la del espiral, lo que Vattimo llama Verwindung, que no es la superación, no es la síntesis, no es el momento de epifanía, de revelación, de superación, de trascendencia, sino de indagación en los vericuetos del abismo.
Algo más cloacal.
—El término que emplea Vattimo, en La fine della modernità y otros escritos suyos, es alemán: Verwindunges y proviene de Heidegger, aunque dice que éste no lo emplea mucho; de hecho, Vattimo afirma que el concepto, aunque no el término, marca la filosofía de Nietzsche: es un término/concepto clave del pensamiento nihilista, pero del nihilismo en su sentido posibilista, ya que la falta de fundamentos no es catastrófica sino todo lo contrario; de hecho podría ser “entendido” y “aceptado” como tal, tal vez ayudar a evitar las catástrofes que resultan de imposiciones fuertes, unidireccionales, dictatoriales e incluso violentas de una sola lectura del mundo y de la verdad del mundo, es decir, todas aquellas líneas rectas que suelen prohibir que el recto, como símbolo carnal de tantas otras cosas, se goce “improductivamente”. Esta es una vulgaridad mía, ya que Vattimo, “pese” a ser homosexual, mantiene un nivel discursivo mucho más alto —demasiado en mi opinión— seguido por muchos de sus críticos más machos, más altamente filosofantes. En un plano más alto y aceptablemente filosófico, con respecto a los “fundamentos” o a lo “fundacional”, podríamos pensar en el Satz vom Grund de Heidegger, un título polívoco que significa no sólo “Principio de la razón” sino también un “Salto desde la Tierra” o “Desde la razón”, etcétera. Que el principio —en toda extensión de la palabra— se pueda entender como un salto y no una base o fundamento inmutable —Dios, naturaleza— ya de por sí es “algo”...
Bueno, bajando, si no al recto, a los lectores: un poco de pedagogía.
—Trato. Semántica y etimológicamente, Verwindung significa un torcimiento o distorsión (de ahí el giro o la espiral) a la vez que una convalecencia (como proceso más que como resultado). Es un término que en inglés se relaciona con winding (un giro o, mejor aún, el acto de girar, aunque también se emplea en el sentido de “dar cuerda” a un reloj). Se distingue, pues, del hegeliano Aufhebung, al menos en el sentido más fuerte: “superación” (aunque las huellas de lo “superado” persisten sous rature) y cuya operación suele concebirse como una línea ascendente (sola y mezquinamente grande, como el “¡Arriba España!” de los falangistas). Es decir, Verwindung no es lineal, ni (sólo) ascendente. Piensa, por ejemplo, en los altibajos de una convalecencia: aquí los de una supuesta convalecencia de la enfermedad de la metafísica “fuerte” (y esta metafísica fuerte incluye el patológico binomio masculino/femenino que hace que lo “trans” resulte tan “problemático” para todos aquellos regidos por el binomio y tan importante, tan valioso y valiente, para otros como yo). Es, en fin, un término que señala una dialéctica débil o debilitada, de nuevo: más un proceso o curso (espiral, torcido) que un producto o final. Vattimo sugiere una especie de re-signación generalizada e interminable que no debería equipararse, al menos de una manera unívoca, a la “resignación” religiosa. Aquí la “re-signación” de-signa más bien una “aceptación” del estado mixto del mundo, promiscuo diría yo (de ahí mi “ética de la promiscuidad”), así como una (lenta, accidentada) convalecencia del dominio de la metafísica fuerte, unívoca en su conceptualización de la verdad frente a una proliferación de verdades. De ahí que Verwindung se asocie con la inoperabilidad ética de discursos fuertes, unidireccionales, totalizantes, totalitarios o incluso rectos (en el sentido de “directo” o straight) y de ahí que yo, tal vez algo perversamente (es decir, torcidamente), lo asocie con el término “queer”, que también señala un torcimiento, o distorsión, o desvío, o tal vez incluso deriva.
Por ahí va tu nuevo trabajo teórico.
—Lo estoy improvisando un poco ahora. Que yo sepa (y no es que sepa tanto), no se ha ligado Verwindung, con toda su herencia filosófica, a queer, con toda su historia de mierda callejera (es decir, la historia del término como insulto, ahora resemantizado, pero sólo en parte, como paradójico signo de orgullo), en parte porque los mandamases de la teoría queer no conocen o al menos no citan las obras de Vattimo, y en parte porque los que sí las conocen, muchos de los cuales son los machos filosofantes que te señalé antes, no “se rebajan” a cuestiones “meramente” vivenciales y, más aún, anecdóticas. Tal vez si hubiera aceptado la invitación de acompañar a Vattimo como sujeto/objeto sexual cuando me lo propuso hace muchos años en Madrid (le interesaba mi “bello rostro” —palabras suyas— y tal vez otras cosas, no mi “capacidad intelectual” poco desarrollada en aquel entonces), podría haber efectuado, “desde dentro” ese queering de Verwindung, pero ahora, cuando tengo la edad que él debiera haber tenido cuando lo conocí aquella vez en Madrid, me limito a hacerlo “desde fuera”, en un campo meramente verbal....
¿Qué es eso de la ética de la promiscuidad?
—La ética de la promiscuidad supone una heterogeneización de la moral, de la democracia y de la moral de la democracia, que se nutre de una gran diversidad de prácticas, experiencias e ideas, personas y partes, entre las cuales están las de la formación socio-sexual más asociada a la promiscuidad: la homosexualidad masculina-heterogénea, a pesar de los esfuerzos por estandarizarla.
En este momento se está discutiendo aquí el casamiento gay.
—Y tengo entendido de que hay resistencia, no sólo de sectores derechistas sino también bien pensantes: cuando los extremos se tocan, merece estudiarse. Con David no nos hemos casado porque no forma parte de nuestro imaginario. Pero reconocemos la importancia de ese derecho. Si hay compañeras y compañeros que lo desean, ¿quiénes somos nosotros para decirles que es un deseo incorrecto? Pero podría haber uniones de más de dos personas, ¿por qué no? Aunque uno de los grandes riesgos es el olvido del sujeto solo. Aquel que por la razón que sea no quiere emparejarse o buscar una vida a dúo. O que prefiere un movimiento más promiscuo, aunque eso también puede darse dentro de la pareja. Podría haber uniones de más de dos personas, ¿por qué no? Eso es algo que a mí me sigue preocupando mucho.
Dos sigue siendo el modelo.
—¡Estamos ante el predominio, la consagración del dos!
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