Viernes, 13 de junio de 2008 | Hoy
TAPA
A más de diez años del acceso masivo a los tratamientos antirretrovirales que pusieron en jaque al virus del sida, algunos efectos colaterales de estas drogas vuelven a poner en escena que esta enfermedad, a veces invisible en sus síntomas, deja sus rastros en el cuerpo y hasta admite la fantasía de que es posible reconocer a quien vive con VIH. La lipodistrofia es uno de estos efectos, una distribución distorsionada de las grasas corporales que el mercado de la estética señala como estigma para ofrecer su reparación, pero que el sistema de salud niega y minimiza. Al fin y al cabo, antes sólo quedaba la muerte.
Por Patricio Lennard
Por cómo la enfermedad cunde en el mundo de las modelos y en el de las jovencitas que sueñan con parecérseles, se ha llegado a hablar de un look de la anorexia. Pero más allá de que una enfermedad pueda o no tener estilo propio, o definir una fisonomía en quienes la padecen, lo cierto es que a nadie le gusta lucir enfermo. La modelo que pavonea su figura hiperdelgada arriba de una pasarela no hace de su enfermedad una performance sino que, antes bien, es en el glamour decadentista de su look donde la patología se expone y se disimula simultáneamente. Estetizar una enfermedad implica, en algún sentido, trivializarla. Y el caso de la anorexia es llamativo, puesto que ver ceñirse una enfermedad al orden de la apariencia, a cuánto de ella se revela en el aspecto físico, ha supuesto, más de una vez, alguna forma de estigma.
Por eso, que hoy se hable de un “look del VIH” no nos sorprende del todo. Aunque está claro que esto no tiene nada que ver con andar exhibiendo por ahí un sarcoma de Kaposi como si fuera un tatuaje. De hecho, desde el advenimiento de las terapias antirretrovirales en la década del ’90, la figura del enfermo terminal ha quedado desfasada, y los síntomas que “significan” lo que el paciente tiene se han tornado, en gran medida, controlables. Que el VIH/sida se haya convertido así en una enfermedad crónica no ha traído aparejado, sin embargo, que su carga vergonzante desapareciera. Y esto en parte se debe a que la desinformación todavía hace que las personas sean consideradas enfermas antes de estarlo.
Pero, ¿en qué sentido puede hoy hablarse de un “look del VIH”? ¿De qué modo a quienes viven con el virus se les nota? La respuesta radica en cómo el potencial del VIH como metáfora de la mutación aún está vigente, y en cómo esa mutación (que es una mutación del cuerpo provocada por los tratamientos que controlaron otros síntomas) delata a quienes la padecen.
La respuesta radica en la lipodistrofia.
“Pancita Crixivan”, recuerda Carlos M. que una vez le dijo, al ver su panza, un tipo al que había conocido en una cita a ciegas. Y ante su perplejidad, el otro se apuró a aclararle: “Así es como la llaman en los Estados Unidos”. Entonces Carlos escuchó hablar por primera vez de lipodistrofia. “Cuando en 1996 empecé a tomar el cóctel de drogas (Crixivan + 3TC Complex), acá todavía no se hablaba de eso. Yo al tipo no le había contado que tomaba Crixivan, ni siquiera que tenía HIV, y por eso me sorprendió su comentario. Además, yo estaba convencido de que la mía era una ‘pancita cervecera’. Ahí Carlos se enteró de que esa forma en que la grasa se había ido acumulando en su abdomen se debía a un efecto colateral de la medicación antirretroviral que estaba tomando. De lo que no le fue difícil deducir que allí había algo potencialmente estigmatizador, en la medida en que alguien que no estaba al tanto de su condición había podido identificarlo.
Técnicamente, la lipodistrofia es una alteración en la forma en que el cuerpo produce, usa y almacena grasa, común entre pacientes con VIH que siguen un tratamiento antiviral desde hace años. Puede manifestarse bajo la forma de lipoatrofia, que es una disminución progresiva de la grasa en determinadas partes del cuerpo, en especial en el rostro (se hunden los pómulos y las sienes), los brazos, las piernas y las nalgas, o como hiperadiposidad, lo que genera una acumulación de grasa en zonas como el abdomen, las mamas, el tórax y la nuca. Cuando hacia 1996 se informaron los primeros casos, los síntomas de lipodistrofia fueron a menudo confundidos con la pérdida de peso y el llamado “síndrome de desgaste” asociados con el sida. Pero luego quedó en claro que no se trataba de un cuadro que comprometía al cuerpo en su totalidad sino a partes específicas, y que se daba en pacientes cuya carga viral estaba controlada por efecto de las triterapias.
Hasta el día de hoy no existe un acuerdo, en el campo de la medicina, sobre las causas que la producen. Se sabe, sí, que la administración de ciertas drogas (d4T, AZT y ddI) provoca trastornos en la distribución de los lípidos, pero no está claro por qué esto sucede. Tampoco se ha descubierto una “cura” para la lipodistrofia, y se ha comprobado que la recuperación natural de la grasa perdida puede ser extremadamente lenta. El cambio en la medicación del paciente y las prácticas reparadoras han sido, hasta ahora, los principales recursos para contrarrestarla, y también se han estudiado tratamientos que implementan el uso de la hormona de crecimiento, y el uso de esteroides y de fármacos prescriptos para la diabetes. “No todos los agentes antivirales inducen con la misma frecuencia e intensidad estos trastornos y ningún agente produce estos efectos en todos los pacientes”, explica el Dr. Marcelo Losso, director del Servicio de Inmunocomprometidos del Hospital Ramos Mejía y docente del Departamento de Farmacología de la Facultad de Medicina de la UBA. “Hoy tenemos varios agentes antirretrovirales que se asocian con una chance mucho menor de producir estos cambios y existen varias drogas en desarrollo que siguen el mismo camino.” Pero la demora en el reconocimiento de la lipodistrofia como un problema significó que muchas personas siguieran, durante años, con tratamientos que fueron agravándoles los síntomas progresivamente. Lo que ha hecho que las terapias para el VIH hace tiempo dejaran de ser una mera cuestión de supervivencia.
En los años ’90, cuando los cócteles antivirales salvaban a personas que habían llegado a estar al borde de la muerte, muchos médicos incluso relativizaban las quejas de sus pacientes lipodistrofiados, entendiéndolas como expresiones de la vanidad o la coquetería. ¿No eran acaso esos pómulos hundidos o ese abdomen prominente un pequeño precio a pagar por el hecho de que esas nuevas drogas les salvaran la vida? Algo que seguramente, en el caso de los pacientes homosexuales, se amparó (y todavía se ampara, dada la forma en que las obras sociales y las empresas de medicina prepaga insisten en considerar la lipodistrofia como un asunto estético) en el hecho de que ellos se preocupen más por la apariencia.
De ahí que ese discurso que en cierto modo aún sobrevuela algunos consultorios e involucra, de manera subliminal, mensajes del tipo “No es para tanto” o “Aguantátelas, que antes te morías” entrañen una lógica discriminatoria que, en el caso de los gays, busca hacer pasar su reclamo por un reclamo de maricas. Una lógica que en ocasiones opera en connivencia con los intereses de las obras sociales (que en la Argentina se rehúsan a brindar cobertura para las prácticas reconstituyentes), y que se desentiende del daño psicológico que verse lipodistrofiado muchas veces genera.
“La lipodistrofia es un problema estético porque produce deformidades en el cuerpo y en el rostro”, afirma Carlos Mendes, integrante de la Fundación Spes y dermatólogo especializado en la materia. “Nadie cuestiona a un quemado que se somete a innumerables cirugías reparadoras, pero parece que las personas viviendo con VIH no tienen el mismo derecho a la reparación que tienen otros. No estamos hablando de caprichos de moda. Estamos hablando de reparar un cuerpo que ha dejado de parecer lo que era. Las deformidades producidas por la lipodistrofia están contempladas por los servicios de salud en los países desarrollados y su reparación es cubierta por el plan médico obligatorio. No se trata de cirugía estética sino de cirugía reparadora de un daño que es producido por una prescripción médica.”
En El sida y sus metáforas, Susan Sontag sostiene que las enfermedades más temidas (piensa en la lepra, el cólera, el cáncer y, por supuesto, el sida) son aquellas que además de ser mortales “transforman el cuerpo en algo alienante”. Y si por algo hoy ese miedo aún tiene asidero en las implicancias de tener VIH, no sólo es por la propia enfermedad sino por el duelo del cuerpo que los efectos colaterales de la medicación en ocasiones motivan. Duelo que se agrega al que de por sí supone saberse infectado, toda vez que ello involucra la idea de finitud y la de que el cuerpo ya no es invencible, y que la lipodistrofia amplía a través de los efectos de una mutación que, lejos de hacer de ella un estigma en sí mismo, es una puesta en evidencia del estigma que arrastra vivir con el virus.
La lipodistrofia, en este sentido, comprende una curiosa paradoja. El aspecto de consunción y delgadez, que a menudo no se condice con el peso corporal, y que tiene en el hundimiento de las mejillas su expresión más elocuente, es propio de pacientes en los que el tratamiento está siendo eficaz y que se saben saludables. Así, el “look del VIH” que impone la lipodistrofia facial es el de personas sanas que parecen enfermas: no sólo una forma de estigma difícil de disimular, que enfrenta a los pacientes a situaciones sociales incómodas (una situación típica es que en el trabajo les pregunten por la mala cara que tienen) sino también una distorsión de la fisonomía (y de la imagen que el sujeto tiene de sí mismo) que a muchos les resulta inmanejable. No extraña, entonces, que haya casos de personas que deciden dejar de tomar la medicación ante los primeros síntomas de lipodistrofia, en ocasiones sin decírselo a sus médicos. Ni tampoco que exista un mercado que ofrezca soluciones estéticas para la lipoatrofia facial, como puede verse en una publicidad con la que el lector se topa al abrir la revista gay Imperio, en la que, además de promocionarse las bondades de un nuevo hidrogel para el relleno de pómulos, se dice machaconamente: “En muchos casos, el aspecto físico de los pacientes HIV+ con lipoatrofia facial provoca un rechazo social que deteriora su imagen y provoca un rechazo social (sic) que condiciona negativamente su rol social y su autoestima”. Insistencia de una torpeza no exenta de sugestión que busca hacer mella en quienes lidian cotidianamente con el malestar de sentirse expuestos.
Una vez más es Sontag quien, poniendo como ejemplo la “cara de león” del leproso, señala que las alteraciones físicas más espantosas son aquellas que “parecen una mutación a la animalidad”. Algo que con la lipodistrofia se actualiza en lo que los médicos denominan “giba de búfalo”: una malformación que se produce por acumulación de grasa en el cuello y la parte superior de la espalda, que se remueve con una liposucción, y cuyo solo nombre puede dar una idea del efecto que provoca en quienes la padecen. Signo de una mutación en la que, más que el grado de deformidad, lo que cuenta es la enajenación del propio cuerpo. “Me cuesta acostumbrarme a la idea de que voy a perder los pómulos, las mejillas, el culo, las piernas, y a la idea de que todo el mundo (los médicos inclusive) va a considerarlo ‘el mal menor’. Me cuesta acostumbrarme a que tendría que estar contento de que sea así, acostumbrarme a que de ahora en más, salvo morirse, todo lo que le pase a mi cuerpo estará más o menos dentro del rango de ‘cosas previsibles para quienes toman ese tipo de medicación’”, dice Mariano R., 33 años, profesor universitario, quien desde hace dos está bajo tratamiento. “Tener VIH es tener una enfermedad muy grave, pero nadie te dice por qué. Más allá de la información que uno pueda tener. Personalmente, reconozco que tengo varios fantasmas con el virus, sobre los que ni siquiera me animo a preguntar. En ese contexto, la lipodistrofia quizá no sea tan angustiante. Es lo que uno sabe que va a venir, pero, ¿cuándo? ¿Puedo hacer algo para evitarlo? ¿Tiene sentido? Aunque implique ‘llevar la enfermedad en el rostro’ (y sus estigmas), es la gota que rebasa el vaso de una relación muy tensa con el propio cuerpo.”
Independientemente de que no comporta un riesgo serio para la salud y de que tanto la liposucción (para los casos de acumulación de grasa) como los tratamientos correctivos de lipoatrofia facial (que van desde implantes de grasa y de colágeno hasta aplicaciones de silicona y de ácido hialurónico) funcionan como soluciones o al menos como paliativos, no hay dudas de que la lipodistrofia es un efecto colateral de los tratamientos que pusieron en jaque al VIH, pero también de cómo el VIH pone en jaque al propio cuerpo. De ahí que los efectos de la lipodistrofia (para cuya mejora los médicos prescriben dieta y ejercicio físico) no sólo atañen al duelo por el cuerpo que se está perdiendo sino también a las formas posibles de recuperarlo. “Algunas chicas que conozco se quejan porque por más gimnasia que hacen las piernas siguen flacas”, comenta Alejandro R., 34 años, comerciante. “Yo trato de hacer mucho ejercicio aeróbico para quemar grasas, y para modelar el cuerpo hago muchísimos abdominales cuando voy a Pilates. La lipodistrofia me jode porque no llego a poder lucir los six packs que me gustaría tener y que merecería por hacer tantos abdominales. También es muy difícil sacar brazos, aunque tengo el asunto bastante controlado.”
Que en la actualidad el discurso médico sobre el VIH siga considerando, en el campo de la epidemiología, a los gays como un “grupo de riesgo” deja ver la persistencia de un lastre discriminatorio, pero también la verdad de una incidencia demográfica. No es un dato menor, en este sentido, que en las formas que la homofobia adquiere entre los propios homosexuales el VIH todavía sea una cuestión sensible. Lo enfático, cuando no agresivo, que el discurso de algunos usuarios de las páginas de contactos en Internet se demuestra a la hora de formular el deseo de conocer “gente sana” (y de explicitarse ellos mismos como “sanos”) es acaso un sucedáneo del combo “No afeminados-No gordos-No viejos” que tantas veces define, por un contradictorio sentido de exclusión, lo que allí están buscando. No en vano una de las páginas de contactos gays más concurridas (Manjam), a la hora de dejarle margen al usuario para completar los datos correspondientes al rubro health (salud), pone como opciones: o bien mantener esa información como privada, o bien especificar si se es HIV+ o HIV-. Algo que pone de manifiesto lo natural que en el imaginario gay puede ser reducir el concepto de salud a la condición inmunológica (muchos son los que consignan, incluso, ser “negativos” en sus descripciones personales), y lo fácil que alguien con VIH puede conjugar lo no-deseable y de paso ser desterrado del mundo de los sanos.
Saber que alguien con los pómulos hundidos de una cierta manera es portador del virus, ¿de qué modo nos predispone al trato, o nos pone alerta, o nos incita al señalamiento? Si un estigma habilita alguna forma de discriminación es en su calidad de signo: el problema de la “visibilidad” del estigma (en qué medida éste sirve para revelar a un sujeto estigmatizado) ha de tener en cuenta, también, la capacidad decodificadora de aquel que mira. Pero la lipodistrofia, si bien delata —en sus formas más notables— a quien está bajo tratamiento, no comporta identificar siempre a un portador del virus. No sólo porque hay gente que no ha sido prescripta con la terapia antiviral o a la que ésta no se le nota sino, además, porque hay quienes llevan consigo la infección sin conocerlo. Allí, el VIH puede seguir liándose al secreto en sus formas más dispares. Un secreto que ya es hora de que la sociedad exima de su carga vergonzante, así como al VIH de toda condición de estigma.
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