Viernes, 23 de abril de 2010 | Hoy
El matrimonio entre personas del mismo sexo será tratado, finalmente, en el ámbito del Congreso nacional. El debate será público y puede comenzar a cambiar la vida y la ciudadanía de muchísimas personas. ¿Es necesario agregar que de todos modos no será un debate sencillo, aun a pesar del amplio consenso social que se advierte cotidianamente? En este contexto vale la pena revisar de qué modo y a través de qué discursos, distintos actores políticos visualizan y definen a las sexualidades disidentes. La construcción de una Babel particular que proyecta su sombra sobre el rol del Estado.
Por Ernesto Meccia
Es el discurso de la Iglesia Católica, refractaria al liberalismo político y a las intervenciones del Estado en materia sexual. Este discurso entiende como antinatural a la sexualidad alejada de la procreación. Distingue la “tendencia” (innata) a la homosexualidad de los “actos” homosexuales, siendo la primera digna de tolerancia y los segundos un “pecado”, ya que implican una elección que puede evitarse. Asimismo exhorta a los legisladores católicos a que nunca reconozcan las iniciativas de ciudadanía no-heterosexual, debido a que “se asocian a un orden objetivamente desordenado” (Congregación, 2003).
Ante la sexualización y generización de la agenda política, este discurso oscila entre exhortar al Estado para que no acepte la transferencia indebida de los asuntos sexuales e intimarlo a los gritos a que los combata. Generalmente opta por lo último, haciendo hincapié en la idea de que existe un lobby gay que –además de presionar a los políticos– siembra la confusión conceptual por todas partes, en particular con relación a la tolerancia. Ante ello hay que “desenmascarar el uso instrumental o ideológico que se puede hacer de esa tolerancia; afirmar claramente el carácter inmoral de este tipo de uniones (las uniones civiles); recordar al Estado la necesidad de contener el fenómeno dentro de límites que no pongan en peligro el tejido de la moralidad pública y, sobre todo, que no expongan a las nuevas generaciones a una concepción errónea de la sexualidad y del matrimonio, que las dejaría indefensas y contribuiría, además, a la difusión del fenómeno mismo. A quienes, a partir de esta tolerancia, quieren proceder a la legitimación de derechos específicos para las personas homosexuales convivientes, es necesario recordar que la tolerancia del mal es muy diferente de su aprobación o legalización” (Congregación, 2003).
En nuestro país fue emblemático durante los últimos años ’80 y los ’90. Además de las incoherencias señaladas, el discurso del desconocimiento hoy tiene que enfrentar tres adversarios: un clima cultural que ensalza las elecciones individuales, la cabida positiva que la mayoría de los medios de comunicación han dado al tema de la diversidad sexual y, sobre todo, los efectos de relativa autonomía decisoria respecto de la institución eclesial que más de 25 años de democracia han dejado sobre la clase política.
Este discurso enaltece el conjunto de valores colectivos que viabilizarían la cohesión social y hace una valoración perenne de la autocomprensión heterosexista del mundo, vertebrado –obviamente– en torno de la familia tradicional. Aprecia gran parte del legado liberal, en particular, la distinción de las esferas pública y privada, el derecho de asociación, la integridad individual y el respeto hacia colectividades minoritarias cuyos valores pueden convivir con los macrovalores sin contradecirlos. Pero sospecha de otras zonas del liberalismo: estima que no todas las elecciones de los individuos tienen consecuencias beneficiosas para la sociedad; por eso, si se les presta atención legislativa se podría dañar el sentido heterosexista. Es en esa circunstancia cuando el discurso conservador se desnuda. A diferencia del discurso del desconocimiento, se rehúsa hablar de “antinaturalezas” de las personas; al contrario, les reconoce características distintivas. El foco de la inquietud son los intentos de plasmar indiscriminadamente todo lo distintivo-privado en los dominios de la ley: “La homosexualidad no incapacita al ciudadano para desempeñarse en la vida como cualquier ciudadano, excepto para pretender formar una unión legal semejante al matrimonio. La igualdad ante la ley reclama iguales derechos frente a hechos semejantes, siempre que las personas se encuentren en idénticas circunstancias y condiciones” (legisladora López de Castro, 2002).
Si hay algo que siempre pregona el discurso conservador es que –si se aseguran los derechos negativos– el Estado tiene potestad para hacer acentuaciones públicas de valor. Entonces, la programática se centraría, por un lado, en fomentar la tolerancia privada, impidiendo que el Estado sancione derechos sustantivos que desplacen los límites de la comunidad y, por otro, en proponer una incompatibilidad entre bienestar personal y bien común, si el primero no es un derivado del segundo. En este marco puede interpretarse el principal argumento de la Cámara de Apelaciones para negar la personería jurídica a la asociación travesti Alitt, en 2004: “(los miembros de la asociación) no tienden al bien común, sólo persiguen beneficios personales (...), lo que no obsta para que se asocien en procura de conseguir tales fines, sin necesidad de una protección especial por parte del Estado, (es decir) sin que sea menester (...) hacer participar a este último de un emprendimiento que considera disvalioso para la totalidad”.
En la actualidad, el discurso conservador subsiste, renovando sus argumentaciones con relación a las dimensiones de la problemática que vayan introduciendo en la agenda las organizaciones Glttbi.
Entiende al individuo como una entidad autónoma que –legítimamente– busca la realización de su bienestar personal. El bienestar implica un conjunto de acciones que no debe valorar la autoridad, ya que serían elecciones de índole privada que, por otra parte, no reflejan la totalidad del individuo. Si se respeta la preservación de las manifestaciones privadas de las personas (distintivas y parciales) y, en el plano público, se respeta activamente todo lo que tienen en común, la relación (es decir, la separación) entre cultura y política estaría equilibrada, y el bien común estaría en marcha.
Fue un discurso que apareció en los inicios del proceso de politización Glttbi. A diferencia del discurso conservador, que siempre tiene algo para decirle a la sociedad, el discurso liberal abstencionista no quiere hablar de nada porque el habla no-genérica destituye a un liberal que se precie de tal. El sujeto de este discurso parece tener la esperanza de que una mano invisible tape la boca del Estado y libere la de los sujetos para que digan lo que quieran en privado. Así se fomentaría realmente la tolerancia, sin ninguna toma de partido que no sea la de los propios individuos. Mucho más cercano en el tiempo, en el debate sobre la Ley de Unión Civil de la Ciudad de Buenos Aires, aun podemos apreciar esta argumentación (en realidad, tantas veces utilizada como prolegómeno de una alocución conservadora): “El afecto no es algo que al Estado le interese tutelar regulando o protegiendo (...), no le interesa si el afecto dura un mes, un año u otro tiempo” (legisladora López de Castro, 2002). “Es preferible que la Argentina continúe con una tradición jurídica donde este tema está incluido en la consideración constitucional como que las acciones privadas de las personas les pertenecen a su privacidad y no son objeto de acción de los jueces” (legisladora Colombo, 2002).
Existe otro discurso liberal muy distinto y de mucha importancia para entender los avances que existen. Apareció tímidamente en 1991 en el voto de minoría de los jueces Santiago Petracchi y Carlos Fayt en el fallo que negó la personería jurídica a la CHA, luego en varias intervenciones a favor de la Ley de Unión Civil en 2002 y, por último, en el fallo de la Suprema Corte que daba la personería jurídica a Alitt, en 2006. Quienes sostienen este discurso son –como los anteriores– escépticos respecto de la eficacia del Estado, tomando partido por una concepción del bien común. Pero –a diferencia de los abstencionistas– intentan a toda costa separar la cuestión valorativa de la cuestión de la racionalidad de las instituciones que permitirían la emergencia y el resguardo de los valores heterogéneos de la sociedad. En consecuencia, bien harían los poderes del Estado si, en vez de perder la elegancia neutral indicando el valor de ciertas concepciones (discurso conservador), o en vez de querer redireccionar los debates al terreno estéril de las libertades genéricas (liberal abstencionista), se pusieran a mejorar el andamiaje legal existente y a corregir la dinámica de y/o crear instituciones garantistas o promotoras de los derechos que reclaman las organizaciones Glttbi.
En suma, este discurso sueña con la creación de una “forma” (o fórmula) institucional pluralista vacía de contenido, una especie de regla-estructural-democrática-estatal que sólo atentaría contra sí misma si sus contenidos los propusiera ella y no los representantes de la sociedad civil: “El reconocimiento por parte de una universidad de una organización no constituye una aprobación ni explícita ni implícita de aquélla (...). La aprobación o desaprobación fundadas en el asentamiento explícito del contenido de la defensa de una postura es contraria a la esencia misma del objetivo universitario, que es el pluralismo”, expresó Petracchi en 1991, aludiendo indirectamente a las valoraciones que desde el Estado se hacían de la homosexualidad. En 2006, Fayt, en el fallo de Alitt, radicalizó los alcances de la regla estructural cuando afirmó que debe tener validez “sea que se trate de asociaciones, agrupaciones u opiniones ocasionales, y en cualquier materia que se involucre, como de naturaleza política, religiosa, moral, cultural, deportiva, sexual, etcétera”.
Nos queda la incógnita referida a cómo se puede llenar de contenido esta forma institucional, tan abstracta por propia vocación. En el último fallo que hemos citado, es claro que existe un “prohibido prohibir” que posee un espectro de objetos sociales a cobijar inimaginable en el Poder Judicial de nuestro país poco tiempo atrás, asumiendo que la ampliación del espectro es posible por medio de la abstracción. Pero esto es solamente una cara de la moneda. El reverso de esta abstracción inclusiva es –naturalmente– su falta de contenido, lo cual, en términos de políticas concretas Glttbi, es un obstáculo contra su gestión porque el “prohibido prohibir”, de tan abstracto que es, es visto con cero de operatividad (operatividad que no es incumbencia del Poder Judicial). Llegados a este punto, sería bueno terminar con una pregunta: ¿qué estrategias habrá que desplegar para que finalmente se tengan esos derechos y no se tenga solamente el derecho a tenerlos?
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