TAPA
Carlos Correas fue un outsider casi profesional, lo cual suena a contradicción y por lo tanto le hace justicia. Polemista implacable, ensayista capaz de descomponer los géneros literarios y el objeto de su estudio, es el autor de La operación Masotta, Kafka y su padre, Ensayos de tolerancia, El deseo en Hegel y Sartre. También escribió un cuento pionero para la década del sesenta donde narra amores y amoríos de hombres que transitan las calles oscuras, y una novela también de temática homosexual, Los jóvenes, que pidió que se la guardaran para no caer en la tentación de publicar. Cayó, sí, muchos años después, en la tentación del suicido. Este año se cumplirá una década de su muerte y Los jóvenes, de la cual aquí reproducimos un fragmento, sigue inédita.
› Por Alejandra Varela
La soledad fue el territorio de Carlos Correas. El cuchillo de la crítica lo hería de muerte, como si en el deambular frenético y fanático que emprendía por Buenos Aires reviviera ese mito del personaje pendenciero, ese otro modo de habitar la noche que le traían sus lecturas borgeanas pero también su amor por el suburbio.
Pero la diferencia que el escritor Correas, el filósofo, el traductor, ofrecía en sus textos y su vida, era que él jamás escapaba a esa malicia. Era objeto de su propia crítica y de su mismo desprecio.
Si hay un trazo que puede definir la sexualidad de Correas, su modo de vivirla y de convertirla en materia literaria, es la dificultad. La incomodidad como el combustible privilegiado que hace estallar la vida burguesa.
En los años cincuenta el joven Carlos vivía con su madre y su padrastro en una casona de Boedo y trabajaba en las oficinas del club River Plate. Estaba “fatigado de los eruditos sin sexo de la Facultad de Filosofía y Letras” cuando queda prendado de un artículo que aparece en la revista Sur, que dirigía Victoria Ocampo. La homosexualidad y el existencialismo aparecían como imanes que unían a Correas con el autor de esa nota, y se propuso conocerlo.
Se encuentran estos dos hombres jóvenes en la confitería Richmond, en el año 1953. Comienza la conversación, las afinidades, la dupla.
Juan José Sebreli sería su pasaporte hacia la intelectualidad de la revista Contorno y su compañero en las excursiones por los bajos fondos. El “cabecita negra” pasó a ser de objeto de deseo a un auténtico símbolo sexual para Correas, al punto de que alguna vez le propuso a David Viñas desplegar su teoría en las páginas de la revista.
La Buenos Aires de los años ’50 era el escenario de las lecturas, era la mirada de los personajes de Los Soñadores de Bernardo Bertolucci. Correas y Sebreli se imaginaban como los protagonistas de los films de la época. Negados, invalidados por esa realidad, existían gracias a la literatura y se descubrían como seres destinados a escribir.
El amor de paredón entre hombres, los viajes iniciáticos hacia la periferia, los baldíos del conurbano donde “la amistad amorosa se transformaba en complicidad y compinchería cuando nos entreverábamos en relaciones furtivas con terceros, chicos de clase baja, lúmpenes, muchachos de barrio o de pueblo, los legendarios chongos”, recuerda Sebreli en “Operación Correas”.
Lanzarse a la calle, hundirse y usar la literatura para volver a la superficie. Es por ese entonces y con este marco de excitación que el joven Correas publica un cuento en la revista Centro de la Facultad de Filosofía y Letras llamado “La narración de la historia”. Ineludible la piel, la intimidad, el deseo. En esas páginas se vuelve visible el encuentro sexual entre dos muchachos en un baldío de San Martín, en una época donde la literatura argentina no le daba espacio a esas aventuras. “La narración de la historia” es un cuento que a los ojos de hoy parece estar cargado de pudor. Habría que haberlo leído entonces. Correas es explícito en su modo de presentar la sexualidad pero busca en ella una revelación que la libere de su lugar testimonial.
La tensión se produce en la descripción de la conquista así como también en la manera de mezclar la biografía con acotaciones lascivas: “Le dijo que en las relaciones sexuales él era macho y no otra cosa”. Pudor y alevosía, las dos a la vez. No hay un detrás de la escena, una simulación, pero la explicitación no supone la ausencia de conflicto. La tensión está en la construcción del relato en todos sus matices, no en la linealidad de pensar a los personajes como meros actuantes de una escena porno.
Estalla el escándalo y Correas se convierte en Jean Genet. Deberá afrontar junto a Jorge Lafforgue, editor de la publicación estudiantil, un juicio por obscenidad que le costará un silencio literario de veinticinco años. No deja de escribir pero su literatura será clandestina, entiende que la particularidad de su experiencia le costará caro. Niega ante su madre conocer los hechos que retrata en su cuento y afirma ser como Emile Zola, un escritor que se ocupa de las “degradaciones humanas”. Construye una novela corta llamada Los jóvenes, paródica y cruel, que describe una noche en un bar gay de los años cincuenta. Sí, ha vuelto a las andadas. Pero entonces le pide a Bernardo Carey que la esconda, ya que teme caer en la tentación de querer publicarla. El manuscrito se encuentra inédito hasta el día de hoy, aunque descansa en el escritorio de algunas editoriales. Sorprende un estilo que anticipa a Osvaldo Lamborghini, absolutamente moderno para el lector de esta época. Expresa un modo de entender la homosexualidad ajeno a la militancia y al mundo de las reivindicaciones. Correas no atenúa su valoración moral. Como ocurre en la obra de Roberto Arlt, la sexualidad secreta es un acto de humillación hacia el otro y hacia uno mismo. En Correas es placentera y culposa, algo queda fragmentado, atragantado en el devenir amoroso, algo se traba, se entorpece porque Correas (como autor y como implicado) no deja de reconocer “un vehemente emputecimiento neurótico en el que quería y no quería hundirme”. No se puede ir hacia el deseo, parece afirmar Correas, sin descender.
Hay otro personaje decisivo en la vida de Correas y es Oscar Masotta. Será su biógrafo cuando el reconocido lacaniano, el teórico del Di Tella, sea el primero en morir del trío. Escribirá un ensayo negro donde el odio será la expresión extrema de la crítica. Es que estos jóvenes existencialistas hicieron de la conspiración el modo más genuino de la amistad. En ese odio Correas encuentra su independencia como escritor, su ruptura con el pasado, una voz propia. Sebreli y Masotta se pensarán a sí mismos como exitosos. Correas se burlará de su “hacer saber que se sabe”. Dirá que ninguno habrá leído a Jean-Paul Sartre como él, será minucioso con las malas traducciones del alemán que él sabrá corregir con su “orgullo plebeyo”.
Correas será la figura marginal de Contorno, el eterno olvidado cuando se recuerda a esa revista memorable. Se convencerá de que su sexualidad deseante, frenética y fanática le impedirá ser alguien, estudiar, tener una vida ordenada. Así es que se convierte en un profesor universitario heterosexual. Sebreli, el amor juvenil, pasa a ser un invitado testigo de la pareja que forman Correas y Marta Brarda. Una visita en esa casa tenebrosa que Correas presentaba como “muy parecida a la de Simone de Beauvoir”.
Algo ha muerto. Un día Correas le escribe una carta insólita a su amigo. Una carta improvisada en la tarjeta de invitación de la presentación de un libro de Sebreli. “No te metas más ni conmigo ni con mi familia. No nos molestes más”, decía. Nada había ocurrido, según relata Sebreli, que justificara semejante enojo: “Con no haber ido –sostiene Sebreli– hubiera bastado”. No, se equivoca Sebreli, nada bastaba. Correas necesitaba escribir, debía poner en palabras su furia y no de cualquier modo, en una carta, el código, la costumbre que habían creado los tres amigos en las épocas de euforia. “Resulta incomprensible desde la perspectiva actual que jóvenes de veinte años habitantes de una misma ciudad, viéndose diariamente y hablando por teléfono, cultivaran, a la vez, un hábito del siglo XIX.” En el prólogo a Cartas de noviazgo de Soren Kierkegaard, Correas señalaba el género epistolar como el elemento de personalización porque “escribir es escribirse”. Allí, Correas se presenta, se hace visible como autor. Volver a la carta es volver al afecto pasado, a la historia, sostener el modo de ser el uno para el otro. Conservar una fidelidad, pero después llegará la ruptura porque en Correas nada es simple ni lineal.
Tenía veinticinco años cuando les dice a sus padres que no puede trabajar y estudiar. Aceptan mantenerlo poniendo como condición el estudio. Correas estudia pero da una materia por año. El padre se muere, la madre vuelve a casarse, su padrastro acepta mantenerlo, aun después de la muerte de la madre. Viven los dos hombres solos en ese caserón italiano de 1920. Correas es ya un personaje de sus cuentos. Un hombre cercano a los cuarenta años, vive con otro hombre que lo mantiene. El padrastro se casa y Correas se va a vivir con Marta, casi obligado, expulsado. Marta lo mantiene hasta la separación. Cuando Correas debe enfrentar solo el mundo del trabajo tiene más de cincuenta años. Ya nadie va a salvarlo de morir de hambre si él no puede ganarse el pan. Al igual que Alejandra Pizarnik, la imposibilidad de hacer una carrera, de trabajar, es sufrida, padecida. ¿Es producto de la literatura, de ese estado de ensoñación, de una desilusión permanente ante la vida que abate las ansias de pelea? Puede que sea la literatura la culpable de ese estado contemplativo.
Hay un momento en el que pareciera querer escapar de la marginalidad. Comienza a tener relaciones heterosexuales, busca integrarse en la universidad pero siempre es ajeno. No consigue doctorarse, ni ser titular de cátedra, no es amigo de los demás profesores. Sebreli declara que despreciaba a sus colegas y el desprecio es el idioma para leer los vínculos de Correas con los hombres. No creía en nada, no llegaba a involucrarse, a pertenecer. Marta Brarda es una figura clave en este pasaje. No es casual que una vez muerta Marta, en la última etapa de su vida, él vuelva a la marginalidad. Vive cerca de Plaza Once, tiene a los lúmpenes de la ciudad al alcance de la mano, se enreda en amoríos con travestis, lleva a vivir a su casa a una prostituta llamada Gisel, una mujer de la villa llena de hijos. Un personaje de Dostoievski. Correas no escatima riesgos.
“Era un solitario radical y había (para usar una palabra suya) conquistado esa soledad muy laboriosamente, a un alto costo, muy autodestructivamente, que es una de las formas de ser sartreano en la Argentina que sólo él encarnó muy cabalmente. La otra forma de ser sartreano es la de Viñas, que trata de ser Sartre. Correas trató de ser un personaje de Sartre y lo consiguió, era un personaje tremendo, insoportable, difícil, muy maldito”, sostiene Eduardo Rinesi.
El suicidio es, tal vez, la mayor alternativa a la que se acerca cualquier escritor que decide tomarse demasiado en serio la literatura. Ya habrá desplegado su ironía sobre la institucionalización del intelectual y sus rituales. Ese nunca fue su camino. La crítica despiadada puede ser una forma anticipada de muerte. Correas entendió que en el mundillo de la intelectualidad nacional, más importante que saber o construir una obra es tener la astucia de convencer a los demás sobre una supuesta solvencia académica.
“He querido ser un hombre duro y libre. Algo así como un hombre solitario que camina por la noche: disponible y dispuesto a todo. Que va, desde luego, a su casa, pero que puede desviarse en cualquier momento hacia otra parte tal vez para siempre. Sin compromisos, sin costumbres, sin gustos, de ninguna manera típico. Que puede volverse o seguir adelante. Solamente acosado por el hambre, el sueño o la suciedad y por el miedo de que a pesar de todo pueda tener una vida. Algo que los demás pudieran mencionar como la vida de..., sin agregar nada más”, declara en “La narración de la historia”. En ese azar, en ese deambular sin planes que Correas se ofrecía a explorar sin reparos, está el último suspiro de un pensamiento que la intelectualidad argentina pasó a entender desde la mirada prejuiciosa del rencor.
“Nadie me verá envejecer”, sentenció Correas en una carta que le escribió a Liliana Lukin. Una noche del año 2000 eligió cortarse las venas y arrojarse por la ventana del patio interior de su edificio. Existen sórdidos detalles sobre su miseria, muletillas que repetía entre la risa y el lamento: “No hay nada más triste que un puto viejo”, pero el suicidio es la forma más tajante de exponer la tensión entre la vida y la literatura. Hay algo que la literatura parece quitarle a la vida.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux