ADELANTO EXCLUSIVO
Después del escándalo provocado por el cuento “La narración de la historia”, el joven Carlos Correas le pidió a su amigo Bernardo Carey que escondiera Los jóvenes, una novela corta fechada en 1953. El texto, anterior a toda su obra conocida, permaneció oculto hasta que hace unos pocos años Carey rompió el silencio y le acercó una copia a Jorge Lafforgue, quien realizó una lectura pública en las jornadas que tuvieron lugar en la Universidad de General Sarmiento y ahora comparte con Soy este fragmento.
› Por Carlos Correas
A la una de la mañana el Anchor languidecía. En el mostrador del bar, varios putitos de calzoncillos anatómicos beben Coca-Cola. Junto al piano bailotean torpemente dos ingleses de porongas lechosas. Los farolitos rojos dan la justa luz para ese pequeño quilombo de pajeros. Mesitas alcahuetas y lustraditas, mozos con aire de perros, espejos estratégicos para que los putitos se deseen de reojo. En una mesa, alrededor de un podrido olor a pescado, hay una hembra fermentando. En la pared del fondo, una lámina vieja de Elizabeth y Felipe de Edimburgo (se comentaba que Felipe ya no se la da más por el culo porque Elizabeth se tiraba muchos pedos y como es sabido, los de Elizabeth Arden). Y en el aire un crepitar bullicioso, una guasca hecha polvo brillante y estrellado. Las locas sentadas miran por la ventana y añoran la ciudad. Cuántos bilis dormían, despreocupados, esperando como Lázaro la voz que los reviviera. El pianista, con los pendejos sudados, aporrea el piano tratando de crear el ambiente frenético que el oficio requiere. No hay caso. Las locas hablan, los mozos gritan, un inglés se rasca los huevos sin malicia. Las luces se hacen más rojas, la ciudad del debe se hunde en la ceniza negra; los putitos devoran las braguetas con los ojos; los ortos, laxos y vacíos, palpitan de deseo. El Anchor es un condón inmenso y todos los jóvenes, dentro, se esmeran en destrozarse. Ah, ¿dónde está el choto rojo y justiciero que derribe las paredes y arrase con todos? El pianista toca los foxtrots al galope, el inglés presta oídos a los reclamos de su garcha coqueta, las locas se despegan el pantalón de la raya del culo y se aguantan por cortesía de ir hasta el baño a mear. El foxtrot, los farolitos rojos, la esencia exquisita de los sobacos, los grititos agudos, los zapatos que raspan el suelo y esas pijitas mustias, sin uso, que sólo se paran cuando el ariete musculoso, tremendo e hirviente, abre los huesos por atrás. Resbalones sobre el piso, miradas, el piano enloquecido, las locas mansas, el charco de olor y sudor entre los muslos y esa desesperante ausencia de semen y la sangre que se les pudre y sólo faltan los dolores de madre y tu voz, tu voz incomparable, que me dice, que me grita, como nadie: “¡Ay, sacámela que me cago!”.
—Esto está aburridísimo —dice la Flor Podrida. Su poronguita de cartulina, que no conoce concha de mujer, se mueve un poquitito bajo el pantalón; pero los granitos morados de sus mejillas son fascinantes: hermosos para romperlos con los dientes y chupar ese puntito de pus afiebrado. Los cristales de la ventana se cierran sobre la Flor Podrida y se preguntan: ¿Este chico sentirá frío cuando apoya el culo en la tabla del water closet? Ah, el asunto es apasionante. Los surtidores de carne esperarán hasta que la cuestión se aclare. 1er punto: ¿qué sucede cuando el olor del excremento recién hecho llega hasta las cejas abiertas en ángulo del chico? 2º: ¿Se sienta en la tabla o se pone en cuclillas? Viéndose la garchita, cubierta de telarañas, que oscila como un péndulo y la respiración hinchada y todos los músculos que hacen fuerza para abajo y la mierda que se abre paso (¿pero no dicen que los putos cagan para adentro?), pero aquí la Flor está escondida, a solas, toda avergonzada, humillándose porque ensucia esa bonita cloaca blanca, cagando como un chancho, como un infante rancio, como un viejo con almorranas, y aquí la sucesión de peditos líquidos, mientras la Flor se hace la indiferente, no se trata con la mierda y en tanto, para disimular, tararea un nocturno del príncipe Kalender. Ah, pero luego echaré una miradita rápida y cortés, para ver si hay mucha cantidad, si tiene lindo color y si es una tira cilíndrica o un bultito fruncido. Y después el lindo papel higiénico, la Flor corta bastante para doblarlo tres o cuatro veces y protegerse los dedos, ese lindo papel queda marroncito y después tira de la cadena con un escalofrío de placer y luego se limpia los pendejos del culo con un poco de agua, se estremece pero el calzoncillo lo secará. Hay que tener limpio el culo por si a algún El se le ocurre meter el dedo. Y después, cuando se sale a la calle, hay que ir con las tripas vacías, porque puede haber levantes y sólo faltaría que cuando algún muchacho se la fuese a meter le diesen ganas de cagar.
—No tan aburrido, desde acá veo un buen bulto –dice la Lagartija Mamadora.
—¿Dónde, dónde?
—Allá—La lagartija Mamadora señala con la cabeza. Señala a un muchachito de pelo alborotado que mira al pianista con ojos estúpidos, tiene los muslos abiertos, su carita es pálida, el pantalón se le arruga en el vientre, tiene manchas de barba en los pómulos, la bragueta está curvada hacia delante, la boquita es hermosa y maligna, su vaporcillo se levanta hacia su pubis, una saliva cálida le lubrica los labios pero tiene esa carne deliciosa ahí, inmerecida, y la flecha de vello suave hacia el ombligo. Ah, mi latino de frenillo intacto. La lagartija se dobla en su silla y se refugia contra la pared, apoya su carita de mosca en su manito puñeterita y entreabre su boquita ordeñadora. Mira el bulto y se entristece y se deja ir. “Ah, muchachito, cómo duele tu nombre y tu deleitosa tortura de ser hombre. Déjame buscar tu boca y bajar mis manos por tus costados. Abre para mí tus secretas imágenes; no, no estudies posturas a solas, frente al espejo, para luego mostrármelas, no guardes una voz especial para mí; cuéntame los pequeños enigmas de tu cuerpo, las íntimas manías de limpieza. Ven, tus miembros untuosos se diluyen en mis manos, yo te esponjaré. Inclinaré la cabeza para recoger tu novedad y apartaré las telas blancas y delgadas que te protegen y me llenarás con la vibración azul de tus venas reverberantes, a la flor de piel, que latirán rítmicamente contra mi paladar.” Ah, ¿por qué, por qué me lo ponen en el camino? Esto me costará una masturbación esta noche. ¿Qué trama contra mí la hembra ovárica que lo ha echado al mundo? Ah, ¿cuándo le dará por hacerse el degenerado? Y no estaré yo para darle mis ojos de espejo. Y rozar con mi mejilla esa manito suya, que baja hasta las ingles y los dedos que acomodan, agradecen, arreglan y despegan. Dejame pasar la lengua por tu cuajada fermentada y tu quesillo de tres meses. Cómo retenerte, pastor de los párpados verdes, y calmar tu boca insultante y rendirme a tu sobrehumano poder de estar tan perfectamente deseable en el bar agrio y pegajoso. Legiones de donceles en Norteamérica; jóvenes alemanes de pelo corto juegan a la corrupción en su país, ¿qué hacer? Ahí abajo me esperan. Los testículos me esperan; ellos ya saben la cantinela. Nadie me desea. Es asqueroso: no tengo manos. Un muchacho, uno, podría salvarme. Rascarse con las manos en los bolsillos. La boquita colgante, como la de un cadáver. Nadie me desea. Hay una cosa flaca, doblada hacia delante que sube la calle y no inquieta a nadie. Vuélvete por tu momento, muchachito de traje barato; si, yo sé que no soy digno pero soy tu vida y tú no lo sabes. Ser por una vez el destino. Meterme dentro de ti para siempre. No me huyas, muchachito sucio y triste. Yo estaré solo más tarde, desarmado en mi cama mojada de frío, con las piernas recogidas y las manos unidas junto a la calidez de los testículos. Yo siento tan profunda esta noche. Mi espalda termina en una blancura de algodón, tierna y flexible. Quisiera sentir contigo tus muslos apretados en la silla y extender la mano para buscarte el pelo musgoso y la vena turgente del cuello. El rápido vibrar de tu párpado al subir y bajar, la lanilla del vello, tu olor, el ademán antes que el cuerpo. Tu cuerpo se me ofrece, inlograble. Un presente siempre nuevo, una flor lavada y depositada en esa silla, aún chorreante. Y tus ojos de tornasol no se pierden ni un instante. Tu cuerpo sobra al bar. Limpio y sano. El juguete que puede romperse a la menor brusquedad y que, sin embargo, emana una seriedad de padre de familia. Como tu carne elástico con mis ojos. El jovenzuelo de manos rubias y cintura estrecha y caderas de comba y la pelusa nerviosa de tu nuca, detrás de las orejas, como un polvillo dorado; la pelusa que se erizaría con el roce de los dedos y los labios. Dime hasta cuándo durará tu encanto. Acumulas respiraciones, pestañeos, latidos, algún cosquilleo en la piel. Los músculos de tu vientre que acomodan el cinturón, el aire que incha los pulmones. Los dientes que acarician la lengua, la lengua que acaricia los dientes. Tu cuerpo goza contigo. Los testículos masturban al pene. La lengua fornica con el paladar. La cera de los oídos lame el cartílago de las orejas. El pubis acaricia y chupa el sudor mantecoso, perfumado, denso, exquisito, que se eleva, vegetal y sombrío, con su olor de sangre coagulada y carne blanca y partida. La forma quieta es el horror; el movimiento que no se mueve. Esto es lo mío. El movimiento que no se mueve... que puede moverse pero ahora está inmóvil, con todo su vigor postergado. El reposo semiblando de los músculos; carne contra carne y separada. Si pudiera ablandar el rictus amargo de tu boquita maligna. El cuerpo te debe doler de tanto ser presentido, imaginado. Tú te vas y una sola carne se levanta por sí misma, indolente, ominosa. Narciso y tu cutis de oro viejo y tu cabello corto y enrulado y las nalgas firmes y delgadas y los muslos que brotan como ramas y la savia tibia que encuba y se espesa. El muñeco casto entra en la corrupción. El muñeco virgen, juguete de las putas. Y tú y tu sexo de pimpollo. El tesoro de las putas, el bien amado. El hijo más deseado.
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