Para las personas que viven con VIH y reciben tratamiento, la relación con el médico o médica se ha convertido en una de larga duración, deseada o no. Ya sin el dramatismo que tenían las consultas antes de que los tratamientos de drogas combinadas demostraran su efectividad para evitar la reproducción del virus, en el consultorio se plantean desde miedos añejos hasta deseos nuevos –¿puedo tomar vacaciones de la ingesta diaria de pastillas?– o dudas siempre presentes –cómo transmitir el diagnóstico a una pareja, por ejemplo–. Lo cierto es que la sombra de la muerte se ha desplazado por el brillo más sutil de buscar la mejor calidad de vida posible. En esta relación profesional médico-paciente se puede rastrear, en definitiva, de qué se trata vivir hoy con VIH.
› Por Pablo Pérez
Empecé a tratarme con el Dr. Rizzo en 1996; por entonces estaba escribiendo mi primera novela, Un año sin amor, una de cuyas líneas argumentales refiere a la importancia de encontrar un buen médico: “Por ahora siento que mi mejor médico soy yo mismo”, escribía decepcionado de todos los médicos de diferentes hospitales que me habían atendido desde mi llegada a Buenos Aires, en el año 1992. El Dr. Rizzo aparece al poco tiempo, como respuesta a aquella necesidad que había formulado por escrito. Para escribir este artículo decidí entrevistarlo; también conversé con algunos amigos, con quienes a menudo hablamos de médicos, achaques y tratamientos.
Recibí mi diagnóstico de portador de VIH en París, en el año 1990. Hacía ya algunos años que padecía una enfermedad pulmonar obstructiva crónica (EPOC), no podía parar de toser, tosía en el cine, en el colectivo, tosía desde que me acostaba a dormir hasta que podía conciliar el sueño, muchas veces pasaban más de dos horas. Además de la tos, la falta de aire, me costaba caminar, cada cuadra me parecía larguísima y subir escaleras era una proeza. Había pasado por la consulta de varios infectólogos, primero en París, donde fui atendido en Medecins du Monde y luego en Medecins sans Frontières. Ya en Buenos Aires, pasé por el Hospital Argerich, luego por el Hospital de Día del Fernández. Los diferentes médicos a los que consultaba me recetaban antibióticos, siempre diferentes y cada vez más caros, ninguno me hacía efecto. Decidí consultar a un neumonólogo. Fui al Hospital María Ferrer, especializado en enfermedades respiratorias. Allí me atendió primero una médica, que me derivó al Dr. Rizzo, que además de ser neumonólogo atiende a los pacientes con VIH del hospital. Yo había empezado a escribir Un año sin amor sin sospechar que la situación de los seropositivos cambiaría de manera tan radical gracias a los avances presentados en el Congreso de Vancouver. La novela, como lo anticipa Roberto Jacoby en el prólogo, tiene final feliz. El Dr. Rizzo no sólo me convenció, apoyado en los excelentes resultados de las nuevas terapias presentadas en Vancouver, de tomar la medicación antirretroviral, sino que además dio con las causas y encontró el tratamiento adecuado para mi enfermedad pulmonar. Pasaron catorce años desde la primera consulta con él. Nuestra relación médico-paciente trascendió el límite del hospital: desde hace mucho, como todos los que tenemos una relación de años con nuestro médico, lo llamo por su nombre de pila, Oscar; Oscar vino a la presentación de Un año sin amor en 1998, en 2005 ayudó a la producción de la película de Anahí Berneri basada en la novela, revisando desde el guión los temas médicos, enseñándole a Juan Minujin cómo toser y como tomar el aerosol dilatador bronquial, y facilitando el rodaje de las escenas en el Hospital María Ferrer. También cenamos juntos varias veces sus pacientes, convocados por él. Estas cenas, más allá de reafirmar el vínculo entre el Dr. Rizzo y cada uno de nosotros, eran un festejo bien merecido por las buenas noticias; todo lo contrario de lo que, antes de los resultados del Congreso de Vancouver, pudo haber sido para nosotros una especie de “última cena” al revés, donde los condenados a muerte éramos los invitados.
—Vancouver fue un punto de corte absoluto en la enfermedad —dice el Dr. Rizzo—. Hay pocos momentos así: por ejemplo, cuando apareció la penicilina o cuando apareció el tratamiento para la poliomelitis. Esas situaciones se dan muy puntualmente y cada tanto. No es frecuente que, en medicina, un punto de quiebre sea tan significativo entre lo que era antes y lo que fue después.
—Cuando empezó la enfermedad, los médicos veíamos a los pacientes como víctimas, sabíamos que les esperaba la muerte, y es distinto el acercamiento que uno hace cuando sabe que el paciente se va a morir que cuando uno tiene expectativas de que ese paciente viva. Cuando el paciente está moribundo, la relación casi nunca se acerca a la igualdad. El paciente muy por abajo y el médico muy por arriba. También los médicos se preservan del dolor, entonces el vínculo que se hace no puede ser demasiado estrecho, y si es estrecho y no sabés manejarlo, te puede hasta dañar. Cuando un médico está enfrentado a una enfermedad crónica terminal, puede tomar dos actitudes: o es sumamente paternalista y se engancha, o toma cierta distancia y en ese caso la consulta es sobre todo técnica. Siempre hay en la relación un aspecto técnico que tiene que ver con la solución de un problema y otro aspecto que tiene que ver con cómo uno visualiza a los pacientes. Es como en las relaciones humanas: hay tipos que te caen bien, tipos que te caen neutros, tipos que te caen francamente mal y, en este último caso, uno tiende a orientarse hacia la cuestión técnica. Y cuando un paciente te cae muy bien, el vínculo te genera, por un lado, buscar la solución del problema técnico, pero también el acercamiento humano. Lo mismo ocurre en la relación de paciente a médico, hay pacientes a quienes el médico les cae bien, hay pacientes que ven al médico cómo un técnico y hay pacientes a quienes el médico les genera rechazo.
—Es fundamental que el paciente como tal se enganche con un médico y sienta una onda, no estrictamente de afecto, puede serlo o no, pero sí de correspondencia. Los medicamentos actúan mucho mejor en los pacientes si la relación con el médico es de confianza. Uno pone desde la perspectiva del paciente un puntito más para que las cosas funcionen y puede esperar el tiempo que sea necesario. Cuando la relación es muy técnica y el medicamento que uno recetó no funciona, el paciente tiende a no volver a la consulta, o si vuelve, lo hace desde una perspectiva de desconfianza. En cambio, si el paciente confía en el médico, por más que no funcione lo que le está dando, puede intercambiar, y en medicina hay mucho también de prueba y error, y eso hay que aceptarlo desde las dos partes.
—Totalmente. Estamos en una época en que la información está universalizada y el acceso a la información es posible a tal punto que un paciente puede entrar a leer artículos en revistas médicas. En la red está casi todo. Lo importante es que pueda conversar con el médico, quien debe tamizar esa información que muchas veces el paciente no puede analizar adecuadamente. Es bueno que el paciente esté informado, eso genera también en el médico la necesidad de explicar las cosas como son, porque hay una tendencia nuestra a tratar de hacer sin dar demasiadas explicaciones. Creo que eso de alguna manera se está revirtiendo. Por otra parte, hay situaciones donde los médicos nos enfrentamos a cuestiones complejas. Por ejemplo, que un paciente seropositivo se niegue a contárselo a su pareja. Uno como médico siente que tiene una responsabilidad frente a la sociedad. Si estamos hablando de una enfermedad que es transmisible, uno debe tratar de convencer al paciente de que no es solamente su enfermedad sino su enfermedad en su entorno. Y ahí es donde interviene la relación médico-paciente, porque desde el punto de vista estrictamente técnico, uno podría limitarse a darle el tratamiento para VIH, o para la sífilis si fuera sífilis o tuberculosis si fuera tuberculosis, pero si no intenta explorar el entorno de ese paciente, lo más probable es que esa enfermedad se descontrole y sea transmitida. Sólo una buena relación médico-paciente puede llevar a acercar a las partes, que el médico tenga el tiempo para poder generar la confianza de decirle: “Bueno, traé a tu pareja para que lo veamos aquí”. También hay cuestiones que tienen que ver con lo que al médico le molesta, ya sea desde el punto de vista religioso, moral, social o incluso de prejuicios. En los hospitales, el prejuicio es muy frecuente, por ejemplo en la atención de las travestis; muchos médicos rechazan atenderlas porque sienten que no saben cómo tratarlas. Y en realidad, en el tratamiento de pacientes travestis, igual que con otros pacientes, uno tiene que asumir que la relación existe y lograr que el paciente se sienta confortable, que no se sienta rechazado por su elección sexual. Si el paciente se asume como mujer, uno tiene que asumir que está hablando con una mujer, independientemente de sus concepciones individuales. Parece sencillo, pero a veces no se aplica. Desde el punto de vista de la identificación, por ejemplo, en la historia clínica figura el nombre y apellido masculinos, pero el paciente o la paciente en este caso se siente femenina. No cuesta nada adosar en la historia clínica el nombre femenino y llamarla por el nombre que ella eligió, y eso ayuda mucho a la relación médico-paciente, hace que la persona se sienta cómoda y que pueda participar y conversar adecuadamente con su médico.
Mi amigo Gustavo comenzó atendiéndose en Helios, una clínica especializada en VIH, uno de cuyos responsables es el Dr. Stambulian. Su cobertura médica estaba a cargo de Osecac y, según cuenta, fue la mejor atención que tuvo: “Con la médica tenía realmente buena empatía y además ahí mismo me hacían la atención odontológica, todos los análisis de laboratorio, tenían la farmacia donde me daban la medicación, era una experiencia que incluía todo”.
Cuando su situación laboral cambió y dejó de estar dentro del convenio colectivo de los empleados de comercio, su cobertura médica pasó a manos de la obra social Galeno, que no tenía a Helios entre sus prestadores. Para mantener una cierta continuidad, Gustavo buscó una médica que había hecho una pasantía con su anterior infectóloga, pero no se sentía conforme: “No puedo hablar de su calidad como médica, pero sí de su relación conmigo. Sé que soy un caso bastante poco interesante, es decir, pasaban años en que lo único que tenía que hacer era una receta y una orden para el laboratorio cada seis meses para controlar mi estado. Y la verdad es que me empecé a sentir un poco negligido, un par de veces me había hecho mal las recetas, si iba a verla nada más para que me hiciera una receta, no podía hacérmela mal. Llegaba a la farmacia y me encontraba con que tenía que volver al consultorio para que me hiciera la receta bien. Una de las veces que la fui a ver, además, dejó pasar gente antes que yo, y cuando se lo reclamé, me dijo que era porque así íbamos a tener más tiempo para charlar después, cuando no era así, ella sabía que tenía que escaparme de mi trabajo para ir a verla”.
Gustavo decidió cambiar de médico y con ayuda de su psicoanalista, que trabaja con muchos pacientes con VIH, buscaron en la cartilla de Galeno, y luego el psicólogo consultó las opciones con un médico amigo, que le recomendó a la doctora O, según él una tipa piola, joven, algo que para Gustavo es importante. La doctora O tiene su carácter. En una de las primeras consultas, Gustavo le contó que había tomado una vacación terapéutica, que consiste en la suspensión temporaria de la medicación bajo supervisión médica. Y ella ahí se atajó: “Ah, pero la vacación terapéutica no se hace más, no tenemos que interrumpir el tratamiento”... “Yo no vine a decirte que quería una vacación. ¡Te estoy contando mi historia clínica!”
Ese es otro tema —sigue Gustavo—, mi historia clínica siempre quedó en el lugar original, en Helios, después se abrió otra con la segunda médica, y O no tiene acceso a ninguna de ellas y también tuvo que abrir una nueva. Eso es una barbaridad. Se supone que la historia médica es de uno, ni del médico, ni de la institución donde uno se atiende. Cuando me empecé a atender con la segunda médica la pedí, pero mi historia clínica nunca salió de ahí. Eso me parece una cagada total.
Según el Dr. Rizzo, la relación médico-paciente se ve muchas veces perjudicada por cuestiones burocráticas: “En las estructuras pensadas técnicamente, lo que importa para la filosofía del prestador es que tenga cubierta la atención, pero no necesariamente manteniendo el vínculo. La relación puede ser buena en ese momento, pero no hay una continuidad en esa relación médico-paciente. Y la continuidad hace que se genere más confianza, que el médico pueda escuchar cosas del paciente que tienen que ver con su vida habitual, con su vida familiar, y también participar, dar opiniones e intervenir en ese tipo de cosas.
—En eso influye mucho la estructura sanitaria en nuestro país y en el mundo. Tanto en el sistema público como en el sistema privado hay una cantidad desmedida de pacientes para la cantidad de médicos que hay en los consultorios. Es decir, un médico tiene una cantidad muy alta de pacientes que asistir y un tiempo muy limitado. Uno no puede estar media hora o cuarenta y cinco minutos con todos los pacientes, pero sí con el paciente que lo necesita. A veces elige, incluso con el mismo paciente, cuando la consulta es más técnica y entonces trata de resolver cosas muy puntuales y le da menos lugar a la cuestión social de la visita médica, y hay momentos en los que lo puede atender con más tiempo. Pero hay médicos que no tienen la opción de elegir, tienen que atender todo lo que viene y como viene.
—El sistema tiene mucho que ver con eso, la formación del médico, la necesidad de generar un volumen grande de consultas para sobrevivir en el sistema privado, porque la consulta se paga en un nivel increíblemente bajo para lo que son en general las necesidades de la gente. Eso genera un sistema perverso donde lo que se resiente es la relación médico-paciente. El ocuparse exclusivamente de problemas técnicos en el manejo de pacientes con VIH, o en pacientes con enfermedades como asma o diabetes, es solamente una parte de la cuestión, porque esa enfermedad además produce en cada paciente una constelación de temas relacionados con su vida social, en los que el médico podría participar; sin embargo, muchas de esas cosas quedan truncas porque el tiempo no da.
—En la Argentina, el sistema hospitalario sigue siendo bastante caótico. Si bien es bueno puntualmente en muchas cosas, no hay una red de funcionamiento. Donde debería haber una distribución adecuada de hospitales, centros de salud y de atención primaria, no la hay. Los centros de atención de mayor complejidad, que podrían estar viendo exclusivamente alta complejidad, están de alguna manera subordinados a la atención de pacientes de baja complejidad, porque no consiguen la atención primaria en otros lados. Entonces no hay un escalonamiento adecuado de la salud en la Argentina. No hay una planificación. Tenemos muchos hospitales, por ejemplo, en la Capital, donde son relativamente pocos los pacientes que son propiamente de la Ciudad de Buenos Aires, y se ven muchos pacientes de la provincia de Buenos Aires, porque en los lugares donde viven no consiguen la atención necesaria. No están adecuadamente estratificados los niveles de atención, no hay una atención primaria, ni atención secundaria, ni atención terciaria, sino que todo es bastante caótico, no funcionan las redes, yo no tengo un tomógrafo acá y para pedir una tomografía computada tengo que llamar por teléfono a otros lugares de tomografía; en fin, no hay una red que sea ágil. Yo no soy sanitarista, quizá mis impresiones tienen más que ver con una visión desde la medicina asistencial; pero es necesaria una planificación mayor, que nunca se ha hecho.
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