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Viernes, 13 de mayo de 2011

ES MI MUNDO

Ni lo uno ni la otra

Lesbiana, feminista, chicana, mestiza, Gloria Anzaldúa nació en la frontera entre Estados Unidos y México y vivió y construyó su obra en la frontera de todas las categorías posibles, tanto que resulta incómodo usar un género para describir a este espíritu queer que escribió hamacándose, en los mismos textos, entre el inglés y el castellano, entre la poesía y el ensayo.

 Por Paula Jiménez

Al nacer, su madre temió encontrar entre las nalgas de su hija Gloria el lunar indígena que la iría a avergonzar. Como todos los chicanos, ella quería borrar aquella herencia y experimentar el orgullo de algo que no era: blanca y anglo, estadounidense pura. Una estadounidense normal. Pero las primeras experiencias de su hija, la situaron en un lugar más allá de esa “normalidad” que tanto anhelaba. Cuando el bebé cumplió los siete meses la madre encontró manchas de sangre en el pañal y esas manchas empezaron a aparecer cada 24 días: ciclos menstruales eran, acompañados de altísimas fiebres. Cuando su hija cumplió siete años la fajó para que no se le notaran los senos. Su hija era rara, desobediente, indominable. Y su cuerpo no era igual a los otros: había cruzado la frontera.

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Había una muchacha en su pueblo a la que se la identificaba como a la rara, “la otra”, “the Other”. De ella se comentaba que seis meses al año tenía vagina y un pene los otros seis y que en esos meses orinaba de pie. Se horrorizaban sus vecinos, contó Anzaldúa, porque siempre da horror la diferencia, porque espanta lo que no se puede controlar. Pero en esa diferencia existe un aspecto mágico, dijo. Y los antiguos pueblos decían que esa “anormalidad” es el precio que ciertos seres deben pagar por su extraordinario don innato.

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“Piensa en mí como Shiva, con un cuerpo de muchos brazos y piernas con un pie en la tierra color café, otro en lo blanco, otro en la sociedad heterosexual, otro en el mundo gay, otro en el mundo de los hombres, de las mujeres, un brazo en la clase obrera, los mundos socialistas y ocultos”, escribió la feminista lesbiana, teórica y poeta, Gloria Anzaldúa, en La prieta. Tanto en este ensayo como en toda su obra, Anzaldúa dotó de nuevas significaciones su identidad chicana y trascendió los límites de lo que le había sido impuesto: ser lo uno o lo otro, México o Texas, hombre o mujer. Porque Gloria Anzaldúa eligió el todo a las partes, la integridad a la desintegración.

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Nació en 1942 en una zona fronteriza, Jesús María del Valle, Texas, dentro de una sociedad y una cultura chicana que –obligada a identificarse con los EE.UU. para no ser segregada por los otros ciudadanos de ese país– intenta desentenderse de sus raíces mexicanas e indígenas. Pero Anzaldúa, en cambio, se consideró mestiza: la que experimentó ese cruce como algo gozoso, la que transitó de un lado al otro sus posibilidades de identidad. En un poema dirá: “Para sobrevivir en la frontera/ debes vivir sin fronteras/ ser un cruce de caminos”. Ni mexicana ni norteamericana: chicana. Y ni hombre ni mujer: mitad y mitad. “Hay algo irresistible en ser hombre y mujer a la vez, en el tener acceso a ambos mundos. En contra de algunos dogmas psiquiátricos, los mitad y mitad no sufrimos una confusión de identidad sexual o una confusión de género. Lo que sufrimos es por culpa de una absoluta dualidad despótica que dice que sólo somos capaces de ser uno u otro. Se afirma que la naturaleza humana es limitada y que no puede evolucionar hacia algo mejor. Pero yo, como otras personas queer, soy dos en un único cuerpo, tanto hombre como mujer. Soy la encarnación de los hieros gamos: la unión de contrarios en un mismo ser”, dijo en su texto Movimientos de rebeldía y las culturas que traicionan.

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Desde que era muy chiquita, decía Gloria, ella sabía muy bien lo que quería. Que su determinación era grande, pero que aun así no sabía de dónde sacó esa fuerza para alejarse de su madre. “Tuve que abandonar el hogar para poder encontrarme a mí misma –escribió Gloria–, encontrar mi propia naturaleza intrínseca, enterrada bajo la personalidad que me había sido impuesta (...) En los ojos mi madre y en los ojos de los demás me vi reflejada como algo “raro”, “anormal”, “curiosa”. No vi otra reflexión sobre mí. Incapaz de cambiar esa imagen, me retiré a los libros y la soledad y me alejé de la gente”, dijo Gloria Anzaldúa, a quien el acto de leer, a sus siete u ocho años, la cambió para siempre. Lo primero que tuvo en sus manos fue una novelita que le acercó su padre en la que los americanos aparecían como los vaqueros y los mexicanos y los indios como bichos. Pero ella sabía que la historia no era así. Que en algún momento los mexicanos habían sido más que los anglos en Texas. Y dijo que el racismo, que tiempo después reconoció en sus maestros en la escuela, lo había encontrado antes, en esa novelita.

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Cuando a la joven Gloria le preguntaban las gentes de su pueblo cuándo se iría a casar, no sea cosa que se le fuera a pasar la hora, ella decía que no sabía, pero que si un día se casaba, de seguro, no sería con un hombre.

“En lugar de planchar las camisas de mis hermanos pequeños o de limpiar los armarios, pasaba largas horas estudiando, leyendo, pintando, escribiendo. Cada pedacito de confianza en mí misma que laboriosamente lograba reunir, recibía una paliza diaria. No había nada de mí que mi cultura aprobara. Había agarrado malos pasos. Something was ‘wrong’ with me. Estaba más allá de la tradición”, contó Gloria.

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Gloria Anzaldúa descendía de inmigrantes mexicanos y en su juventud fue maestra de los niños migrantes en su pueblo. Después fue a Austin para obtener su maestría y completar sus estudios de doctorado en literatura comparativa en la Universidad de Texas. En 1977 se mudó a California para trabajar en diferentes universidades donde continuó con su tarea docente. Pero quizá las enseñanzas de Anzaldúa hayan abrevado más de lo vivencial que de lo teórico, más de lo espiritual que de lo académico y más de su sensibilidad que de sus conocimientos. Si un aporte ha hecho al feminismo es el invaluable concepto de “mestizaje”: ese más allá de las categorizaciones tradicionales que hacen de todas las mujeres, hasta de las más variadas, una sola. En cambio, la “nueva mestiza”, de la que Anzaldúa nos habla, describe a un sujeto con planteos de identidad no identificado con los estrechos límites de una cultura binaria. Anzaldúa recordaba el malestar que le producía que ciertas feministas trataran de imponerle un sentir y un pensar propio de las mujeres blancas. Cuando ella no era blanca, ni lo quería ser. “Vivir en la frontera –escribió– significa que tú/ no eres hispana india negra española/ ni gabacha, eres mestiza/sorprendida en el fuego cruzado entre bandos/ mientras llevas cinco razas sobre la espalda/ sin saber a qué lado recurrir o de cuál escapar.”

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Su espíritu queer se trasladó intacto a todas partes. Y a la literatura también. Desde el comienzo, su escritura tomó diversos y múltiples caminos, sin quedar prisionera de vacuas diferencias formales que dejaran a la teoría de un lado y a la lírica del otro; diferencias que separaran su poesía de su prosa como si fueran incompatibles. Su obra teórica más conocida es Borderlands/La Frontera: The New Mestiza (1987), que es una mezcla de inglés y español, de poesía, testimonios y análisis históricos. A “Borderlans” pertenece el maravilloso poema ‘No basta’, que dice: “No basta con / decidir abrirte./ Debes hundirte los dedos/ en el ombligo, con las dos manos/ agrietarte,/ derramar los lagartos y los sapos/ las orquídeas y los girasoles/ virar al revés del laberinto/ (...)/ No hay nadie que/ te alimente el anhelo/ Acéptalo. Tendrás que/ hacerlo, hacerlo tú misma./ Y a tu alrededor un vasto terreno./ Sola. Con la noche./ Tendrás que hacerte amiga de lo oscuro/ si quieres dormir por las noches”.

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Gloria Anzaldúa sentía bronca ante las cosas impuestas, rabia cada vez que alguien ponía en su boca palabras que no eran suyas porque le presuponían el límite de una identidad, de un modo de ser o de pensar. Furia le daba cada vez que su madre o la escuela o la iglesia le decían lo que tenía que hacer o lo que no podía. Después de haber vivido 62 años desafiando esas órdenes, 62 años de rebelde chicana, de queer, de lesbiana, de feminista, de poeta, de teórica, de mexicana y norteamericana, de mitad y mitad, de marimacha, como a ella misma le gustaba llamarse, Gloria Anzaldúa murió en el año 2004, en primavera.

Al día siguiente, un pequeño grupo de amigxs se reunió en Oakland para construir un altar en honor de su “querida hermana, maestro, sisterwriter”.

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